(A propósito de Los huérfanos del absoluto de Carlos Cortés)
Reseñar o comentar un libro de cuentos siempre es difícil,
pero lo es más en el caso de Los
huérfanos del absoluto, la última publicación de Carlos Cortés (Uruk,
2018), pues el libro reúne una nouvelle
o relato muy extenso (alrededor de 70 páginas; primero del volumen y el que da
título al conjunto), y cinco cuentos más, de extensión, temáticas y
características muy diferentes al primero.
Empecemos diciendo que, a diferencia de toda o casi
toda la obra narrativa de Cortés, en este volumen la infancia ha sido
desterrada como tema. Ninguno de los textos explora el peso de los años
iniciales o de las experiencias infantiles en la vida adulta de los personajes.
Esta no es una observación menor, dada la importancia, ya mencionada, del tema en
su obra precedente. Lo más cercano a
ello será, precisamente, la nouvelle
que abre y da título al volumen, donde la etapa vital que se explora es, más
bien, la temprana juventud, con su peso de hallazgos y experiencias
iniciáticas. Los restantes cinco cuentos relatan historias de hombres adultos,
que viajan por razones profesionales o que, en cualquier caso, han constituido una
familia.
De modo que si hubiera que buscarle un hilo conductor
al conjunto, podríamos aventurar que sea ése: el pasaje de la juventud a la
vida adulta, desde la perspectiva de la masculinidad. Esto último es así porque
todos los personajes centrales son varones, pero también porque se enfrentan a
situaciones, dilemas o conflictos propios del género masculino o bien porque
reaccionan a ellas de formas que únicamente pueden hacerlo los hombres. Salvo
en la nouvelle inicial, donde la
iniciación sexual –y muchas otras iniciaciones– son tema principalísimo, no hay
en el libro nada como un “discurso” sobre la masculinidad, es más bien algo
implícito y, desde luego, librado a la interpretación del lector.
Violencia y
masculinidad.
Las experiencias que nos relatan los cinco cuentos
cuyos personajes son hombres adultos hablan, en líneas generales, de la
violencia de la vida social, a veces codificada en absurdas y complejas
ceremonias (como en el cuento titulado Miami
Checkpoint, sobre el aeropuerto de Miami y titulado así en alusión al
celebérrimo “Checkpoint Charlie”, que dividiera Berlín occidental de Berlín
oriental durante la Guerra Fría); otras veces la violencia es explícita y manifiesta,
como el brutal, ominoso y enigmático Cosas
que hacer si estás muerto, donde los muertos parecen condenados a ser
siempre anónimos.
Ser adulto es formar parte de un engranaje absurdo y
violento y tener que asumirse como vector de esa violencia que nos rodea y
termina por constituirnos, como se revela, con cierto humor y en clave más bien
rocambolesca, en el cuento titulado ¿Qué
fue lo que pasó?, en el que un hombre debe dar una lección en la
universidad y llevar en carro a su hija a la escuela y, presionado por la prisa,
termina protagonizando una pequeña insurrección y catástrofe vial, que bien puede
costarles la vida. La normalidad social a la que debemos adscribirnos está
regida por una violencia brutal de la que, de un lado, somos víctimas, y de
otro lado estamos condenados a reproducir y a propagar, y que en el plano
subjetivo y más íntimo, nos sumerge en el temor y en las contradicciones más
amargas. Ese, y no otro, es el triste paisaje de la adultez y la normalidad que
pinta Cortés, por ejemplo, en el cuento titulado Semana Santa, el último y más breve del libro, donde la violencia
acecha desde el exterior, pero los lazos sociales han sido disueltos como si se
tratara de un ácido que carcome el plástico.
Todos los cuentos están narrados por sus protagonistas
o, al menos, por un personaje central de la historia y, salvo en Los huérfanos del absoluto, donde
llegamos a conocer por una brevísima mención el nombre del personaje narrador,
los demás permanecen en el anonimato. Con excepción del protagonista de Cosas que hacer si estás muerto –un
hombre vinculado a las agencias de seguridad del estado–, los otros parecen
pertenecer a sectores acomodados y de buen pasar social. Con la ya mencionada
excepción del agente de seguridad de Cosas
que hacer si estás muerto, tan solo la convención literaria que dicta que
en un libro de cuentos cada texto tiene un protagonista diferente, nos impide
pensar que no estamos ante el mismo personaje-narrador.
Así pues, y para cerrar estos párrafos introductorios,
podemos aventurar que Los huérfanos del
absoluto nos habla del paso de la adolescencia a la vida adulta en el mundo
de hoy (o de apenas ayer), desde la perspectiva del ser masculino, y de la
violencia social como marca y condición de la vida adulta.
Ya mencioné que la nouvelle
titulada Los huérfanos del absoluto
se diferencia de los otros textos por su temática, extensión y tratamiento. Ahondemos
en ella.
Los
huérfanos del absoluto.
El argumento de este complejo relato puede, más o
menos, resumirse de la siguiente forma: a la distancia de muchos años, Álvaro
evoca y trata de escribir sobre algunas experiencias iniciáticas de su
juventud, en particular, su despertar sentimental y erótico, pero también su
iniciación social, al entrar en relación con personajes de condiciones y antecedentes
muy distintos de la plácida clase media a la que pertenece él.
Su iniciación afectiva y sexual, de un lado, y su
iniciación social, del otro, son, pues, los dos grandes temas sobre los que
Álvaro se propone escribir, todo ello con la intención de desentrañar, muy
particularmente, un episodio en el que se vio envuelto entonces: su
involucramiento erótico y cuasi sentimental con la esposa de un miembro del
grupo de amigos que frecuentaba en esa época.
El relato revela de inmediato que no solo Álvaro, sino
todos los personajes a su alrededor, viven a su manera y en diferente medida el
mismo proceso de descubrimiento e iniciación, en un escenario de promiscuidad y
ambigüedad sexual, en donde tampoco faltan los coqueteos con la pequeña
delincuencia y, en general, la transgresión de la ley. No se trata exactamente
de sexo, drogas y rock´n roll, pero
si de algo parecido a eso.
Los lectores ignoramos cuántos años han pasado desde los
acontecimientos sobre los que Álvaro está escribiendo, pero sus dificultades
para evocar y reconstruir lo ocurrido son enormes. Para hacerlo, debe enfrentarse,
en primera instancia, a las trampas de la memoria, pues como ya se ha dicho,
pasaron muchos años desde entonces, pero en segunda instancia y no menos
importante, Álvaro se enfrenta también a las trampas de la literatura, puesto
que su propósito no se reduce a escribir sobre lo vivido –como podría hacerlo
alguien en su diario personal o en una carta a un amigo, o bien, un paciente a
su psicoterapeuta–, sino, de manera clara e inequívoca, su intención es
convertir lo vivido en literatura.
Álvaro es un literato de imaginación afiebrada; escuchémoslo,
si no, en uno de sus trances más delirantes: “Le apretó los pezones de nuevo,
sin llevárselos a la boca, nada más los apretó. Del fondo de cada uno brotó un
hilillo de leche fosforescente. Stef se colocó detrás de Xinia y nos enseñó su
ombligo y la floración creciente, salvaje, rizada de pelos, de su pubis
triangular, sin ninguna depilación y la elipsis que formó el vientre al
contraerse por el roce de los dedos de Stef, advirtiéndonos que está
embarazada, que aún no saben muy bien lo que van a hacer. Xinia dejó caer el
resto de su ropa y se fundió con Stef en un coito ininterrumpido y ambos se
perdieron en una sombra.” (p. 19)
La fantasía parece haber sido demasiado lejos incluso
para Álvaro, quien enseguida duda de lo que ha visto y se corrige:
“Abrí los ojos y terminé mi visión. ¿Fue algo así?
-
No, no fue
así –respondió el Flaco con sarcasmo- Definitivamente no fue así.” (P. 19)
La cita anterior también es muy reveladora del plano
en el que tienen lugar los hechos narrados: el lugar donde convergen, se
entremezclan y confunden la memoria y la imaginación. La memoria flaquea y la
imaginación se desboca; o lo que viene a ser lo mismo, el escritor se sirve de
ambas y no distingue o no le interesa dónde termina una y comienza la otra. Tal
y como hace el Flaco en el párrafo que venimos de citar, en algunos momentos otros
personajes del relato regresan como fantasmas durante el proceso de escritura
para hacer comentarios irónicos acerca de lo que Álvaro escribe, o para
corregirlo o enmendarle la plana.
Los lectores deberán vencer varias dificultades para
hilvanar y organizar los acontecimientos que se nos narran en Los huérfanos del absoluto.
En primer lugar, Álvaro evoca y escribe sin seguir el
orden cronológico de los acontecimientos, sino bajo el dictado aleatorio y
caótico de la memoria: los saltos temporales son constantes y
multidireccionales.
En segundo lugar, los acontecimientos narrados
involucran a un número considerable de personajes –alrededor de diez–, que se
identifican a veces por sus apodos –La Pelis, el Flaco, Tito, Eme-, otras veces
mediante sus nombres –Ana, Xavier o Danny-, y en algunas ocasiones más,
mediante una simple inicial, X, T, etc. Entre una sección y otra, el
narrador/escritor suele cambiar el foco de su narración de un personaje a otro.
Considerando el número de personajes, no es
sorprendente que la cantidad de acontecimientos narrados sea enorme:
Homicidios, tentativas de suicidio, seducciones, rupturas e infidelidades,
alucinaciones y trances psicodélicos, etc.
Como si esto no fuera suficiente, en su condición de
escritor, Álvaro a veces se asume como personaje-narrador, pero otras veces
parece elevarse al plano de narrador omnisciente.
Escuchemos, por ejemplo, estas dos voces, estos dos
registros narrativos: “Conocí a Vi uno o dos años antes de nuestro primer
encuentro furtivo en alguna de las cafeterías de la universidad y no entendí
por qué…” (p. 38) Estamos sin duda ante la voz de un personaje narrador, no hay
ambigüedad ni equívoco acerca de quién habla y cuál es su estatuto o su
relación respecto de los otros personajes del relato.
Pero escuchemos esta pasaje: “Para Vi, Tito fue su
oportunidad de escaparse de la telenovela de clase media baja: casa familiar en
Barrio Luján, padre alcohólico y acoso sexual del resto de la familia,
incluyendo al padre. Se salió con la suya aprovechándose del mismo recurso que
utilizó su madre 25 años atrás, intercambiando la cadena paterna por la
matrimonial. Una fuga hacia delante que tarde o temprano se convirtió en una
jaula.” (p. 39) Aquí, Álvaro nos habla con total propiedad y certeza de las
motivaciones más íntimas de Vi y de lo que ocurrió en la familia de ella 25
años atrás; interpreta la historia de la madre de Vi y emite juicios acerca de
sus motivaciones. Sin duda, el narrador que hablaba apenas tres párrafos antes,
ha devenido en otro muy diferente.
Las dificultades de Álvaro para escribir su historia
llegan al punto de no recordar con precisión el rostro de sus personajes. En la
página 40, Álvaro nos presenta a Tito con “semblante cínico, barba rala de
varios días y aire de hombre resuelto con el que adquiría el misticismo
meticulosamente descuidado de un Che Guevara en celo, capaz de seducir a
cualquiera –hombre y/o mujer…”, pero tres páginas más adelante, el mismo Tito se
presenta con “cara bobalicona, sonrisa de payaso y rostro sudado…” ¿Se trata
del mismo personaje? En la memoria del personaje-narrador-escritor, sí.
Los lectores que superen estas dificultades –algo que,
en definitiva, puede resultar un juego entretenido y placentero– accederán a la
riqueza de Los huérfanos del absoluto,
un relato complejo sobre la iniciación, la ambigüedad moral y las
contradicciones emocionales propias de la vida adulta, pero también una
reflexión sobre las relaciones, no menos complejas, entre la memoria, la imaginación
y la escritura literaria. ¿Cuál es el alcance, cuánta la fidelidad y cuáles son
las posibilidades de la literatura como escritura
de la memoria?
Más allá de
la literatura.
Para concluir, dos preguntas más con mis respuestas tentativas.
La primera pregunta es: ¿qué descubre o qué concluye
Álvaro al cabo de su indagación literaria sobre aquel episodio de su juventud?
Si al iniciar su búsqueda Álvaro buscaba su absolución o su condena, ninguna de
estas llega. Álvaro descubre, sí, que actuó poseído por el demonio de los celos
e instigado por el diablillo despecho. Así, el joven de entonces se dibuja ante
los ojos del escritor adulto (y ante los nuestros) en su torpeza e ingenuidad. Nada
del otro mundo; humano, demasiado humano.
Pero Álvaro descubre más que eso: descubre también que todos a su alrededor actuaban
por motivaciones similares, compelidos por un afán vindicativo, en una especie
de “huída hacia adelante” que multiplica y propaga el caos, el sufrimiento y la
confusión emocional. La fanfarronería, la dureza y tantas otras convenciones y
rituales de la vida adulta, no son más que máscaras para disimular nuestra
precariedad, nuestra absoluta vulnerabilidad humana. Pero la socialización
exige que demos ese paso. Hacerse adulto es convertirse, poco a poco, en un
buen hijo de puta. Y cuanto antes lo hagas, mejor. Tal vez sea esta la orfandad
a la que alude el título.
Y aquí surge mi segunda pregunta: ¿acaso Álvaro, el adulto
que está escribiendo, es capaz de sentir piedad, de sentir compasión, hacia sí
mismo y hacia los otros personajes, cuando hace este descubrimiento? Mi
respuesta es: no. Pero seamos más
precisos, “piedad” y “compasión” son términos ambiguos.
Reformulo mi pregunta: ¿Acaso Álvaro, el adulto que
está escribiendo, es capaz de aceptar y asumir su vulnerabilidad de entonces,
sus debilidades de entonces, y la de los otros a su alrededor, sin reprochárselas
ni censurarlos por ellas? Lo digo más radicalmente: ¿es acaso ser débil una
debilidad? A mi juicio, el escritor de esta historia juzga a sus personajes
como si así lo fuera.
En este sentido, Álvaro, el escritor de Los huérfanos del absoluto, termina
pareciéndose a los protagonistas de los otros cuentos del libro, pues ha
asumido el mundo adulto como una máquina infernal en donde la debilidad no está
permitida y en donde estamos, por tanto, condenados a sufrir y a reproducir la
violencia.