lunes, enero 22, 2024

@COSTARRICENSE.CR

Todavía recuerdo que allá, en los albores de la digitalización, hará unos 25 años, hubo el gobierno de un pequeño país centroamericano que -ignoro si por ingenuidad o porque había un negocio de por medio (admito que ambas no son excluyentes)-, resolvió crear una plataforma digital con un servicio de correos electrónicos para sus ciudadanos. Recuerdo también que en esa misma época había pequeñas y medianas compañías privadas -nacionales e internacionales- que ofrecían el mismo servicio.

El gobierno declaró entonces que adoptaba la iniciativa con el propósito de favorecer la inclusión digital y de facilitar el acceso a servicios públicos que el estado se proponía virtualizar. Hubo campañas de comunicación en los diarios -¡sí, en los diarios!-, promoviendo la plataforma en cuestión. ¡Vamos! Si tontos como yo nos apresuramos a abrir nuestra cuenta poseídos de fervor ciudadano, convencidos de que así nos sustraíamos un poco al poder de las corporaciones y apoyábamos a nuestro país. Hubo incluso -y esto ya no me gustó tanto- alguna coerción por parte del gobierno, advirtiendo que quienes no tuvieran su cuenta de correos en aquella plataforma, enfrentarían dificultades para acceder a los servicios públicos que se virtualizarían en el futuro.

Desde luego estoy hablando de una época en que las grandes corporaciones y plataformas de tecnologías digitales aun estaban desarrollando sus capacidades y no habían colonizado el ciberespacio hasta ejercer el control cuasi-monopólico que hoy tienen sobre él. Apenas comenzaba a tomarse conciencia del valor monetario de los datos generados por los usuarios y –así lo creo, pero no soy especialista en la materia— estos aún no se explotaban. (El término “monetización” no se había acuñado o, si existía, era en el ámbito de quienes concebían y perfeccionaban estas tecnologías, y estaba limitado, por tanto, al lenguaje de tecnócratas e iniciados). Pocos, creo, visualizaban entonces el poder y la importancia que llegaría a tener algo aparentemente tan inocuo como una dirección de correo electrónico.

No pasó mucho tiempo, sin embargo, antes de que estas se convirtieran en la llave de acceso a las plataformas digitales de servicios integrados, donde era y es posible hacer infinidad de cosas, cada vez más: comprar un automóvil, reservar un vuelo, agendar un hotel, editar fotografías, escuchar músicas, ver películas, descargar libros, jugar videojuegos, y un etcétera tan largo como usted quiera.

Luego, con el advenimiento de las redes de telefonía móvil, pero sobre todo con el desarrollo de las terminales telefónicas de acceso y navegación en la esfera digital, las direcciones de correo electrónico adquirieron todavía más importancia, pues la tecnología se diseñó de modo tal que la conexión quedara asociada a una de estas direcciones personalizadas. De esta forma, las operaciones de cada terminal podían ser fácilmente monitoreadas y asociadas a individuos particulares.

¿Cómo hubiera podido el gobierno de un pequeño país -¡ni siquiera el de un gran país!-,  disputar el control de los datos, y por lo tanto, el dominio del espacio cibernético, a las cada vez más poderosas corporaciones que, además, eran las que desarrollaban los programas, los protocolos de transmisión de datos y todas las tecnologías asociadas a esta naciente esfera de la realidad?

No puedo precisar ahora cuándo tiempo estuvo vigente la plataforma ni cómo tuvo lugar su predecible mas no por ello menos triste final, y consigno aquí la anécdota como un episodio pintoresco -pero revelador- de la transición que vivimos.

 

domingo, enero 21, 2024

DE MÁSCARAS Y MASCARADAS

 

"Los estigmas" - Adrián Arguedas

Desde hace algunos meses, y hasta principios de abril próximo, se exhibe en el Museo de Arte Costarricense una muestra del pintor Adrián Arguedas Ruano (San José, Costa Rica, 1968). La exhibición se titula “Valle Oscuro” y consta de 45 obras de mediano y gran formato -óleos, grabados y acuarelas-, así como también de 13 máscaras fabricadas por el artista con papel maché. La temática general de la muestra es la mascarada tradicional costarricense, más concretamente --nos informa la página web del Ministerio de Cultura y Juventud--, las mascaradas que se realizan en honor a San Bartolomé, patrón del cantón de Barba, donde reside Arguedas y ha residido su familia durante varias generaciones.

Ciertamente, el pueblo de Barva es, como San Antonio de Escazú, reconocido hoy como cuna y refugio de los mascareros tradicionales. Pero, como sabemos, las tradiciones también mutan o evolucionan, como lo revela la introducción reciente, en las mascaradas tradicionales, de figuras relevantes de la vida pública --políticos e inclusive deportistas--, o como lo revela también el siguiente pasaje de las hermosísimas Memorias de Mario Sancho, en donde refiere que durante su niñez en Cartago, a finales del siglo XIX, en las fiestas de la Pasada de la Virgen “salían a la procesión disfraces chocarreros e insolentes. Algunos, como el del Macho Ratón, no faltaba nunca”.  ¡Atención! El Macho Ratón, es decir, el güegüense, personaje y máscara emblemática de la representación callejera de origen colonial que hoy se considera estrictamente nicaragüense, alusiva a la resistencia indígena contra la explotación colonial.  

Y es que, en efecto, máscaras y mascaradas están indisociablemente asociadas a la escenificación y ejercicio de los poderes mundanos y trasmundanos… Y también a la resistencia contra esos poderes.  

De esto, entre otras cosas, nos hablan con vibrante ironía y rabia ardorosa las obras de Arguedas, en algunas de las cuales descubrimos, entre los personajes de las mascaradas, a la pareja presidencial nicaragüense, aquí amenazada por una multitud enmascarada en frenética danza, allá  posando afablemente junto a un conjunto de fantoches igualmente enmascarados. En algunas más, descubrimos entre la multitud que danza y celebra la mascarada, a los omnipresentes agentes del orden, asimismo disfrazados tras las máscaras anti gas. Esta línea crítica del poder encuentra su paroxismo en una de las obras de la muestra, una apropiación mestiza y transgresora de los Fusilamientos del 2 de mayo, de Goya, titulada Valle Oscuro II, o bien en otra de menor formato titulada "La caza del gallo". Por otra parte, el deseo del autor dialogar con la pintura clásica europea, se manifiesta también en otras obras de la exhibición, añadiendo así una capa más de riqueza y complejidad a la ya de por sí rica y compleja temática de la máscara y la mascarada.



Sin pretender ensayar aquí una interpretación del tema, ni sobre la fascinación que las máscaras han infundido a los pueblos desde la más remota antigüedad, sin distingo de regiones ni culturas, anoto por lo menos lo siguiente: si la máscara es un disfraz detrás del cual nos ocultamos, nuestro rostro debe ser entonces la máscara que utilizamos a diario, compelidos por las circunstancias sociales, para que la vida social discurra con normalidad… Pero puede ocurrir también que las máscaras, esos aditamentos que sobreponemos a nuestros rostros en circunstancias excepcionales, sean entonces la develación de nuestra verdadera y secreta identidad, aquella que habitualmente debemos ocultar.

Esta ambigüedad o, mejor, esta ambivalencia entre lo invisible y lo manifiesto, entre la ocultación y la revelación, entre la simulación y lo verdadero, es lo que ha fascinado desde siempre a la humanidad. Máscara, disfraz, identidad, desdoblamiento, posesión, configuran un complejo rompecabezas, articulan una danza invisible y silenciosa que solo en ocasiones socialmente señaladas se hace evidente, como ocurre en muchos ritos religiosos, pero también durante el carnaval profano y las mascaradas, para la edificación, deleite y escarmiento de todos. (Solo ahora que lo escribo, caigo en cuenta de que las tres religiones monoteístas son acaso las únicas en las que la máscara está excluida del ritual religioso…) Mentira y verdad, juego y celebración, el carnaval y la mascarada son eventos colectivos, multitudinarios, que nos arrancan de la rutina del trabajo y la vida doméstica y nos sumergen en su temporalidad revulsiva y alucinada. Ahí todos somos al mismo tiempo actores y espectadores, nadie está a salvo.     

Junto a esta dimensión alegórica o metafórica de la mascarada -especialmente en su relación con el poder político-, las obras de Adrián Arguedas son también un hermoso documento etnográfico, si se puede decir así, en el que se recogen numerosos modelos de máscaras actualmente en uso en Costa Rica, así como también vestuarios, gestos, actitudes y tipos humanos que el artista registra y recrea con puntillosa dedicación. Por ello, algunas obras pueden encajar, además de todo lo dicho hasta aquí, dentro del género del retratismo (por ejemplo, aquellas tituladas “La familia” y “Estigmas”, entre otras).

¿Cómo reducir la agitación, el caos y el barullo, el movimiento incesante de la mascarada carnavalesca, a un conjunto limitado de elementos que den fiel cuenta de esto pero que, al mismo tiempo, lo organicen y le den consistencia estética y contundencia pictórica? El procedimiento no puede ser otro que la selección, es decir, la discriminación de algunos elementos, y su disposición inteligente en la bidimensionalidad del lienzo.

Tanto para la elección como para la organización de los personajes que habitan estas obras, Adrián Arguedas se vale del claroscuro y del cromatismo.  Muchas de las escenas que nos propone son nocturnas, y aun aquellas que no lo son, están trabajadas de tal modo que los personajes principales, vibrando intensamente, reclamando nuestra atención con vivos e intensos colores, se recortan sobre otros secundarios donde el cromatismo se degrada progresivamente, a menudo hacia la gama de los grises, ayudando así a crear la impresión de que el movimiento de la escena que se nos ofrece se prolonga indefinidamente hasta un fondo ya totalmente oscuro. Otras veces, se recortan contra fondos planos donde no es extraño que se proyecten sombras.

Vibrante coloristas y elegante organizador de sus personajes y figuras en el lienzo, Adrián Arguedas nos ofrece en esta muestra, tanto una reflexión sobre la máscara, la mascarada y la resistencia al poder político, como un hermoso documento sobre esta práctica ancestral y su renovada y siempre viva celebración.



viernes, enero 12, 2024

LETRADOS, ACADÉMICOS Y LETRAHERIDOS

En mi juventud, durante la década de los años 1970 y 1980, parte del ritual antes de comprar el libro de un autor desconocido, consistía en leer la ficha biográfica, y solo después, la reseña de la obra. Así intentaba averiguar cómo se ganaban la vida aquellos hombres y mujeres, puesto que también yo quería dedicarme a la literatura. La mayoría tenían profesiones y oficios respetables, y casi siempre los consignaban en los breves párrafos que daban cuenta de su vida, pero cada tanto aparecía alguno con oficio inusual: marinero,  deportista, actor, para tropezar en ocasiones con la inquietante fórmula: “ha ejercido diversos oficios”, que libraba todo a la imaginación.  Solo recientemente caí en la cuenta de la forma en que las notas de las contratapas evolucionaron. Las ediciones de Seix Barral de las obras de Vargas Llosa, por ejemplo, consignaban los estudios primarios y secundarios cursados por el autor en Cochabamba y en Piura, así como los de Letras en la Universidad de San Marcos en Lima y luego en Madrid, y doy fe de que en algunas ediciones costarricenses de la primera mitad del siglo pasado, los autores consignaban el nombre de sus padres, poniendo en claro su abolengo.  He aquí el tema para una investigación: las notas biográficas de los autores en las contratapas de los libros como un subgénero literario.

Volviendo a la forma como los escritores se ganaban la vida, y hablando de los autores latinoamericanos --mi referencia en aquellos años--, era de sobra conocida la relación de García Márquez, de Alejo Carpentier y de Roa Bastos con el periodismo, así como también el trabajo de Cortázar como traductor en la UNESCO. De Rulfo, sabíamos de su vínculo con la fotografía, pero nada de cómo se ganaba la vida -ejerció pequeños cargos burocráticos en diversos momentos de su vida-, y de Borges, que illo témpore había sido director de la Biblioteca Nacional de su país y de su vida como conferencista, y poco más. Como Vargas Llosa, Donoso y Bryce Echenique estudiaron Letras, pero no se dedicaron a la vida académica aunque impartieron cursos en diversas universidades y combinaron esta actividad con el periodismo y el articulismo. Otros habían ejercido la docencia o se habían vinculado a la vida universitaria de forma pasajera, y algunos como Octavio Paz, Benedetti, Manuel Scorza y mi paisano Joaquín Gutiérrez, trabajaban como directores, editores o correctores en editoriales y revistas de prestigio. Por su lado, Carlos Fuentes era el “escritor académico” (scholar) por excelencia, y entiendo que siguió siéndolo hasta su retiro.

Hasta inicios del siglo XX, la carta de ciudadanía en lo que los entendidos han dado en llamar “la república de las letras” fue en Hispanoamérica muy restringida.  Aunque la realidad en ciudades como México, Buenos Aires, Lima o Bogotá, con su herencia virreinal, o en La Habana -sometida a dominio colonial hasta finales del XIX- fuera diferente de la de sitios como San Salvador, Santiago de Chile o Asunción de Paraguay --para no hablar ya de Costa Rica, uno de los más remotos y despoblados rincones del imperio español--, todos tenían en común el carácter reducido y socialmente excluyente de ese grupo.  

Al despuntar el siglo XIX, las recién emancipadas repúblicas hispanoamericanas heredaron del régimen colonial español una rígida estratificación en castas según criterios étnicos o raciales. Cada una de estas castas -criollos y descendientes de europeos, mestizos, mulatos, negros e indios- era en sí misma un complejo universo con dinámicas y divisiones propias que permitían cierta movilidad social -incluso había vasos comunicantes entre ellas-, pero el acceso a las letras, empezando por la alfabetización misma, se mantenía limitado a reducidas élites administrativas, eclesiales económicas y políticas, integradas casi exclusivamente por los descendientes de los criollos de origen hispánico.

Fue hasta la segunda mitad del siglo XIX, cuando los ideales liberales comenzaron a ganar terreno, que la alfabetización se instaló en los programas de las élites latinoamericanas, y muy lenta y desigualmente, esto se tradujo en políticas de estado. Paralelo al crecimiento de la población alfabetizada, tuvo lugar el ascenso simbólico y social del mestizo, pero este fue un programa ideológico más propio de las primeras décadas del siglo XX y su difusión e impacto fue desigual.

En cualquier caso, a inicios del siglo pasado la mayoría de los países hispanoamericanos ya contaban con sectores letrados cuyo origen social y modos de subsistencia se habían diversificado. Aunque hubo excepciones, estas élites eran casi exclusivamente masculinas; en ellas abundaban los aristócratas rentistas, pero también había profesionales liberales --abogados, médicos, ingenieros--, así como políticos de primera y de segunda línea que a menudo ejercían también cargos diplomáticos. (Recuerdo a propósito de esto último la afortunada frase de Carlos Fuentes, según la cual en América Latina detrás de cada escritor se esconde un tribuno). Los sectores socialmente emergentes que se incorporaban a estos grupos lo hacían mediante la formación profesional en el magisterio, el ejercicio del periodismo y la incorporación a la iglesia o a las armas. Excepcionalmente también lo hacía algún burócrata, hacendado, comerciante o aventurero.   

Así, el progresivo ascenso y consolidación de lo que me gustaría llamar aquí “el escritor académico” es un fenómeno propio del siglo XX, con mayor precisión todavía, de la segunda mitad del siglo XX.

Aunque las universidades más antiguas de Hispanoamérica se remontan a mediados del siglo XVI, nacieron bajo el espíritu de la Contrarreforma y muchas directamente vinculadas a la Iglesia Católica. Quienes ahí se educaban e impartían lecciones pertenecían a las élites letradas, pero de muy pocos podría decirse que eran “escritores” en el sentido que hoy damos a la palabra. Eran, más bien, abogados, filósofos (teólogos), médicos y políticos con inclinación a las letras, que ocasionalmente publicaban libros sobre historia, geografía, gramática, costumbres y leyendas locales y, en algunos casos, también crónicas, cuadros de costumbres, folletines y novelas, obras teatrales y poemarios.  

Casi ninguna de las figuras emblemáticas del modernismo  finisecular se ganó la vida con la docencia universitaria: ni Darío, ni Martí, ni José Asunción Silva, ni Santos Chocano, ni Gutiérrez Nájera, ni Lugones, aunque sí lo hizo mi paisano Roberto Brenes Mesén… Si vamos a al realismo y sus derivaciones, tampoco lo hicieron la peruana Mercedes Cabello de Carbonera ni su coterráneo Manuel González Prada, ni el chileno de Blest Gana, ni Tomás Carrasquilla en Colombia, pero distinto es el casos de Miguel Cané en Argentina y de los mexicanos Federico Gamboa, Emilio Rabasa, José López Portillo y Rafael Delgado, quienes tuvieron en la docencia en centros de educación superior una actividad importante, aunque a lo largo de su vida desempañaron diversos cargos políticos. No obstante, de ninguno de ellos podría decirse con propiedad que fue un académico. Lo mismo cabe decir de la generación vanguardista que los siguió.

Alfonso Reyes puede considerarse pionero de esta estirpe, pues en 1912 fue nombrado Secretario de la Escuela Nacional de Altos Estudios, precursora de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, labor que años más tarde continuaría en el Colegio Nacional y en el Colegio de México (aunque combinada, eso sí, con una intensa vida política y diplomática). Naturalmente esto tuvo lugar en el México posrevolucionario y, por lo tanto, laicista y anti clerical, pues el espíritu de las revoluciones liberales que sacudieron las naciones latinoamericanas durante las últimas décadas del siglo XIX, no alcanzó a los claustros universitarios, de los cuales los más prestigiosos habían nacido con la bendición papal (pontificios) y otros tantos fueron fundados y regentados directamente por órdenes religiosas. Aunque muchos habían sido nacionalizados, su forma de gobernanza se mantuvo intacta y hacía de ellos corporaciones dependientes del poder político, verticales, cerradas, conservadoras y elitistas.

Es así como llegamos al movimiento reformista universitario que, desde inicios del siglo XX --pero con particular fuerza después de 1918, cuando triunfa en Córdoba y pronto en toda Argentina--, se propaga como un reguero de pólvora por toda América Latina y transforma radicalmente la naturaleza y gobernanza de los claustros universitarios, pero, también, el espíritu mismo de estas instituciones y, desde luego, la composición social del alumnado, primero, y del profesorado, después.

La historia de este movimiento y su impacto en Hispanoamérica es fascinante y merece muchas páginas, pero no viene al caso aquí. Escritores emblemáticos de la región como Neruda, Asturias, Germán Arciniegas y el magnífico poeta costarricense Isaac Felipe Azofeifa, entre muchos otros, estuvieron orgánicamente vinculados al movimiento, para no hablar de políticos e intelectuales en sentido amplio, que contribuyeron decisivamente a darle forma al siglo XX Latinoamericano: de Salvador Allende a Juan José Arévalo, de Fidel Castro a Jesús Silva Herzog, de Haya de la Torre a José Ingenieros a José Carlos Mariátegui, y un largo etcétera.

Es solo después de que la onda expansiva del reformismo universitario se propaga con variada intensidad y disímiles resultados por toda la geografía hispanoamericana, que se perfila poco a poco esta figura del escritor académico, que asentando sus reales en los claustros académicos, desarrolla paralelamente a su labor una obra literaria de creación.

Considerado el asunto desde el siglo XXI, cabe sin embargo introducir la distinción entre el académico escritor y el escritor académico.

Modélico del primero vendría a ser Alfonso Reyes: intelectual, estudioso, crítico y ensayista que, además, desarrolló una obra poética significativa. Pocos objetarían que lo más importante de su obra son sus estudios y ensayos sobre literatura, historia y cultura en su amplio sentido. En mi país, Abelardo Bonilla podría ser un ejemplo de lo mismo: aunque fue autodidacta y ejerció el periodismo, se vinculó tempranamente a la Universidad de Costa Rica y se reconoce su aporte como ensayista, estudioso e historiador de la literatura, pero también escribió alguna novela.

En la figura del escritor académico las cargas se invierten, y la obra literaria de creación está en el centro del proyecto vital del autor. La universidad y la vida académica son más bien una salida laboral, un modo de asegurar la autonomía y la subsistencia. Hablando de Costa Rica, me parece significativo que dos brillantes escritoras sean pioneras en este sentido, Victoria Urbano y Rima de Vallbona, aunque ambas desarrollaron su vida académica en los Estados Unidos.

Con todo, sospecho que la figura del escritor académico que intento perfilar aquí está desigualmente arraigada en Hispanoamérica, y que es más frecuente en países con mercados y sectores editoriales poco desarrollados, donde la vida universitaria se convierte, con mayor claridad, en una opción laboral.

En Costa Rica, por ejemplo, la mayoría de los escritores y escritoras de mi generación terminaron ganándose la vida como profesores universitarios, algunos, incluso, han hecho toda su vida laboral ahí. Sin embargo, no parece que este sea el caso en países como Argentina, México, Perú, Chile o España, donde además de los derechos de autor, existen premios, fondos de becas y circuitos de promoción de los que mal que bien se sirven los letraheridos para vivir.

Lo que es claro es que, en Hispanoamérica, la integración de las llamadas “élites letradas” y, más específicamente, de las sucesivas cohortes de escritores, sufrió una profunda transformación  como consecuencia de la Reforma Universitaria, puesto que las universidades que de ahí emergieron se convirtieron con el tiempo, no solo en instancias formativas, sino también en una salida laboral para los letraheridos de los sectores emergentes en la región.

 


martes, enero 02, 2024

VIVIR BIEN, MORIR BIEN

Algún día llegaremos a ese momento en que el principal desafío que enfrentemos ya no será vivir bien, sino morir bien, pero por alguna razón, casi nadie logra reconocerlo y casi todos terminamos aferrándonos. ¿Acaso es mejor una mala vida que una buena muerte?

DON JOAQUÍN RECUERDA A DON JOAQUÍN



 


Joaquín García Monge



Hay dos “don joaquines” en la cultura costarricense. Uno es Joaquín García Monge, el otro, Joaquín Gutiérrez Mangel. El primero es recordado, principalmente, como fundador y editor del Repertorio Americano -la célebre revista de alcance hispanoamericano que mantuvo con pobreza franciscana y disciplina espartana durante casi cuarenta años-, aunque su trayectoria en los campos de la educación y de la política también es descollante. El segundo es conocido, sobre todo, como autor de novelas y como ajedrecista, aunque su labor como editor, como traductor y como periodista es igualmente destacada. El primero también escribió en su juventud algunas novelas, a las que los estudiosos de la literatura costarricense reconocen el mérito de introducir la estética naturalista en el tratamiento de personajes y temas vernáculos, superando así el costumbrismo imperante en la época. Ambos fueron “de izquierdas”; el primero, comprometido con causas populares y antiimperialistas; el segundo, militante comunista, de modo que ambos apoyaron el bando republicano durante la Guerra Civil española, por ejemplo, entre otras causas de la época. El primero apenas viajó fuera de Costa Rica -suele mencionarse una estancia de estudios en Chile y otra relativamente breve en Nueva York-, en tanto el segundo vivió varias décadas en Santiago de Chile, así como también algunos años en la China de Mao, y publicó célebres reportajes sobre sus viajes a Viet Nam y a la desaparecida Unión Soviética. A Joaquín García Monge no llegué a conocerlo, pues murió antes de que yo naciera. A Joaquín Gutiérrez lo conocí y traté en mi juventud, cuando regresó a Costa Rica huyendo de la dictadura pinochetista y daba talleres de escritura y cursos sobre la obra de Shakespeare en la Universidad de Costa Rica. Sus nacimientos los separaban casi cuarenta años en el tiempo y ambos fallecieron en el lluvioso mes de octubre -sin duda alguna, con aguacero-, el primero en 1958 y el segundo en el año 2000.

Para mí en lo personal, y sospecho que para muchos de mis contemporáneos, Joaquín García Monge ya era en nuestra juventud un ícono lejano, una figura reverenciada y bendecida por señores con traje y corbata que publicaban largos panegíricos en revistas grises como sus cabellos, o que discutían su obra en aburridos seminarios académicos. Con entusiasmo juvenil, pero sin la disciplina revolucionaria necesaria, intenté leer algunos de sus libros, desistiendo pocas páginas después. Tal vez aquellos de mis coetáneos que se acercaban a su figura desde los estudios literarios, o quienes lo hicieron desde el activismo en movimientos populares, lo consideraron bajo otra luz y se relacionaron con su obra desde otra perspectiva, pero ninguno de esos fue mi caso.

Con Joaquín Gutiérrez fue distinto. Luego de los cursos universitarios que matriculé con él, asistió varias veces al “Taller del Lunes”, un grupo de amigos -poetas, sobre todo-, que nos reuníamos semanalmente a mediados de la década de los años 1980 para leer lo que habíamos escrito y para discutir sobre literatura y política. Yo había leído con interés algunos de sus libros, aunque no alcanzaba a formarme una opinión definitiva sobre ellos, pues carecía del contexto necesario para hacerlo. Aun así, me hacía eco del respeto y de la admiración que le profesaban mis compañeros del taller. Hombre de vasta cultura y de trato fácil, era un gran conversador y un buen bebedor; su voz resonante y su risa estruendosa se imponían donde quiera que estuviese, aunque bajo sus modos agradables yo percibía un fondo de autoritarismo estalinista.  

En días pasados, vagabundeando por las páginas de “Brecha” -una revista literaria que circuló en Costa Rica entre 1957  y 1962-, tropecé con las palabras que Joaquín Gutiérrez leyó en el homenaje que organizara en noviembre de 1958 la Sociedad de Escritores de Chile con motivo del fallecimiento de García Monge, acaecida un mes antes (“Don Joaquín García Monge”. BRECHA, año 4, número 3, enero de 1959, pgs. 7-9).  La semblanza que ahí hace don Joaquín de don Joaquín es, además de una deliciosa pieza literaria, un documento que me ha ayudado a comprender y justipreciar -¡por fin!- la figura de García Monge, la relevancia de su labor para toda Hispanoamérica pero, sobre todo, para Costa Rica.

En su semblanza, Gutiérrez dibuja con trazos gruesos pero precisos la trayectoria de García Monge, desde su niñez en el pueblo campesino de Desamparados, a finales del siglo XIX. “Cursa García Monge la escuela primaria de siete grados, queda huérfano de padre y en la capital cursa la secundaria de cinco años más, como alumno interno, y vuelve, ya bachiller, a su aldea, a ese Desamparados de vacas y gallinas”. Para entonces, es ya un asiduo lector de todo lo que llega a sus manos. Un día, cae en sus manos una novela de José María de Pereda, y con Pereda -continúa Gutiérrez-, “descubre un camino: - También a mi alrededor crepitan las novelas. El vecino Pedro y la vecina Micaela son personajes tan importantes, y más importantes, que la Marquesa, el General o la señorita que es melancólica, hace poemas y se suicida. Sí, es claro, aquí mismo, entre los vecinos que vienen a charlar alrededor del pozo, hay docenas de novelas. Se necesita tan sólo, desnudarlas. Lección inmensa que hoy, todavía, nos debe servir de norte”.

Es así como en los albores del siglo XX nacen “El Moto”, primero, y luego “Hijas del campo”, las juveniles novelas de García Monge. El escritor Carlos Gagini se ofrece como como garante por la deuda de 125 colones que contrae García Monge con la imprenta que tirará “El Moto”. “El éxito -continúa relatando Gutiérrez- fue grande, la edición de “El Moto” se vendió toda, pagándose la factura y aún alcanzó para que el novel autor se mandase a hacer un terno de casimir importado”. Esto lo anima a publicar muy pronto “Hijas del campo”, que también es recibida con buen suceso… “y en 1901 se le otorga una beca para viajar a Chile a estudiar tres años en el Instituto Pedagógico y algunos cursos de zootécnica en la Quinta Normal.”

A su regreso de Chile, con 23 años de edad, lo nombran profesor de castellano y literatura en el Liceo de Costa Rica. Pocas semanas después, estalla un conflicto entre los estudiantes y el director del Liceo. “Interviene la policía y en los interrogatorios de los detenidos sale a relucir el nombre de don Joaquín como el principal incitador a la rebeldía. El gobierno, drástico y miope, lo destituye por anarquista. (…) Al día siguiente el anarquista llega a su pueblo a cultivar la tierra y sólo vino a sacarlo de allí, años después, el Presidente Cleto González Víquez llevándolo de profesor al Colegio de Señoritas”.

Tras casarse y procrear un hijo, en 1915 es nombrado profesor en la Escuela Normal en Heredia, institución de la que luego, en 1927, será Director. Pero antes está dictadura de los Tinoco (1917-1919), una profunda convulsión en la vida política de Costa Rica e importante para García Monge. Continúa relatando Gutiérrez: “Don Joaquín había predicado: “el educador no ha de ser un conejo asustadizo, ni mucho menos un alcahuete de los políticos”. Y ellos (los Tinoco) se ceban con él. Destituido parte a Nueva York a tratar de fundar una editorial, pero no le agradó la gran cosmópolis, como se decía entonces, ni encontró ayuda. Vuelve, lucha contra la tiranía, hasta que esta cae. Ya es un hombre a quien se escucha”. Por esa razón, tras la huida de los Tinoco, García Monge es electo presidente de la comisión de ciudadanos designada para ir a exigirle al general Juan Bautista Quirós en quien ellos delegan la presidencia, que entregue el cargo. “¡Qué magnífico alegato público y qué modelo de oratoria cívica! Primero ablandar al general, después convencerlo, amenazarlo luego, erguirse ante él y hacerle sentir que todo un pueblo está hablando en ese momento con sus palabras y que, ante un pueblo, su espada de general es una cuchilla herrumbrada”, escribe Gutiérrez. Y continúa: “La patria y su destino están por encima de todo. Vamos, general, olvide su pequeña postura y convoque a elecciones, yo se lo impreco, yo se lo mando”.

Cuando retorna la normalidad, García Monge es nombrado por un breve periodo Secretario de Educación Pública, y después, de 1920 a 1935,  Director de la Biblioteca Nacional, el último cargo público que ejerció. Como Director de la Biblioteca Nacional es que Gutiérrez llega a conocerlo. “Los muchachos íbamos a leer Salgari en unas mesas redondas y lo veíamos pasearse a veces por los jardincillos interiores”. Poco después, el padre de Gutiérrez le encomienda a García Monge la orientación de su hijo: “Don Joaquín, este muchacho parece que va a resultar escritor. Yo quiero dejárselo a su cuidado. Mi padre partió y yo quedé allí, con mis 15 años muy impresionados, mirando a ese hombrecillo gordo, de calva incipiente, mejillas rosadas de hombre criado al aire libre, voz delgada, apenas con movimientos mínimos en los labios, mirada juguetona, siempre con un matiz de burla cariñosa. Me pidió que le leyera los versos que andaba llevando. ¿Cómo lo habría adivinado? ¿Cómo pudo darse cuenta de que todos los bolsillos los traía llenos de sonetos?” Así es como García Monge se convierte en una especie de tutor literario de Gutiérrez. “Me prestaba libros, hoy Santa Teresa y mañana Bakunin, hoy Quevedo y la otra semana Neruda…” Y más adelante: “Con aquel riego crecía la planta y el jardinero me pidió la primera colaboración para Repertorio. Ya aquello era la consagración definitiva, salir en letras de molde, viajar por toda América con esas alas de papel impreso, saber que ese ejemplar, en que aparecía nuestro poema, caería en las manos de Alfonso Reyes, descansaría en el escritorio de la Juana de Ibarbourou, rodaría entre los universitarios de Lima o México”.

El siguiente es uno de mis pasajes favoritos del texto, pues revela, entre otras cosas, que la historia se repite una y otra vez. Lo transcribo íntegro: “Después, con toda mi generación, bebimos el vino fuerte del iconoclastismo. Para vencer la batalla que librábamos dentro de nosotros mismos, tuvimos que volvernos sectarios, ásperos, intransigentes. Nos movíamos en medio de una sociedad adocenada, tibia y a menudo mezquina y para romper los prejuicios que nos envolvían, nos convertimos unos bárbaros sin respeto a nada. Don Joaquín mismo más de una vez cayó bajo nuestra mofa. “Es un viejito inofensivo, a dónde va con su Repertorio, que tánta Santa Teresa”… y cosas así. Nosotros, en cambio, el grupo en donde estaba la más fecunda y variada generación literaria y artística que ha dado Costa Rica, Yolanda Oreamuno, Fabián Dobles, el poeta Segura, el escultor Paco Zúñiga y muchos más, entonces muchachones de 20 años, íbamos mucho más allá… así al menos lo creíamos pretensiosamente.

Ya lo visitábamos poco y cuando lo hacíamos era para robarle libros. O si no, para llegar hasta la puerta de su casa y arremedar el pregón callejero… compro boteeellas, papel periódico….

Él, que vendía papeles viejos de tantos que se le acumulaban, para ayudarse subsistir, contestaba desde adentro: Ya voy. Y lo veíamos acercarse por el largo corredor, oculto bajo un montón de papeles que apenas sostenía en sus brazos cortos y gorditos. Llegaba a donde estábamos conteniendo la risa, y naciente su calva detrás de la montaña impresa como la luna detrás de los Andes. Descubría la broma:

-          ¡Ah Gutierritos, siempre de guasa!

Todo dicho con una voz limpia, privada de todo rencor, llena de cariño. Hoy, en esta ocasión, por esos años de torpe intransigencia, perdónanos, don Joaquín”.

Cuando Gutiérrez se marcha de Costa Rica a su larga aventura chilena e internacional, mantiene con García Monge una relación epistolar y como colaborador ocasional del Repertorio Americano. Y, desde luego, no falla en visitarlo cuando viaja a Costa Rica. “La salud comienza a abandonarlo y, además, su esposa está enferma y él hace las veces de enfermero. Nos recibe tan contento, con esa efusividad suya reprimida y en sordina. “-Vienen muy pocos a verme, ya estoy viejo y los aburro”-. Pero no está viejo, no es cierto. Está al día en todo, Lee y lee y lee“.

Gutiérrez dedica los párrafos finales de su semblanza a ensayar un balance del legado de García Monge como escritor, como educador, como editor y difusor de ideas. El Repertorio Americano fue su última y más grande contribución en este campo, pero hubo otras previas: “Siembra”, que editó bajo seudónimo cuando tenía solo 23 años, luego, entre 1910 y 1915, la colección Ariel, entre otras publicaciones periódicas como “La Obra”, el “Convivio para los niños”.

Del Repertorio, refiere Gutiérrez, publicó más de 1300 números. Para cada edición, el propio García Monge es quien “separa la correspondencia, la archiva, lleva la contabilidad, selecciona el material para lo cual sigue leyendo por toneladas, escribe las notas bibliográficas, siempre estimulantes, compagina, lleva el material a la imprenta, corrige las pruebas, recibe la edición, la cuenta, la envuelve, rotula y amarra en paquetitos que lleva, él mismo en varios viajes, con sus pasitos cortos, hasta el correo. Sin embargo, siempre insiste en que Repertorio no es un trabajo personal sino colectivo y recuerda la labor de los prensistas y tipógrafos, del distribuidor, de los quinientos suscritores nacionales y los amigos y colaboradores del extranjero”. Pero el Repertorio, recuerda Gutiérrez, no es solamente una revista literaria, sino también hogar de encendidas campañas antiimperialistas y en favor de la democracia. “Cada embestida contra un tiranuelo da por resultado que Repertorio deja de circular en ese país, él pierde suscritores y la vida se le vuelve más dura… pero más hermosa”, escribe. Y pasa a relatar como a García Monge el Congreso de Costa Rica le concedió el título de Benemérito pocos días antes de morir, la única persona que hasta entonces -¿y aún ahora?- la ha recibido en vida. “La víspera de su muerte llamó a un amigo y le pidió: “nada de flores, discursos ni ceremonias en mi muerte. Que sea sencilla como ha sido mi vida sencilla… verdad?”

Así pues, la trayectoria de los dos “don joaquines” de la cultura costarricense se extiende a todo lo largo del siglo XX, que despunta con la publicación de El Moto, la obra primera de García Monge, justo en 1900, y se extingue con el fallecimiento de Gutiérrez, cabalmente en el año 2000.

Joaquín Gutiérrez Mangel