En mi
juventud, durante la década de los años 1970 y 1980, parte del ritual antes de
comprar el libro de un autor desconocido, consistía en leer la ficha
biográfica, y solo después, la reseña de la obra. Así intentaba averiguar cómo
se ganaban la vida aquellos hombres y mujeres, puesto que también yo quería
dedicarme a la literatura. La mayoría tenían profesiones y oficios respetables,
y casi siempre los consignaban en los breves párrafos que daban cuenta de su
vida, pero cada tanto aparecía alguno con oficio inusual: marinero, deportista, actor, para tropezar en ocasiones
con la inquietante fórmula: “ha ejercido diversos oficios”, que libraba todo a
la imaginación. Solo recientemente caí
en la cuenta de la forma en que las notas de las contratapas evolucionaron. Las
ediciones de Seix Barral de las obras de Vargas Llosa, por ejemplo, consignaban
los estudios primarios y secundarios cursados por el autor en Cochabamba y en
Piura, así como los de Letras en la Universidad de San Marcos en Lima y luego
en Madrid, y doy fe de que en algunas ediciones costarricenses de la primera
mitad del siglo pasado, los autores consignaban el nombre de sus padres, poniendo
en claro su abolengo. He aquí el tema para una investigación: las notas
biográficas de los autores en las contratapas de los libros como un subgénero
literario.
Volviendo a la
forma como los escritores se ganaban la vida, y hablando de los autores latinoamericanos --mi
referencia en aquellos años--, era de sobra conocida la relación de García
Márquez, de Alejo Carpentier y de Roa Bastos con el periodismo, así como
también el trabajo de Cortázar como traductor en la UNESCO. De Rulfo, sabíamos
de su vínculo con la fotografía, pero nada de cómo se ganaba la vida -ejerció
pequeños cargos burocráticos en diversos momentos de su vida-, y de Borges, que
illo témpore había sido director de la Biblioteca Nacional de su país y
de su vida como conferencista, y poco más. Como Vargas Llosa, Donoso y Bryce
Echenique estudiaron Letras, pero no se dedicaron a la vida académica aunque
impartieron cursos en diversas universidades y combinaron esta actividad con el
periodismo y el articulismo. Otros habían ejercido la docencia o se habían
vinculado a la vida universitaria de forma pasajera, y algunos como Octavio
Paz, Benedetti, Manuel Scorza y mi paisano Joaquín Gutiérrez, trabajaban como directores,
editores o correctores en editoriales y revistas de prestigio. Por su lado, Carlos
Fuentes era el “escritor académico” (scholar) por excelencia, y entiendo
que siguió siéndolo hasta su retiro.
Hasta inicios
del siglo XX, la carta de ciudadanía en lo que los entendidos han dado en
llamar “la república de las letras” fue en Hispanoamérica muy restringida. Aunque la realidad en ciudades como México, Buenos
Aires, Lima o Bogotá, con su herencia virreinal, o en La Habana -sometida a
dominio colonial hasta finales del XIX- fuera diferente de la de sitios como San
Salvador, Santiago de Chile o Asunción de Paraguay --para no hablar ya de Costa
Rica, uno de los más remotos y despoblados rincones del imperio español--, todos
tenían en común el carácter reducido y socialmente excluyente de ese grupo.
Al despuntar
el siglo XIX, las recién emancipadas repúblicas hispanoamericanas heredaron del
régimen colonial español una rígida estratificación en castas según criterios étnicos
o raciales. Cada una de estas castas -criollos y descendientes de europeos,
mestizos, mulatos, negros e indios- era en sí misma un complejo universo con
dinámicas y divisiones propias que permitían cierta movilidad social -incluso había
vasos comunicantes entre ellas-, pero el acceso a las letras, empezando por la alfabetización
misma, se mantenía limitado a reducidas élites administrativas, eclesiales económicas
y políticas, integradas casi exclusivamente por los descendientes de los criollos
de origen hispánico.
Fue hasta la
segunda mitad del siglo XIX, cuando los ideales liberales comenzaron a ganar
terreno, que la alfabetización se instaló en los programas de las élites latinoamericanas,
y muy lenta y desigualmente, esto se tradujo en políticas de estado. Paralelo al
crecimiento de la población alfabetizada, tuvo lugar el ascenso simbólico y
social del mestizo, pero este fue un programa ideológico más propio de las
primeras décadas del siglo XX y su difusión e impacto fue desigual.
En cualquier
caso, a inicios del siglo pasado la mayoría de los países hispanoamericanos ya contaban
con sectores letrados cuyo origen social y modos de subsistencia se habían
diversificado. Aunque hubo excepciones, estas élites eran casi exclusivamente
masculinas; en ellas abundaban los aristócratas rentistas, pero también había profesionales
liberales --abogados, médicos, ingenieros--, así como políticos de primera y de
segunda línea que a menudo ejercían también cargos diplomáticos. (Recuerdo a
propósito de esto último la afortunada frase de Carlos Fuentes, según la cual en
América Latina detrás de cada escritor se esconde un tribuno). Los sectores
socialmente emergentes que se incorporaban a estos grupos lo hacían mediante la
formación profesional en el magisterio, el ejercicio del periodismo y la incorporación
a la iglesia o a las armas. Excepcionalmente también lo hacía algún burócrata, hacendado,
comerciante o aventurero.
Así, el
progresivo ascenso y consolidación de lo que me gustaría llamar aquí “el
escritor académico” es un fenómeno propio del siglo XX, con mayor precisión
todavía, de la segunda mitad del siglo XX.
Aunque las universidades
más antiguas de Hispanoamérica se remontan a mediados del siglo XVI, nacieron bajo el espíritu de la Contrarreforma
y muchas directamente vinculadas a la Iglesia Católica. Quienes ahí se educaban
e impartían lecciones pertenecían a las élites letradas, pero de muy pocos
podría decirse que eran “escritores” en el sentido que hoy damos a la palabra.
Eran, más bien, abogados, filósofos (teólogos), médicos y políticos con
inclinación a las letras, que ocasionalmente publicaban libros sobre historia, geografía,
gramática, costumbres y leyendas locales y, en algunos casos, también crónicas,
cuadros de costumbres, folletines y novelas, obras teatrales y poemarios.
Casi ninguna
de las figuras emblemáticas del modernismo finisecular se ganó la vida con la docencia
universitaria: ni Darío, ni Martí, ni José Asunción Silva, ni Santos Chocano, ni
Gutiérrez Nájera, ni Lugones, aunque sí lo hizo mi paisano Roberto Brenes Mesén…
Si vamos a al realismo y sus derivaciones, tampoco lo hicieron la peruana
Mercedes Cabello de Carbonera ni su coterráneo Manuel González Prada, ni el
chileno de Blest Gana, ni Tomás Carrasquilla en Colombia, pero distinto es el
casos de Miguel Cané en Argentina y de los mexicanos Federico Gamboa, Emilio
Rabasa, José López Portillo y Rafael Delgado, quienes tuvieron en la docencia en
centros de educación superior una actividad importante, aunque a lo largo de su
vida desempañaron diversos cargos políticos. No obstante, de ninguno de ellos
podría decirse con propiedad que fue un académico. Lo mismo cabe decir de la
generación vanguardista que los siguió.
Alfonso Reyes puede
considerarse pionero de esta estirpe, pues en 1912 fue nombrado Secretario de
la Escuela Nacional de Altos Estudios, precursora de la Facultad de Filosofía y
Letras de la UNAM, labor que años más tarde continuaría en el Colegio Nacional
y en el Colegio de México (aunque combinada, eso sí, con una intensa vida política y diplomática). Naturalmente esto tuvo lugar en el México
posrevolucionario y, por lo tanto, laicista y anti clerical, pues el espíritu
de las revoluciones liberales que sacudieron las naciones latinoamericanas
durante las últimas décadas del siglo XIX, no alcanzó a los claustros
universitarios, de los cuales los más prestigiosos habían nacido con la
bendición papal (pontificios) y otros tantos fueron fundados y regentados
directamente por órdenes religiosas. Aunque muchos habían sido nacionalizados, su
forma de gobernanza se mantuvo intacta y hacía de ellos corporaciones dependientes
del poder político, verticales, cerradas, conservadoras y elitistas.
Es así como
llegamos al movimiento reformista universitario que, desde inicios del siglo XX
--pero con particular fuerza después de 1918, cuando triunfa en Córdoba y
pronto en toda Argentina--, se propaga como un reguero de pólvora por toda
América Latina y transforma radicalmente la naturaleza y gobernanza de los
claustros universitarios, pero, también, el espíritu mismo de estas
instituciones y, desde luego, la composición social del alumnado, primero, y
del profesorado, después.
La historia de
este movimiento y su impacto en Hispanoamérica es fascinante y merece muchas
páginas, pero no viene al caso aquí. Escritores emblemáticos de la región como
Neruda, Asturias, Germán Arciniegas y el magnífico poeta costarricense Isaac
Felipe Azofeifa, entre muchos otros, estuvieron orgánicamente vinculados al
movimiento, para no hablar de políticos e intelectuales en sentido amplio, que
contribuyeron decisivamente a darle forma al siglo XX Latinoamericano: de
Salvador Allende a Juan José Arévalo, de Fidel Castro a Jesús Silva Herzog, de
Haya de la Torre a José Ingenieros a José Carlos Mariátegui, y un largo
etcétera.
Es solo
después de que la onda expansiva del reformismo universitario se propaga con variada
intensidad y disímiles resultados por toda la geografía hispanoamericana, que se
perfila poco a poco esta figura del escritor académico, que asentando
sus reales en los claustros académicos, desarrolla paralelamente a su labor una
obra literaria de creación.
Considerado el
asunto desde el siglo XXI, cabe sin embargo introducir la distinción entre el académico
escritor y el escritor académico.
Modélico del
primero vendría a ser Alfonso Reyes: intelectual, estudioso, crítico y
ensayista que, además, desarrolló una obra poética significativa. Pocos
objetarían que lo más importante de su obra son sus estudios y ensayos sobre
literatura, historia y cultura en su amplio sentido. En mi país, Abelardo
Bonilla podría ser un ejemplo de lo mismo: aunque fue autodidacta y ejerció el
periodismo, se vinculó tempranamente a la Universidad de Costa Rica y se
reconoce su aporte como ensayista, estudioso e historiador de la literatura, pero
también escribió alguna novela.
En la figura del
escritor académico las cargas se invierten, y la obra literaria de creación está en el centro del proyecto vital del autor. La universidad y la
vida académica son más bien una salida laboral, un modo de asegurar la autonomía
y la subsistencia. Hablando de Costa Rica, me parece significativo que dos
brillantes escritoras sean pioneras en este sentido, Victoria Urbano y Rima de
Vallbona, aunque ambas desarrollaron su vida académica en los Estados Unidos.
Con todo,
sospecho que la figura del escritor académico que intento perfilar aquí está
desigualmente arraigada en Hispanoamérica, y que es más frecuente en países con
mercados y sectores editoriales poco desarrollados, donde la vida universitaria
se convierte, con mayor claridad, en una opción laboral.
En Costa Rica,
por ejemplo, la mayoría de los escritores y escritoras de mi generación
terminaron ganándose la vida como profesores universitarios, algunos, incluso,
han hecho toda su vida laboral ahí. Sin embargo, no parece que este sea el caso
en países como Argentina, México, Perú, Chile o España, donde además de los
derechos de autor, existen premios, fondos de becas y circuitos de promoción de
los que mal que bien se sirven los letraheridos para vivir.
Lo que es
claro es que, en Hispanoamérica, la integración de las llamadas “élites
letradas” y, más específicamente, de las sucesivas cohortes de escritores, sufrió
una profunda transformación como
consecuencia de la Reforma Universitaria, puesto que las universidades que de ahí
emergieron se convirtieron con el tiempo, no solo en instancias formativas,
sino también en una salida laboral para los letraheridos de los sectores emergentes
en la región.