Es comprensible que ante las seculares y odiosas inequidades sociales de América Latina, aquellos políticos que despliegan un discurso que apela a la justicia social y a la mínima equidad, despierten las esperanzas de millones y ganen la adhesión de quienes se encuentran descontentos o indignados con el estado de cosas. Más aún si esos políticos son capaces traducir en acciones sus palabras. Soy de los que creen que Hugo Chávez es uno de ellos. No hay duda de que bajo su régimen, las transferencias directas e indirectas a los sectores más carenciados de la sociedad venezolana se han multiplicado. Por primera vez millones de venezolanos acceden a bienes y servicios básicos en el área de la salud, la nutrición y la educación. Por ello tampoco dudo de la legitimidad con que Chávez ha sido electo y reelecto, para escozor y escarnio de sus opositores internos y externos. Quienes pretenden desacreditar a Chávez aduciendo que sus programas sociales descansan en la bonanza de los precios internacionales del petróleo, deben recordar que no es la primera vez que sobreviene una bonanza como esta, pero sí la primera ocasión en que se ponen en marcha programas como estos en la escala en que Chávez lo ha hecho. El colapso del sistema político venezolano, de cuyos escombros emergió Chávez, debe llamar a sus colegas latinoamericanos a la más profunda reflexión. Ya Evo Morales puso en evidencia que el impuesto que se cobraba a las transnacionales por la extracción del gas boliviano, era cerca de ocho veces (800%) menor de lo que podía cobrárseles sin que el negocio dejara de ser rentable para ellas. Este dato ilustra mejor que ningún otro la corrupción de las elites políticas latinoamericanas.
Desacreditar a Chávez tildándolo simplemente de “populista” tampoco tiene sentido. Tengo la impresión de que el término “populista”, como todos los demás referentes ideológicos, ha perdido casi todo su sentido en el momento actual. Si Chávez es “populista”, no lo son menos los políticos tradicionales del resto de América Latina, a quienes en vísperas de elecciones vemos repartiendo alegremente ayudas sociales. La exsenadora, hoy presidenta electa de Argentina, es un ejemplo inimitable de ello.
Tampoco me parece suficiente desacreditar a Chávez por su estilo. Ya está escrito que sobre gustos no hay nada escrito, y si a mí personalmente no me agrada su chabacanería ranchera o su insaciable búsqueda de protagonismo, entiendo que haya otros a quienes eso les resulte atractivo.
Mi rechazo a Chávez y a lo que significa y representa, nace de la convicción de que los únicos cambios relevantes y perdurables, son aquellos que transforman la cultura de un pueblo; en el caso de un fenómeno político, aquellos que logran transformar su cultura política.
Y mucho me temo que, en este campo, el “fenómeno Chávez” lejos de constituir un avance, representan un estancamiento o una involución de la cultura política en América Latina. Bajo el chavismo –como bajo el castrismo o el peronismo en su momento– lejos de “empoderarse” a los humildes –como ingenuamente creen algunos– se fomentan el servilismo, el sometimiento y la adulación; lejos de fortalecerse la autonomía, la capacidad de representación y de gestión de los sectores socialmente vulnerados o disminuidos, se los convierte en comparsas –indistintamente iracundos o entusiastas– de un “gran líder” presuntamente infalible, al que se debe obediencia ciega y admiración sin límites. Es cierto que se crean nuevas organizaciones sociales y políticas y que se transforman las antiguas, pero todo el sistema se organiza en función y gira alrededor de la figura, ya no del “rey sol” como la Europa absolutista, sino del “gran líder.” Así pues, lejos de empoderamiento y dignificación, lo que veo aquí es sometimiento y enajenación. Eso sí –pues todo hay que decirlo–, la diferencia es que en regímenes como el de Chávez hay al menos un reconocimiento de la existencia de estos sectores, algo que en muchos países el sistema político tradicional ni siquiera llega a articular.
Resulta sorprendente que no se haya señalado suficientemente los paralelismos entre Chávez y Perón. Y resulta sorprendente que, quienes hoy se apresuran a aplaudir a Chávez, a reír sus gracias o a mendigar sus favores, se las arreglen para olvidar la suerte del peronismo tras la desaparición del “gran líder”. Sabedores de que en estos casos nunca es más cierto el refrán de que “muerto el perro se acabó la rabia”, los Estados Unidos han apostado, una y otra vez, a la eliminación física de los “grandes líderes” de estos movimientos. Lo intentaron con Fidel Castro centenares de veces y lo intentarán tarde o temprano con Chávez. Al final Castro morirá de viejo y puede que Chávez también lo haga en el poder. Pero esto no cambiará la suerte de sus regímenes, condenados desde su origen a extinguirse con ellos.
Desacreditar a Chávez tildándolo simplemente de “populista” tampoco tiene sentido. Tengo la impresión de que el término “populista”, como todos los demás referentes ideológicos, ha perdido casi todo su sentido en el momento actual. Si Chávez es “populista”, no lo son menos los políticos tradicionales del resto de América Latina, a quienes en vísperas de elecciones vemos repartiendo alegremente ayudas sociales. La exsenadora, hoy presidenta electa de Argentina, es un ejemplo inimitable de ello.
Tampoco me parece suficiente desacreditar a Chávez por su estilo. Ya está escrito que sobre gustos no hay nada escrito, y si a mí personalmente no me agrada su chabacanería ranchera o su insaciable búsqueda de protagonismo, entiendo que haya otros a quienes eso les resulte atractivo.
Mi rechazo a Chávez y a lo que significa y representa, nace de la convicción de que los únicos cambios relevantes y perdurables, son aquellos que transforman la cultura de un pueblo; en el caso de un fenómeno político, aquellos que logran transformar su cultura política.
Y mucho me temo que, en este campo, el “fenómeno Chávez” lejos de constituir un avance, representan un estancamiento o una involución de la cultura política en América Latina. Bajo el chavismo –como bajo el castrismo o el peronismo en su momento– lejos de “empoderarse” a los humildes –como ingenuamente creen algunos– se fomentan el servilismo, el sometimiento y la adulación; lejos de fortalecerse la autonomía, la capacidad de representación y de gestión de los sectores socialmente vulnerados o disminuidos, se los convierte en comparsas –indistintamente iracundos o entusiastas– de un “gran líder” presuntamente infalible, al que se debe obediencia ciega y admiración sin límites. Es cierto que se crean nuevas organizaciones sociales y políticas y que se transforman las antiguas, pero todo el sistema se organiza en función y gira alrededor de la figura, ya no del “rey sol” como la Europa absolutista, sino del “gran líder.” Así pues, lejos de empoderamiento y dignificación, lo que veo aquí es sometimiento y enajenación. Eso sí –pues todo hay que decirlo–, la diferencia es que en regímenes como el de Chávez hay al menos un reconocimiento de la existencia de estos sectores, algo que en muchos países el sistema político tradicional ni siquiera llega a articular.
Resulta sorprendente que no se haya señalado suficientemente los paralelismos entre Chávez y Perón. Y resulta sorprendente que, quienes hoy se apresuran a aplaudir a Chávez, a reír sus gracias o a mendigar sus favores, se las arreglen para olvidar la suerte del peronismo tras la desaparición del “gran líder”. Sabedores de que en estos casos nunca es más cierto el refrán de que “muerto el perro se acabó la rabia”, los Estados Unidos han apostado, una y otra vez, a la eliminación física de los “grandes líderes” de estos movimientos. Lo intentaron con Fidel Castro centenares de veces y lo intentarán tarde o temprano con Chávez. Al final Castro morirá de viejo y puede que Chávez también lo haga en el poder. Pero esto no cambiará la suerte de sus regímenes, condenados desde su origen a extinguirse con ellos.