jueves, diciembre 22, 2005

Desnudar la desnudez

Como el monótono zumbido de los abejones, hace muchos años escucho el nombre de Clarice Linspector, reputándola como uno de los escritores más originales del siglo XX.

Solo ahora, sin embargo, llega a mis manos su “La pasión según G. H.”

Su lectura tiene un efecto vivificante y devastador. ¿Qué es esto? ¿Una novela? ¿Un libro de filosofía? ¿Una meditación sobre el ser? ¿Un trance iniciático? Es todo eso y mucho más, o tal vez, como preferiría ella misma, mucho menos...

Es un progresivo despojarse de todo, un acto de magia para desnudar la desnudez, un batir de alas en la nada para que resplandezca la oscuridad. Es la carne macerada, disecándose a sí misma. Persiguiéndose. Es el testimonio de una redención y de una perdición. (¿Puede haber una sin la otra?) Es un problema tratar de parecer inteligente cuando hay que hablar de libros así. La vida se resiste, se resiste a ser dicha, encasillada, mancillada y manipulada en las palabras. Y sin embargo ella, Clarice Linspector, roza, reza peligrosamente el límite de lo indecible. Deliciosa caricia a tu mente para que te animes a una caminata en el borde del suplicio, del silencio... Take a walk on the wild side.

Las palabras son galimatías. Trucos. Juegos. Miguitas de pan que dejamos con la ilusión de que signifiquen algo, de que señalen en alguna dirección.

Esta novela desvela. Hace trizas y atiza el fuego, al mismo tiempo que aviva la sed. Libro raro, ensimismándose en su camino de sombras. “Una incursión en el desierto”. Una tropelía, una insolencia, una hijueputada, una provocación maravillosa.

Una excursión a las fronteras del yo en búsqueda del ser. ¿Será eso? Todo lo que diga puede ser usado en mi contra y no dice nada de ella, del libro, del texto, de la meditación. ¡Santa condenada, reputísima virgen vestal, qué alto tu vuelo en las profundidades!

Si al menos un susurro de esas sombras se agitara en tu mente bailarías conmigo esta tarde...

domingo, diciembre 04, 2005

La última novela de Rosa Montero


Mi año literario inició con la lectura de La loca de la casa, de Rosa Montero, regalo navideño de una buena amiga. No había leído otras obras de esta autora, y ese brillante libro-ensayo dedicado al proceso de creación literaria me reveló a una escritora de pensamiento original y profundo conocimiento y amor por la literatura.
Ahora, cuando casi concluye el año, llega a mis manos su última novela, Historia del Rey transparente (Alfaguara, 2005).

En esta extensa novela la escritora española recrea en diversos planos y desde varias perspectivas el mundo medieval. Por un lado se trata de una obra que dialoga permanentemente con las novelas fantásticas de la época, muy en particular con las de la saga del Rey Arturo (los Caballeros de la Tabla Redonda, Merlín El Mago, etc). Por otro lado, la obra nos propone un cuadro verosímil y bien documentado –aunque sin pretensiones de rigor historiográfico–, de algunas de las contradicciones y características más notables de la Alta Edad Media en Europa occidental. Por último, es también un relato de aventuras: el del destino fabuloso de la joven protagonista de la obra, Leola, quien habiendo nacido sierva de la gleba, se convierte en el Señor de Zarco, caballero y mercenario, para culminar su loco peregrinaje por este mundo en calidad de mujer de letras y conocimiento.
Estos tres códigos narrativos –el de la novela fantástica, el de la novela histórica y el de la novela de aventuras– se alternan y superponen a lo largo de las más de 500 páginas de la obra. Ciertamente el “salto” de un código o plano narrativo a otro no resulta siempre fácil de realizar para la autora ni de digerir para los lectores, pero tironeando alternativamente de uno y otro, la obra se lee, en líneas generales, con agrado e interés.
Una cuarta lectura que admite esta obra –y es esta la que más me interesó–, viene a ser la de una suerte de épica sobre la integración del siquismo. El peregrinaje de la protagonista por los campos del sur de Francia puede interpretarse, en una suerte de “gestalt”, como la progresiva integración de diferentes dimensiones o planos síquicos de un mismo ser. Así, el curioso grupo de aliados(as)/amigos(as) que en el curso de la obra va agrupándose en torno a la protagonista, vendrían a ser facetas o planos o dimensiones de ella misma.
Desde este punto de vista, la novela nos propone una visión del ser humano en donde el equilibrio –siempre fugaz y trabajosamente logrado–, se logra por la integración de los opuestos: Así, para alcanzar Leola su plenitud, ha debido “integrar” a la aldeana ignorante y a la bruja-curandera-sabia, al caballero de honor y al mercenario a sueldo, a la mujer y al hombre, al gigante-niño y a la enana-vieja, a la doncella virginal y al amante varonil y fornido, al Sordomudo Señor de las Letras e incluso a lo Desconocido... Solo cuando esta suerte de rompecabezas se ha completado –insisto, en una “gestalt” en donde los personajes son dimensiones internas que la protagonista va conquistando conforme avanza su aprendizaje de la vida–, alcanza ella la plenitud humana, precisamente en la Cumbre de la Montaña –representación simbólica por excelencia de la Sabiduría. Sea o no deliberado este plano alegórico, la novela, ciertamente, da lugar a él.
Desde esta perspectiva, el texto nos sugiere también una especie de “dialéctica” en el espíritu, según la cual es imposible avanzar en el camino de la evolución en línea recta, y más bien es inevitable dar rodeos, perder muchas veces la ruta e incluso adentrarse por sendas equivocadas, pues de otra forma nos será posible reconocer la acertada.
En el plano propiamente histórico, la autora hace una denuncia apasionada de los horrores del fanatismo religioso, relevando el horrible exterminio de seres humanos adherentes a sectas consideradas “heréticas” como la de los Albigenses (de la que nos ofrece un retrato amable y seductor) consumado por la Santa Inquisición bajo las órdenes del Vaticano.
Agradable –y por momentos incluso apasionante–, es fácil advertir en las páginas de esta novela a una escritora de talla y oficio. Me deja, sin embargo, la impresión de que mejores páginas suyas ha habido, y que seguramente mejores vendrán.

martes, noviembre 29, 2005

¡No!

No lo voy a negar: la negación es mi camino. Al menos eso dicen algunas de las personas que mejor me han conocido. Mis mujeres. La segunda y la tercera, para ser preciso. Eso me hace impenetrable y parco, en opinión de la segunda, y un poco mezquino, en opinión de la tercera. Con la primera nunca hablamos del asunto. Éramos muy jóvenes y nos traían sin cuidado estas cosas.

Si quisiera hacer un chiste, diría que antes de “mamá” o “papá” yo aprendí a decir “no”. Pero no es tan sencillo. Ni quiero hacer un chiste. Si he de ser honesto, diré que ni siquiera sé muy bien qué quiere decir esto de que la negación es mi camino. Sé, sí, lo que no quiere decir.

No quiere decir, por ejemplo, que no pueda ver la realidad tal cual es, o que la rechace, disfrace o embellezca con mis fantasías. A estas alturas de mi vida (tengo 43 años) he aprendido, o al menos he avanzado, en el duro arte de aceptar la realidad desnuda y peluda. Suelo juzgarme con dureza, aunque ya no con crueldad (un avance, según mi psicóloga, y estoy de acuerdo.)

Recuerdo ahora que Cioran define a Diógenes el Cínico como “un santo de la negación.” Salvo un par de anécdotas legendarias sobre su vida (la linterna en la plaza y el hombre justo, el barril) no sé nada de Diógenes el Cínico, pero eso me basta para saber que estoy muy lejos de algo parecido.

Para empezar no vivo aislado ni amargado ni mi vida es un desafío a Dios, al poder establecido ni a la sociedad. Esa condición ascética, radical; esa capacidad de lanzar un gargajo en el rostro de lo que nuestra época tiene por lo más sagrado, no es, ni de lejos, lo mío.

Yo, y no sé si avergonzarme al admitirlo, vivo razonablemente bien (en el sentido, como dicen los campesinos y la gente sencilla, de que “no me falta nada”); tengo bastantes amigos y amigas y, en el campo laboral, rara vez me falta algo que hacer...

No. No soy un santo de la negación. Incluso, como dirían las señoras del barrio donde me crié: “me doy mis gusticos”. ¿Cuáles? El vino, por supuesto. Tinto, por favor. No importa cuál mientras no sea vinagre, pero si es Merlot, mejor. Y la comida. En las buenas épocas, cuando las vacas gordas, la salida de rigor con mi mujer era ir a restaurantes. Una, dos veces por semana. Incluso tres. Una vez pagaba ella; la siguiente yo. Nos dábamos buena vida. No soy ningún asceta ni nada por el estilo. Más bien parezco un representante de esa “izquierda gastronómica” tan digna de caricatura: un mimado de la historia en plena crisis obsolescente y postadolescente. ¿Muy feo?

Tampoco soy un santo de la negación en el sentido que da Cioran a la expresión: la vida es un error, una equivocación, el universo debería desaparecer y todo sería mejor. No, nada que ver. Al contrario. Yo me maravillo de estar aquí...

A veces, de manera casi siempre inesperada (mientras camino por la Avenida Central, por ejemplo, o en el balcón de mi apartamento durante un atardecer, o en una caminata por las montañas) me paralizo y sin que medien palabras quedo alelado, suspendido, sintiendo cuán extraño, qué desconcertante y bello y único es ser, estar vivo; más aún, saber (y aquí sí hay pensamientos, imágenes) que estamos aquí, es decir, en este minúsculo y maravilloso grano de polvo y agua y viento llamado planeta Tierra, en la Galaxia y el Universo, y ya entre cornos, violoncellos, trombones y timbales, arrobado por la música de las visiones, pienso en, o me pregunto por, Dios, también: si será cierto que anda por aquí, por estos barrios, y qué pitos toca en todo este asuntillo. Y me fascina que la pregunta quede ahí, como una sombra en el agua o un rayito de luz que se filtra entre las hojas de los árboles. Nada más.
La negación es camino. Y aunque no tengo una idea muy precisa de lo que esto significa, espero averiguarlo en lo que me resta del recorrido.

jueves, noviembre 24, 2005

Los signos aciagos


Cosas así pasan todos los días: un adicto ladronzuelo se mete una noche cualquiera a robar en un taller mecánico, con tan mala suerte de que el sitio es resguardado por una pareja de perros rot-wailer, que de inmediato lo olfatean, se lanzan contra él y lo muerden ferozmente. Hasta aquí todo bien. El vigilante del taller encuentra unos minutos después a los perros trenzados sobre el hombre y trata de apartarlos, pero no lo consigue. Hasta aquí todo bien. Llama a la policía para que vengan a recoger al tipo y, de paso, le ayuden a apartar a los perros, que yace en medio de un charco de sangre, con los perros prendidos de sus extremidades. Hasta aquí todo bien. Llega la policía, llega la Cruz Roja, llega la televisión, y el hombre se desangra a vista y paciencia de todo el mundo. Nadie dispara a los perros. Finalmente, al cabo de un par de horas, los bomberos consiguen apartar a los animales con agua a presión. El hombre muere antes de llegar al hospital. Su agonía ha sido un espectáculo público que complació la sed de sangre de los telespectadores.

La historia, rigurosamente verídica, ocurrió en Costa Rica en estos días.

El hombre era nicaragüense pero eso nadie lo sabía cuando agonizaba entre las mandíbulas de los perros. Sin embargo, para un buen porcentaje de la población del país, ese detalle pasa a ser lo primordial. Una especie de vindicación, de exorcismo de un creciente odio colectivo ante los emigrantes provenientes de ese país, encuentra entonces expresión. La vida de los perros es de pronto más importante que la de ese hombre.

En la prensa, algunos juristas justifican lo ocurrido argumentando que el tipo se hallaba dentro de una propiedad privada. Una encuesta de opinión revela que cerca del 70% de mis connacionales está conforme con el desenlace de la situación.

Yo me muero de rabia y de vergüenza. Anoto estas fechas como un eslabón más –tal vez el más significativo– en el extravío que sufre mi país. Y me preparo para lo peor.

sábado, noviembre 19, 2005

Me adentro en la década de mis 40...

Me adentro en la década de mis 40 años, más o menos como lo hice en la de mis 30: separándome de una mujer, y con la convicción, entre esperanzada y ansiosa, de que tal vez en el futuro habrá otras.

Sin embargo hay diferencias...

El miedo, por ejemplo. Antes me gobernaba sin que yo fuera conciente de él; ahora nos hemos visto a la cara y sé por qué caminos inocula su veneno en mi ser. A mí el miedo nunca me ha paralizado; por el contrario, me ha empujado a actuar. Por ello puedo decir que he sido, en cierta forma, su títere, su esclavo.

Otra diferencia es la densidad del pasado, la nostalgia. Hace diez años vivía mi presente de manera más directa e inmediata; ahora hay un cúmulo mayor de experiencias, de historias, de recuerdos que me acompañan –médano, humus, fermento y lodo en el que a veces germino y otras me hundo-. Hoy los días caen sobre una capa de hojas que ya se han descompuesto y apelmazado... Esa es la naturaleza del tiempo en la conciencia humana: sedimentarse como estratos superpuestos, que nos van constituyendo.

La certeza de haber amado y de haber sido amado es hoy más viva que antes, aunque también lo son la certeza de los equívocos y del poder del ladrido amargo de la neurosis. “Neurosis”: fea palabra de cuño médico, científico, pero no encuentro otra para designar el ruido interno que a veces nos tiraniza, la fatalidad que nos lleva a actuar como autómatas en la dirección de nuestra desdicha.

Hoy, esta noche serena, una luz amable ilumina mi vida, pero hace apenas unas horas eran la ansiedad, la compulsión, la fantasía rota y enfermiza disparada en cualquier dirección.

miércoles, noviembre 16, 2005

Dos

"Somos hijos de nuestras creaciones"

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"La fealdad no es otra cosa que lo informe"

sábado, noviembre 12, 2005

En diálogo con Jünger

¿Pero existe, en verdad, alguna diferencia de fondo entre los campos de exterminio nazis y el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki?

jueves, noviembre 10, 2005

El barquero de la Luna

Encaramado en el lomo de la luna
con la perdiga impulsa

pausado

la nave

Silencio Tránsito suspenso

La noche chapotea su espuma
y a lo lejos se alza el día

¿A quién canta
el barquero de la luna?

¿Quién lo acompaña en su viaje?


noviembre 2005

Mirada y percepción

Miramos con los ojos pero percibimos con el ser, y el ser es, entre otras cosas, la historia. Por eso es imposible que, ante un mismo objeto, dos personas perciban lo mismo.

miércoles, noviembre 09, 2005

In Memoriam, Manuel Cárdenas

Hace algunos meses desperté en plena madrugada presa de un ataque de pánico. Aunque estaba completamente despierto, me dominaba la sensación de que había “alguien” dentro de mi habitación. No conseguí reunir el valor suficiente para voltearme hacia el costado donde adivinaba que se hallaba esa presencia. Finalmente, luego de unos minutos angustiosos, pude serenarme y conciliar nuevamente el sueño.

Esa madrugada, más tarde, tuve un vívido sueño con don Manuel Cárdenas, a quien tenía muchos meses –y quizás años–, sin ver.

Don Manuel fue un rebelde con causa, lúcido y disconforme durante toda su vida. Vegetariano que no despreciaba un cigarrito o una cerveza cuando se le presentaba la oportunidad, ambientalista comprometido, amigo personal de Edmond Bordeaux y, en su juventud, secretario personal del líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán, vino a recular a Costa Rica, como tantos extranjeros, en una suerte de exilio que le fue, al mismo tiempo, duro y acogedor.

Recuerdo ahora una conversación en la que me contó acerca de un proyecto de vivienda popular que había dirigido años antes, en Ecuador. Defendió la tesis y persuadió a los beneficiarios de que no debían recibir las casas gratuitamente, pues aquello iba en contra de su dignidad y los denigraba. También recuerdo otra conversación en la que me habló del ajedrez como la escenificación de un combate entre las fuerzas luminosas y las fuerzas oscuras del mundo.

Tras soñar con él aquella madrugada, escribí un breve poema que entonces no publiqué porque no tenía forma de saber si, en efecto, Don Manuel había muerto, como me lo anunciaba el sueño. Ahora un amigo común me confirma que don Manuel había muerto varios meses antes de que aquella madrugada en que me soñé con él:


“El descanso no es un regalo:
hay que ganárselo”

me decías en el sueño
en el que nos despedíamos

Y me decías también:

“Veintiséis años caminamos juntos”

(Y yo me preguntaba
–y me pregunto–
“¿Tantos?”)

Te daba un beso en la sien
y así nos separábamos

Que la tierra te guarde
con la misma ternura
que nuestros corazones


lunes, noviembre 07, 2005

Anochece...

La angustia se me enrosca en el vientre y me estrangula despacio. Mi vida comparece como una cadena ininterrumpida de fracasos. El vacío reina alrededor, aunque a lo lejos las montañas resplandezcan y la atmósfera de esta tarde de noviembre sea límpida y liviana. Alcanzo a percatarme de ello pero lo miro todo como si no tuviera que ver conmigo. No hay autocompasión ni patetismo en mi ánimo, solo esa sensación de naufragio, de algo hundiéndose en lo hondo; algo pesado e inútil astillándose.

Durante demasiado tiempo he vivido eludiendo estos momentos. Siempre hay una forma de huir: hacia unos brazos que te esperan, hacia la pequeña y salvadora rutina doméstica, hacia las calles y su torbellino anónimo. O el Yoga, claro (o los aeróbicos o el futsala, da igual...) Agarrarse del cuerpo y su respiración, de la sabiduría de las células para no desarmarse, para no partirse. Concentrarse en lo más primario, en lo más elemental, como quien se aferra a un tronco... Huir de la nada, huir del naufragio... Ese pequeño naufragio que llega cada día, al anochecer.

Otras veces he estado aquí. Es pasajero, lo sé. Es la noche abriéndose paso... Sé bien que al cabo de unas horas todo esto me resultará extrañamente irreal; será como si nunca hubiese ocurrido. Sentiré mis pies afirmados sobre la noche y no hundiéndose en estas arenas movedizas (pues no es la noche la que me resulta turbia y amenazante, sino este sucumbir, este deslizarse, este irremediable desvanecerse del mundo...) Y sin embargo, esa certidumbre no hace menos real estos sentimientos, estas sensaciones. Este instante.

Anochezco. Anochezco despacio...

Texto, tejido, tapiz...

Componer un texto como un tejido: no solo hilando diferentes historias o hilos narrativos, sino superponiendo a ellos “encajes” y “bordados”, es decir, otros planos textuales. Estas “figuras” sobreimpuestas a los hilos propiamente narrativos, serían las encargadas de darle riqueza, profundidad y relieve al tejido. Desde este punto de vista, el arte máximo es el tapiz, donde los hilos son los que dibujan o “componen” las imágenes o figuras. De alguna forma, algo de esto se adivina en el “Cuarteto de Alejandría” de Durrell. Las narraciones dibujan una suerte de figura plástica, de mosaico que solo es visible al final. Esta es otra forma de acceder a la alegoría, a ese “segundo nivel” de significación que es lo que diferencia, muchas veces, una obra literaria de una simple anécdota.

domingo, noviembre 06, 2005

Jünger y sus “Diarios de la II Guerra Mundial”

Sorprendente la cantidad de imágenes vívidas –de vivencias–, acerca de la naturaleza, alcances y características de aquella guerra que contienen estos diarios. Jünger se pasea por los campos de batalla como un testigo lúcido del desastre –“de la aniquilación”, como gusta decir él–, pero en ningún momento pierde la perspectiva del dolor humano como centro de sus observaciones. En el frente ruso, antes de Stalingrado, avizora con absoluta claridad el desenlace del conflicto. Y desde luego, dentro de los límites de sus posibilidades, pone siempre de manifiesto su rechazo del nazismo. Dudo que una obra de ficción pueda recoger y condensar tal cantidad de experiencias. Y, a diferencia de lo que podría ser una novela testimonial –o peor aún: una obra de exaltación de los héroes o de una causa política o nacional–, aquí los sueños, las visiones y la imaginación, tienen una importancia enorme...

Además de las imágenes sobre el conflicto, las páginas de estos diarios abundan en anotaciones y reflexiones sobre el mundo animal –especialmente los insectos y los pájaros-, vegetal y humano; tampoco escasean las reflexiones sobre el arte y la literatura, sobre los paisajes, sus lecturas y su época. Ciertamente existen también los pasajes oscuros –hay un esoterismo manifiesto en muchas de sus anotaciones–. En cualquier caso, Jünger se aparta de cualquier tópico ideológico o político; es un individuo que en ninguna circunstancia renuncia a su derecho a una mirada personal –y por tanto única–, sobre las situaciones que le han tocado en suerte. Así, el texto es un tejido en el que superponen sus observaciones sobre varios planos o niveles de la realidad.

Sorprende también su ecuanimidad en medio de las circunstancias límite en que le correspondió vivir. Como un hombre que se ha propuesto “cultivar su espíritu”, se concibe a sí mismo como su propio producto, como su propia obra... La densidad y riqueza de su pensamiento –que a veces roza las alturas proféticas–, convierten a estos diarios en una obra que, más que leer de un tirón, conviene frecuentar de tanto en tanto. Para muestra un botón: “Cuestión digna de estudio: las vías por las que la propaganda pasa a convertirse en terrorismo. Precisamente sus comienzos han ofrecido muchas cosas que se olvidarán. El poder camina con patas de gato; astuto y sutil.” (1 de mayo de 1941)

viernes, octubre 21, 2005

Apuntes de viaje

Parte del trabajo literario consiste en hurgar en la basura: levantar las alfombras y ver qué hay escondido ahí. En Costa Rica, ante la ausencia histórica o la debilidad de otros mecanismos de dominación, se ha desarrollado una presión asfixiante hacia el consenso. La pieza medular del discurso de la dominación son los mitos de la igualdad y de la paz; en la medida en que los escritores ponemos en entredicho estos “mitos”, somos sancionados con el ostracismo y el aislamiento...

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En Costa Rica, a los únicos escritores a los que se concede alguna importancia, es a los muertos, porque esos no incomodan a nadie.

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Ángeles
de la belleza
me visitan
en sueños

Cantan a coro
poemas de García Lorca
que me conmueven
hasta el llanto

Despierto
tocado por la gracia
en llamas

gimiendo

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A propósito de este sueño:

A falta de la belleza, el artilugio y el ingenio que dominan la mayoría de las obras de arte que vemos, son un buen sucedáneo, pero la belleza es simple, alegre, franca, directa, inefable... Expresa no la vida, sino la experiencia de la vida, traducida o condensada en sentimientos y emociones. Por eso la belleza puede ser triste o alegre, dolorosa o ligera... Comunicar la belleza exige de nosotros elaborar la experiencia vital hasta condensarla y expresarla en formas insufladas de emoción...

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¡Alguna gente se comporta como si el tamaño (o la historia) de su país, los hiciera más grandes a ellos!

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En la plaza de Chueca, Madrid.

Son las 7 de la tarde de un viernes de octubre. Oscurece despacio y las gentes regresan a sus casas en medio de una alegre agitación. Los niños juegan, y los perros. Vinos y cervezas, vendedores ambulantes, ladronzuelos y mendigo van y vienen como si no existiera yo. Y sin embargo hago parte de la escena: el que lo mira todo con tristeza apacible y dialoga en silencio con su corazón...

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La tristeza
huele a tierra
sabe a musgo

Me acaricia
con sus besos
roncos besos

En sus manos
soy sereno

Me disuelvo.

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El “reloj astronómico” de la Catedral de Lyon: un fabuloso ingenio que data de mediados del siglo XIV, aparece mencionado por primera vez en un documento de 1380. Además de señalar las horas y los minutos, informa también del día y del año, de la posición del sol en relación con las constelaciones, del santo al cual está consagrado cada día... Dos o tres veces cada jornada, en lo más alto del mecanismo –que se alza en forma de una torreta hasta los 5 metros de altura-, se pone en marcha una suerte de “teatrino” en el que se escenifica el Día del Juicio, con música y redoble de tambores incluidos... Toda una escenificación del Cosmos cristiano.

En el reloj, la cuenta de los años concluye en el 2018. Lo increíble, lo fascinante, es que quienes lo concibieron y construyeron en 1350 pudieran proyectarse hasta nuestros días, con la convicción de que ese mundo –el mundo de las catedrales, el mundo de la cristiandad–, continuaría entonces vigente y en pie, y que los símbolos y referencias que ellos concretaron ahí, serían comprensibles para nosotros, como, en efecto, lo son...

Cuando pienso que el reloj data de una fecha que antecede en más de un siglo a la llegada de los europeos a América, inevitablemente pienso que, por esas mismas fechas, en los grandes centros de población de nuestro continente, debía haber artesanos, poetas, escultores, creando sus obras con la misma convicción, con la misma seguridad de que mil años después, lo que ellos hacían sería apreciado y comprendido... Y sin embargo, ¡qué destino tan diferente corrieron sus creaciones! Hoy las miramos con la fascinación y extrañeza con que contemplamos, desde una orilla, la distante orilla opuesta de un abismo...

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En Madrid, a finales de octubre, mi primer encuentro con Ernst Jünger. En una librería, tomo el primer volumen de sus diarios y lo abro al azar, y desde las primeras frases me cautiva la elegancia y transparencia de su prosa, la serenidad y desapego de su inteligencia. De entrada siento que es uno de esos libros que “fueron escritos para uno”.

Luego, tan pronto inicio su lectura, ese sentimiento encuentra una constante confirmación. Y es –extrañamente-, como si mi interés infantil por la Segunda Guerra Mundial encontrase aquí una nueva justificación, una nueva razón...

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Dos detalles de mi última visita al Prado:

1) En el "Perro semihundido" de Goya, he creído descubrir una sombra, una mancha de color apenas perceptible, quizás en verdad inexistente, a la que el perro, en su desesperación, implora sin palabras ante la inminencia de su muerte. ¡Qué terrible metáfora de nuestra propia condición!

2) En el nuevo (?) montaje del Museo, se hace visible el anverso del retablo El Jardín de las Delicias, del Bosco. ¿Y qué está pintado ahí? Un huevo cósmico. La pura potencialidad del ser. A partir de ello, nos es dable imaginar la siguiente escena: el retablo cerrado, mostrando el huevo gris y opaco. En el silencio de la capilla a la que estaba originalmente destinado el retablo, estallaría en nuestra mirada, al abrirlo, el mundo fulgurante del Bosco, el tríptico con su Edén, su mundo de corrupción y pecado y su Juicio Final... La versión cristiana del Big-Ban.

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El asunto de fondo en las naturalezas muertas, no es la materia ni la forma, sino el tiempo.

miércoles, septiembre 28, 2005

A propósito de Francia

La semana próxima viajo a Francia, invitado por la organización “Espaces Latinos”, con sede en Lyon. En esa ciudad participaré en varios encuentros con el público lector, promocionando la edición francesa de “Los Petroglifos” publicada hace un par de años por la MEET. La actividad se denomina “Belles Latinas” y en ella estarán presentes una veintena de escritores latinoamericanos, la gran mayoría brasileños, pues la edición de este año está dedicada a ese país. De Centroamérica estaremos el salvadoreño Horacio Castellanos –buen amigo-, y yo. En lo personal, también aprovecharé para presentar el documental “Las Armas de la Violencia” en Lyon, Madrid y Barcelona, si todo sale bien.

Tengo bastantes años de no visitar Europa. De hecho, no he estado nunca en la Europa del Euro. (Ayer, cuando fui a comprar algunos euros para el viaje, fue la primera vez que vi algunos de esos billetes.)

Pero nada esto tiene importancia. Todo es para rescatar de la gaveta un par de textos escritos durante mi última visita a Francia:


Elegancia francesa
Con Nacho en el Museo...
Los franceses gozan de merecida reputación en lo que a elegancia se refiere. Además de marcar la pauta en asuntos como la moda o la perfumería, son célebres por la importancia que conceden a la presentación de sus deliciosos platillos. Aún las mujeres sencillas o de dudosa belleza, suelen comportarse con gracia y naturalidad, al punto de volverse atractivas.

¿Pero quién negará que la expresión máxima de la elegancia francesa es su gusto por el lenguaje? No es casual la celebridad de tantos escritores franceses, cuya elocuencia y originalidad resultan palpables aún traducidos a otras lenguas... Nos equivocaríamos groseramente si creyésemos que tal gusto por la palabra es privativo de literatos y poetas. Antes bien, debemos de considerarlos a ellos como el resultado de una tendencia viva en toda la sociedad.

Así, por ejemplo, la actividad en virtud de la cual alcanzó su esplendor máximo el hermoso burgo de Nantes, allá en el s. XVIII, es conocida de manera conveniente, cartesiana y aséptica, como el comercio triangular, aún cuando no es otra cosa que la trata de esclavos.

He ahí las delicias de la civilización.


Paris de seis a nueve

Para María Lourdes y Carlos Cortés.


París está esculpido en un gran pastel de moca

Pasas del Magreb
dátiles de Egipto le dan sus mejores aromas

Sobre el cielo se tiende un arcoiris

Bajo los puentes
los junkies alucinan junto a inútiles palomas

Arden cucarachas

Camino por los brazos de una mujer dormida
por el verano

Los turistas se pasean por las catedrales
como por los restos
de un gran dinosaurio

Extraños objetos de culto: La Mona Lisa
La Torre Eiffel El Arco del Triunfo

Grutas y falos
comunicados por los puentes

Cada francés se considera hijo de Napoleón

Venden vino y queso y palabras

Los mendigos son
los más caros del mundo

domingo, septiembre 18, 2005

...Y derramé abundantes...

...Y derramé abundantes
lágrimas sobre la tierra

con la esperanza

que de mi dolor
algo naciera...

setiembre 2005

lunes, septiembre 12, 2005

Prisiones (un sueño)

Anoche –en medio de sueños lúcidos, agitados y angustiosos-, en determinado momento un amigo me lleva ante la presencia de Ruymis, una mujer de edad mediana, un tanto gordita, cuyo único atractivo son sus ojos de distinto color. También su nombre me resulta fascinante y así se lo digo.

Ruymis me dice que ha leído todos mis libros, y que lo que la sorprende es el hecho de que en todos ellos, hay un personaje en prisión.

Su observación –algo en lo que jamás había reparado-, me produce un estremecimiento.

En efecto, el Ricardo Morúa de “La Estrategia de la Araña” sale de prisión única y exclusivamente para consumar su suicidio; en “Mundicia” el presidio es reemplazado por un Hospital Psiquiátrico, pero al igual que Morúa, Cabizmundo, el protagonista, sale de ahí apenas para enfrentar su destino. En “La Torre Abolida” es la sociedad toda la que se ha convertido en una suerte de prisión para los hermanos Palma. En “Figuras en el Espejo”, cuya inspiración autobiográfica es muy fuerte, Oswaldo, el protagonista, es prisionero de una sentencia terrible grabada en su inconsciente, de la que solo consigue librarse a costa de grandes esfuerzos y sufrimientos. Finalmente, en “El Nudo” Antonio Montani, el amigo de Luis, cae preso, y luego lo hacen también "Macho Chingo" y "El Cholo", aunque en sentido metafórico todos los personajes principales son prisioneros de una misma y sola decisión.

En el sueño, le comento a Ruymis que a inicios de este año leí “La Loca de la Casa”, el excelente libro-ensayo de Rosa Montero sobre la imaginación y la escritura, y que ahí la autora confiesa que a ella le sucede lo mismo con los enanos. Casi a su pesar, y sin que lo advierta, un enano o una enana se desliza subrepticiamente en todas sus novelas.

Cuando el sueño concluye, me despierto para escribirlo. Solo entonces caigo en cuenta del nombre de mi profetisa: Ruymis. “Ruy”: Rodrigo. “Mis”: mujer.

miércoles, septiembre 07, 2005

Los ríos de sombra

Uno nunca sabe si lo que está escribiendo llegará a convertirse en un libro o si quedará como una experiencia personal, si no pasará de ser un intento fallido como tantos otros, o si el material que produjo servirá luego para alimentar otros proyectos. En todo caso, “Los ríos de sombra” es el título de lo que estoy escribiendo desde hace un tiempo. Jamás había escrito una presentación para uno de mis proyectos. Hasta ahora:


No es mi propósito encaramarme, con Jodorovsky, en “el árbol donde mejor cantan los pájaros” –el genealógico–, ni mucho menos aventurarme en el difícil –por trillado– sendero de la novela que recrea de manera apenas embozada la saga familiar del autor. La literatura latinoamericana –y presumo que la mundial–, abundan en esto. Mucho menos pretendo insinuar o tomar partido por alguna teoría acerca de la forma como las pasiones o los sufrimientos se transmiten de una generación a otra y tejen con nosotros historias de las que nos sentimos protagonistas, aunque tal vez no seamos más que títeres o corifeos. “Estamos tejidos de la misma materia que los sueños”, avizoró Shakespeare.

Supongo que mi pretensión es al mismo tiempo menor y mayor que eso. Lo que quiero es indagar aquí en la existencia de mis dos abuelos –personas a quienes jamás conocí–, pero cuyos ecos –sospecho–, reverberan en mi propia vida de diversas maneras. De modo que esta indagación trata ni más ni menos sobre la vida de ellos en la mía, sobre el influjo que la existencia de personas que nos anteceden en el tiempo tiene sobre la nuestra, aunque la mayoría de las veces lo ignoremos.

De entrada admito que este intento estará marcado por las mistificaciones –no hay mayor mistificación que la historia, que cualquier historia que pretenda referir o (peor aún) reconstruir una realidad que ya no existe– pero me propongo evitar, hasta donde sea posible, el artificio literario: no inventaré aquello que ignoro ni organizaré los datos con miras a crear un efecto o una impresión determinada.

Los nombres de los protagonistas han sido conservados, pero me temo que aún así, cualquier coincidencia con la realidad no será otra cosa que eso: una pura coincidencia.


domingo, septiembre 04, 2005

La espera

qué delicia
el río

besando

las dos orillas
de la noche

que retozo
el viento
que acaricia
la tierra

que espeso
el humus

de la espera



setiembre 2005

jueves, agosto 18, 2005

Un apunte sobre la escritura

Construirse escritor es inventar un interlocutor al que uno habla, al que uno escribe. En mi caso, una interlocutora. Es, en fin, eso: ir, progresivamente, desvelando e inventando a ese/a que escucha, esa que atiende, “que no es otra cosa que otra dimensión de uno mismo” (sentencia el analista, el museógrafo, el estudioso a secas.) Para Ella me desboco, para Ella hablo a solas, para Ella me desvivo: para Ella me hago puto, playo, travestido. No hay límites en esta entrega, no hay condiciones. Me desdoblo y arremeto, trabajo escarbando en mis detritus, en la nada que me habita. Al final todo es un juego de palabras que destellan y echan chispas. Todo es abandonarse al lodo primigenio. Y mascar carbón con la esperanza de que sea diamante para alguien.

Lo maravilloso es que cuando le hablo a Ella yo mismo me descubro, yo mismo me sorprendo. Desnudo me abandono al fluido, al espejismo fiel de las palabras.

Y en esa entrega emerge algo y burbujea.

(No comprendo lo que digo y sin embargo estoy de acuerdo. La gracia es esa. Creo.)

martes, agosto 16, 2005

Un apunte sobre el deseo

Como un niño, a lo largo de mi vida he considerado bueno lo que deseo. No importa que muchas veces haya chocado de cabeza contra la pared, constatando lo equivocado que puedo estar: hay una especie contorsión de la razón para justificar lo que deseo: quiero algo, luego es bueno.
De pronto se me abre en la mente (como una granada) la idea de que es posible desear lo que considere bueno. Puedo desear aquellas cosas que estime buenas, pero no necesariamente es bueno todo lo que deseo. Este desplazamiento supone un cambio en el punto de partida que me deja perplejo. Se me plantea, entonces, de golpe, el problema del bien. Si no es necesariamente bueno todo lo que deseo, ¿qué es, entonces, lo bueno? Y por lo tanto ¿qué es bueno desear?

lunes, agosto 15, 2005

TLC y "Seguridad Nacional"

Hace algunas semanas, cuando en los Estados Unidos la suerte legislativa del TLC resultaba incierta, el presidente de ese país, George W. Bush, comprometió todos sus esfuerzos para lograr su aprobación. Además de apersonarse, él y su Vicepresidente, en el Congreso, el cabildeo y las presiones sobre quienes titubeaban o se oponían fueron constantes.
Uno de los argumentos utilizados por el Presidente Bush para abogar por el CAFTA –según informaron abundantemente los medios de comunicación–, afirmaba que el Tratado no era solamente una cuestión comercial, sino un asunto de seguridad nacional. De hecho, es dable suponer que este argumento pudo allegarle algunos votos en la crítica votación.
Quienes en Costa Rica defienden el Tratado han de haberse estremecido y susurrado para sus adentros algo así como: “¡Compadre no me ayudes!” Pues el argumento del presidente Bush confirma algo que, quienes nos oponemos al TLC, hemos venido sosteniendo: que el Tratado no es solamente un acuerdo comercial, sino que tiene implicaciones que trascienden, por mucho, ese plano. A confesión de parte relevo de pruebas, dicen los abogados.
Es legítimo que un país orqueste una política de seguridad nacional que incluya acuerdos comerciales. (De hecho, hasta podría decirse que es inteligente que sea así..)
Lo desde este lado de la cancha nosotros tenemos que preguntarnos, es qué pitos tocamos ahí. Es decir, si el CAFTA hace parte de la política de seguridad nacional de los Estados Unidos, ¿cuánto compromete nuestra propia seguridad –o si se prefiere-, nuestra autonomía nacional? ¿Estamos dispuestos a suscribir un acuerdo comercial que declaradamente es parte de la estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos? ¿A cambio de qué y por qué? ¿Seremos solo una ficha en el tablero donde otros juegan, o con un resto inteligencia y dignidad seremos capaces de jugar nuestro propio juego, en asocio con otros?

miércoles, agosto 10, 2005

Con los pies en el agua

Camino por el borde de la lluvia

Me acurruco en el silencio
o me columpio en el canto
de un jilguero

Poco a poco
hago sueño mi vida

A veces
cuando respiro
me hago líquido
y soy
un río que despierta


junio 2004

lunes, julio 18, 2005

¿Somos todos asesinos?

Casi a diario, leemos en los diarios noticias así. Y sin embargo, hay algo deslumbrante y aterrador en la novela A Sangre Fría (In Cold Blood, 1966) del escritor estadounidense Truman Capote; algo que nos mantiene electrizados, conteniendo el aliento, a lo largo de sus más de 300 páginas. ¿Pero qué es?

Basada en un suceso real ocurrido en 1959 en un pequeño pueblo de Kansas, en el que dos rateros recién liberados del presidio asesinan a cuatro miembros de una prominente familia de granjeros, el autor no recurre al expediente del suspenso para mantener nuestro interés, pues desde el inicio de la novela conocemos la identidad de los asesinos y la suerte de las víctimas. Capote se cuida, eso sí, de vedarnos los detalles de lo que ocurrió en el breve lapso de una hora durante el cual los asesinos consumaron la matanza, pero no es eso lo que nos mantiene, como lectores, en vilo, experimentando una mezcla extraña de horror y fascinación, como si estuviésemos a punto de ser testigos del choque frontal de dos locomotoras y no pudiéramos hacer nada para impedirlo. ¿Qué es, entonces, lo que nos ocurre?
Tal vez, como Hitchcock, Capote asume el relato como el arte de manipular las emociones del espectador –en este caso del lector–, y se las arregla para colocarnos, sucesivamente, en el lugar de las víctimas, de los vecinos del pueblo, de los policías a cargo de la investigación y, por supuesto, de los asesinos. De esta forma, poco a poco, lo ocurrido aquella noche de noviembre en el pueblo de Holcomb, emerge ante nosotros como una tragedia absurda pero inevitable, y nos coloca ante la espantosa precariedad de nuestras vidas, la fragilidad de la existencia humana, lo ilusorio y a menudo vano de nuestros esfuerzos cotidianos. Pero no solo eso.
Escrita a partir de brillantes diálogos y descripciones, prescindiendo casi por completo de juicios y valoraciones morales –tributaria, en este sentido, del reportaje periodístico– A Sangre Fría nos enfrenta asimismo a hondos problemas éticos, el primero de ellos relativo al mal o, para despojarlo de resonancias metafísicas, de la maldad o la destructividad humana. ¿De dónde surge, cómo se gesta y se desata? (“Me envían a un mundo mejor de lo que este fue para mí”, son las últimas palabras de uno de los asesinos, minutos antes de ser ahorcado.) Desde luego, la novela también nos enfrenta –¡y de qué manera!– al problema de la responsabilidad sobre nuestros actos, el problema ético por excelencia. ¿Son responsables –y hasta qué punto o de qué manera–, los asesinos de la familia Clutter de sus acciones? Por último –y no menos importante–, el debate en torno a la pena de muerte queda también planteado.
Para encumbrarse a esas alturas, los componentes del relato deben estar cuidadosamente dispuestos, como los ingredientes de un pastel deben estar bien mezclados para que este crezca. En otras palabras, todo esto es posible solo a partir de una cuidadosa construcción del relato y de una brillante caracterización de los personajes. Y es aquí donde Truman Capote despliega sus fabulosas dotes narrativas.
La novela se abre con el último día de vida de las víctimas, y concluye con el último día de vida de los verdugos. Entre uno y otro momento, el relato avanza de manera lineal, pero en su decurso se intercalan evocaciones y recuerdos de los personajes principales o de personas que los conocieron y trataron con ellos.
Para obtener esta enorme cantidad de documentación, enriquecida luego por su imaginación literaria, Capote se instaló en el pueblo durante varios años y entrevistó a los vecinos, además de tratar a fondo a los asesinos mientras aguardaban la ejecución de su sentencia de muerte.
Los personajes son caracterizados de tal manera que se instalan en nuestra imaginación de manera indeleble –la dulce adolescente Nancy, y su recto y diligente padre, Herb Clutter, son, entre las víctimas, personajes inolvidables– y, por supuesto, también resulta perturbadora y memorable la mirada en profundidad –a veces compasiva, a veces comprensiva, a veces inquisitiva–, sobre el alma y la vida de los asesinos. Así se dibujan ante nuestros ojos dos personajes retorcidos y atormentados, pero desesperadamente humanos, de un lado victimarios desalmados, ciertamente, pero del otro víctimas de su historia y merecedores de compasión.
Pero ¿por qué habrían de merecer ellos la compasión de la que carecieron para con sus víctimas? En el libro, por supuesto, alguien plantea esta pregunta que Capote deja sin responder. Tal mirada en profundidad, capaz de hurgar hasta en lo más profundo de la contradictoria humanidad de los asesinos, nos revela, inevitablemente, algo de nosotros mismos, en tanto descubrimos que ellos registran sentimientos y experimentan necesidades que no nos son ajenas: amor, reconocimiento, cuidados, atención, etc. El envilecimiento, el extravío, no es, entonces, un destino señalado de antemano, sino el resultado de una suma aleatoria de circunstancias externas y pequeñas decisiones, y por tanto, nadie puede decir con certeza: “de esta agua no beberé”.

Pero ¿somos todos asesinos en potencia? Tal vez, esa es la pregunta de fondo que nos lanza el libro en el rostro. Tal vez esa es parte de la fascinación que continúa ejerciendo sobre nosotros, tantas décadas después de su publicación.

viernes, junio 17, 2005

El hippismo milenarista

En su obra “Mefistófeles y el Andrógino”, el filósofo de las religiones Mircea Eliade reseña las características de los movimientos milenaristas que surgieron en la Polinesia durante la primera mitad del siglo XX. Ahí, apunta que la aspiración o el llamado profundo de dichos cultos consistía en “emanciparse de las leyes, de las prohibiciones, de las costumbres”, pues ello conduciría a “encontrar la felicidad y la libertad primordiales, el estado que ha precedido a la actual condición humana y, en una palabra, el estado paradisíaco.” Y agrega que “abolido el antiguo orden, las leyes, las reglas y las prohibiciones perderán su razón de ser. Los tabús y las costumbres sancionadas por la tradición dejarán el puesto a la libertad absoluta; en primer lugar a la libertad sexual, a la orgía, ya que es sobre todo la vida sexual la que, en toda sociedad humana, está sujeta a las constricciones y tabús más severos.”

A la luz de estas consideraciones, escritas en 1959, es fácil descubrir el carácter milenarista del movimiento hippie que afloró en Estados Unidos en los años 60 del siglo pasado, y que en seguida se propagó a Europa Occidental y luego, mediante los medios de comunicación masiva, a buena parte del orbe. Lo sorprendente es que estamos ante un movimiento milenarista de inspiración laica, o más bien de inspiración religiosa sumamente vaga, pero que se difundió en sociedades crecientemente laicas. Por otra parte, dudo que otro milenarismo haya postulado como requisito para adherirlo pertenecer a un grupo generacional: “Desconfía de todo aquél que tenga más de 30 años”.

La adhesión a un culto de este tipo exige siempre un acto personal de renuncia o de ruptura con el orden dominante, lo que en los polinesios se tradujo en la destrucción de todas sus pertenencias de origen europeo u occidental, y en los hippies en el abandono del hogar paterno.

Otras características de los movimientos milenaristas se reconocen en el hippismo. En primer lugar, la estética andrógina. Según Eliade, al aspirar a un “retorno al inicio” –a los tiempos paradisíacos de la integración con el mundo y el Ser–, los movimientos milenaristas tienden a abolir las diferencias entre lo masculino y lo femenino. Tanto el hippismo como otros movimientos culturales de la época, impugnaron las fronteras entre los géneros vigentes hasta entonces en el mundo occidental.

En segundo lugar, su carácter “espiritualista” o seudoreligioso. Si bien en el caso del hippismo se trató de sentimientos e ideas religiosas difusas y poco estructuradas, es indudable que uno de sus motores fue la búsqueda de una vivencia espiritual más auténtica, toda vez que “la ruptura con la tradición supone el resurgimiento de una vida religiosa más auténtica e infinitamente más creadora”, en palabras del estudioso rumano.

Un lacónico comentario de Eliade sobre la suerte de los cultos polinesios ilumina también el destino del movimiento hippie: “Transcurrido el entusiasmo de los primeros días, se abre camino una cierta resistencia. La utopía prometida no se cumple; por el contrario, la destrucción masiva de los bienes ha empobrecido a regiones enteras. Y lo que es más, los indígenas deploran el nudismo y la promiscuidad orgiástica.”

Hay, diríamos, una suerte de “pulsión” que toma forma cíclicamente en las sociedades humanas, que se expresa en la forma de movimientos y cultos milenaristas. Surgidos tanto en el Occidente cristiano como en los más diversos contextos histórico culturales, estos cultos y movimientos son siempre “heréticos” en tanto se proponen como ruptura radical con un orden y una tradición. Desde este punto de vista, el hippismo puede e incluso debe ser considerado como la última expresión que hasta la fecha ha conocido el llamado mundo occidental, de esa suerte de pulsión milenarista que no es más que una expresión del profundo anhelo de renovación que anida en el espíritu humano.

lunes, junio 06, 2005

Sin Garantías

- 1-

Uno se decía siempre: “Si no hago esto hoy, podría morir mañana...” Y entonces comía, por ejemplo, una hermosa rodaja de pierna de cerdo, bien dorada en su propia abundancia, lustrosa en sí misma. O con la misma lucidez, se decía luego que podría morir mañana, y ante el terror de que la muerte lo sorprendiese sin haber tentado aquello, se lanzaba al vacío pendiendo de un delgado hilo elástico, desde un puente bajo el cual doscientos metros más abajo serpenteaba un río de espumas mugrosas y rugientes. Y así con todo lo que aparecía.

Uno murió temprano. Murió mañana.



- 2 -

Otro también pero al contrario. Vivía diciéndose que no lo haría porque podría morir mañana. Y se reservaba, se guardaba, se contenía. Practicaba rigurosa ascesis contra la vida.

Y también le sucedió. También murió temprano, también murió mañana.


- 3-

Sin comentarios. Así es la vida. Sin garantía.

miércoles, mayo 11, 2005

Todos queremos ganar

Por supuesto, todos queremos ganar. Quienes nos dedicamos a las artes y a estos menesteres cuya retribución no es precisamente económica, nos sentimos siempre merecedores de todos los reconocimientos y más. Y quizás los merezcamos. Quizás merecemos un reconocimiento por dedicarnos a quehaceres “inútiles” (aunque, por supuesto, hay que tener presente “la utilidad sutil de lo inútil” de la que hablaba Jolan Chang); merecemos un reconocimiento por atrevernos a desnudar nuestros temores, nuestras fantasías, nuestros sueños y nuestras perversiones, y por poner de manifiesto, de esta forma, que los seres humanos somos mucho más parecidos de lo que en principio estamos dispuestos a admitir, pues hay un limo, un fondo, un sustrato de sentimientos y de sensaciones comunes, y el trabajo de exhibirlo y devolvérselo a la sociedad, es valioso y meritorio.

Todos queremos ganar. Queremos un poco más de visibilidad, queremos tener la escucha y la atención de los demás. Queremos un poquito de fama –¿por qué no?– y, desde luego, queremos y necesitamos dinero, como cualquier mortal. Por eso todos queremos ganar un premio –cualquier premio, pero no hay muchos en nuestro país–, y sentimos que lo merecemos...

Yo he sido eterno candidato, nominado eterno a un Premio Nacional. (Obtuve uno con mi primer libro, hace más de 20 años, pero desde entonces ¡nada! ¡Qué barbaridad!) Y cada vez que publico un libro alguien me susurra al oído que mi nombre suena fuerte, que esta vez sí... A lo que respondo que no me interesan los reconocimientos oficiales, que los premios están desprestigiados, que se trata de un albur que no dice nada de la calidad de mi trabajo, pues son solo una expresión del gusto de los jurados, etc. Y luego, cuando los premios se fallan y compruebo una vez más que no he recibido nada, no dejo de sentir cierta frustración, no dejo de pensar que otra vez se ha cometido una injusticia contra mí, sin tomar en consideración los méritos de los libros premiados (por cierto, indiscutiblemente buenos este año...).

Y claro, se cometen injusticias, es verdad. Y me repito la lista que todos conocemos: ni a Borges ni a Virginia Woolf les concedieron nunca el Nobel, etc. Y para no ir más lejos, esa magnífica poeta que es Ana Istarú, jamás ha recibido un premio de poesía en este país. ¡Vergüenza!, me digo. Y por arte de magia me equiparo con Borges, con Virginia Woolf y con Ana Istarú, y soy uno más en la oprobiosa lista de las Grandes Injusticias de los Premios Literarios. Y eso, desde luego, significa un consuelo. “Ya vendrá la Posteridad a enmendar esta ignominia; así tendrán su merecido aquellos que hoy me ignoran y desprecian...”

Todos queremos ganar. Es natural. Es comprensible. Es humano. Y acaso todos lo merezcamos. Pero hay un problema: al distinguir una obra, de manera inevitable los premios crean la impresión de que las otras no son meritorias, y eso, desde luego, no es necesariamente así. Por otra parte –duele admitirlo-, tal vez no seamos tan geniales como suponemos, y los jurados, por cierto, también son humanos: tienen gustos, una visión de mundo, inclinaciones, intereses, relaciones, simpatías y antipatías, y todo lo demás.

Así, aunque me pese, debo admitir que el no me premien no obedece necesariamente a una perversidad ni a una conspiración en mi contra, como a veces me susurra al oído la vanidad herida. No: tal vez, simplemente, quienes debían decidir encontraron más meritorio otro trabajo. ¡Horror de horrores! ¿Habráse visto cosa igual?

Por eso, a estas alturas, solo queda decir: si los premios llegan, bienvenidos, pero de ninguna manera podemos permitir que secuestren nuestra imaginación, que se conviertan en un objetivo y nos desvíen de nuestro camino... La actitud ideal es la ataraxia estoica, una cierta impasibilidad ante el “éxito” y el “fracaso”, ante el reconocimiento y el desconocimiento entendidos en esos términos.

Desde luego, es más fácil decirlo que lograrlo. Por mi parte, espero que esta confesión sea al menos un comienzo: todos queremos ganar, es cierto.

Tiranosauro Rey

Nos relacionamos con nuestro cuerpo como si fuera una cosa, algo ajeno y exterior a nosotros mismos, y así perdemos toda comunicación con él y terminamos tiranizándolo. Nos tiranizamos de la misma forma como tiranizamos a los demás (si nos lo permiten), a los animales y a las cosas... Liberarnos acaso empieza por liberar nuestro cuerpo, y liberar nuestro cuerpo acaso empiece por reestablecer la capacidad de comunicarnos con esa dimensión de nosotros mismos. Además de las convenciones sociales, los horarios inflexibles y la opresiva dinámica social que nos subyuga imponiéndonos ese ritmo agotador, frenético, vivimos dominados por los miedos. “¿Y qué pasaría si hago lo que quiero, lo que mi cuerpo y mi ser me piden que haga? ¿Rompería todo lo que he construido? ¿Mi familia, mi trabajo, mi pareja, mi vida?” Así terminamos por hacer nada. Bajamos el cogote y seguimos empujando, pariendo a poquitos la muerte de cada día. Hasta que, en otra vuelta del camino, regresa la comezón, el cosquilleo incesante que nos invita a intentar algo distinto, a no conformarnos con la interminable agonía

Liberarse es un proceso. Hay que atrevernos a hacer cosas distintas para romper la monotonía y recuperar el asombro, para despertar la mente-cuerpo adormecido, idiotizada por la rutina y por la propia tiranía. Cada uno de nosotros ha criado un tiranosaurio rey en su interior, y uno mismo es su alimento. Al final, el bicho posa su garra sobre nuestro cuerpo agonizante y lanza su última dentellada sobre el corazón que aún palpita. En ese mismo instante él también desaparece: el tiranosaurio nos suicida.

Sueños

En alguna ocasión, el cineasta Luis Buñuel confesó que, cuando una de sus películas no era suficientemente larga para completar la duración convencional, su fórmula infalible consistía en introducir en ella uno o dos sueños. De ese modo todos quedaban contentos: el público porque no salía del cine con la sensación de haber recibido menos de aquello por lo que había pagado; los críticos porque sin excepción encontraban en los sueños claves que daban pie a largas y rebuscadas interpretaciones, y él mismo, porque esos pasajes le permitían filmar, poco más o menos, lo que le diera la gana...

Aunque admire la astucia del cineasta aragonés, tengo la certeza de que en el lenguaje de los sueños hay algo que no puede comunicarse plenamente. Ante el sueño de otra persona uno puede sentir extrañeza, curiosidad e inclusive cierta fascinación, pero difícilmente su significado resonará en nosotros con la misteriosa intensidad con que lo hace en el corazón del soñante.

Y es que, mientras soñamos, tenemos la sensación de estar caminando a tientas, reconociendo las siluetas de un paisaje abandonado mucho tiempo atrás. Cuando soñamos somos como ciegos en un territorio vagamente conocido. Todo se asocia y se contagia; una cosa lleva a la otra como en un laberinto. Esa es su magia, su gracia y su misterio.

Tantas veces he visto películas o leído libros en donde los sueños no terminan de encajar, y tantas otras, al tratar de comunicar yo mismo uno de mis sueños, he constatado mi impotencia, la incapacidad de trasladar sus significados a un lenguaje comprensible y convencional.

Pongamos por caso la aparición de una pera, de un pájaro o de un toro, en uno de mis sueños. En mi mundo más hondo, cada uno de estos objetos rezuma misteriosos significados, palpita como una llave preñada de insinuaciones. Pera: profundidad carnosa, hondonada dulce, invitación, tentación, seducción, pureza. Pájaro: aleluya emplumado, canción de cuna hecha carne, inspiración del instante. Toro: retumbo de la tierra profunda, emanación del volcán, poderosa verga erguida de luna.

El médico vienés y fundador del sicoanálisis Sigmund Freud pensaba que la mayoría de los sueños podían ser interpretados o bien como deseos –reprimidos o no–, o bien como temores –asumidos o no–. Yo prefiero creer que no todos los sueños son susceptibles de recibir el mismo tratamiento, y que no todos merecen la misma atención. De la misma forma como a menudo decimos tonterías, los sueños que nos poseen son muchas veces irrelevantes. Pero, de igual manera, en ocasiones tenemos sueños inspirados, profundos, significativos, que acaso nos transportan a dimensiones que de otro modo jamás visitaríamos...

¿Quién podría negar que en el sueño de un bruto puede manifestarse la más profunda sabiduría? La mente de un tarado puede ser escenario del más lúcido y revelador de los sueños, y la de un genio, con seguridad lo es a menudo de sueños irrelevantes y banales.

En cierta manera, en el soñar todos somos iguales, y las diferencias –históricas, sociales, culturales, personales–, desaparecen y son abolidas. Por ello me gusta la creencia de muchos pueblos antiguos según la cual en algunos sueños nos habla el Espíritu.

Si esto fuera así, sin embargo, el lenguaje de los sueños sería unívoco y universal, y cada uno de nuestros sueños –al menos de los grandes y significativos–, podría ser compartido y comprendido sin dificultad por los demás. Cosa que, como dijimos, es lo opuesto de lo que sucede.

¿Quién escribe, entonces, el guión de tus sueños? ¿Vos, tus miedos y deseos reprimidos, los emisarios de Dios, la sombra de Luis Buñuel?