Dentro del ámbito ensayo
costarricense, restringido desde hace décadas
a las investigaciones de talante académico, resulta un acontecimiento feliz la
publicación de un nuevo libro de aforismos de Francisco Rodríguez. “La obsesión del asco” es el título de esta,
su sexta entrega en el género. Reúne aquí su producción de entre los años 2002
y 2007. El pensamiento profundo, inconformista y provocador de este autor
josefino nacido en 1956 y afincado desde hace más de dos décadas en
Ciudad Quesada, asoma aquí a su madurez. Rodríguez retoma en este libro muchos
de los temas que lo han obsesionado a lo largo de su vida y a los que se mantiene
fiel desde sus primeras publicaciones: la muerte, el cuerpo, la enfermedad, Dios,
el poder, el crimen, la convivencia social, el mal, la escritura misma, entre
otros. Además, continúa su diálogo íntimo con numerosos autores antiguos,
modernos y contemporáneos de distintas disciplinas, en particular la filosofía
y la sociología (disciplina esta última en la que Rodríguez se formó):
Nietzsche, Spinoza y Foucault son algunos de los más frecuentados en esta
ocasión. A veces los glosa, a veces los
rebate y otras se sirve de ellos como trampolines para aventurar sus propias dudas
y pensamientos. Destaco esto para anotar que, si bien Rodríguez desdeña la
rígida (y a menudo aburrida) legalidad académica, es un lector voraz y un
conocedor a fondo del pensamiento occidental. No es un advenedizo que balbucee
ocurrencias creyendo descubrir el agua tibia. En las 135 páginas del libro
encontraremos, además de reflexiones propias y glosas a los pensadores que
acompañan al autor en su melancólica y solitaria trayectoria, anotaciones y
apuntes de otra índole, desde el comentario irónico de las conductas propias y
ajenas, al apunte psicológico, a la provocación y el terrorismo intelectual… En
la tradición de Cioran, Rivarol y de otros aforistas, Rodríguez es además un
estilista, un escritor obsesionado por la precisión y la belleza de la palabra
de la que se sirve.
Pocas veces será tan
justo afirmar que estamos ante un libro visceral.
“Hay una inteligencia cerebral como existe una inteligencia visceral o salival.
La inteligencia circula en la sangre como la inmensidad parpadeante en la
telaraña eléctrica del Cosmos. El cuerpo destella y nada en inteligencia, como
los cetáceos se mecen en el vaivén tranquilo del mar…” (p. 30)
Ya la palabra “asco”
que relampaguea en el título alude a lo corpóreo y, si abrimos las páginas del
libro y auscultamos sus epígrafes, encontraremos una confirmación: todos, o
casi todos, hacen referencia al cuerpo, a la enfermedad y a la muerte…
Aunque el autor se
reconoce como un escéptico sin mayores esperanzas respecto al ser humano y a
nuestro cometido en este mundo (¿acaso existe otro?), a menudo asoma un afán,
incluso desesperado, por encontrar respuestas a las perennes preguntas de los
niños y de la Filosofía: ¿quiénes somos? ¿por qué y para qué estamos aquí? Con
frecuencia lo veremos lanzar rabiosos puñetazos e invectivas al fantasma de
Dios –el Dios del monoteísmo judeocristiano-, y en no pocas ocasiones estas nos
dejarán la impresión de ser los airados reclamos de un niño abandonado por sus
padres al anochecer en una estación del tren…
Los más de quinientos
aforismos reunidos en la obra no están
divididos en secciones que orienten a los lectores de los temas que el autor
abordará, y aparecen simplemente numerados, algunos con un breve encabezado en
mayúsculas a manera de título. A pesar de ello, quienes transiten de principio
a fin por las páginas de este magnífico libro, advertirán que, más allá de las
contradicciones, del aparente caos o arbitrariedad, existe una sutil ilación,
un delicado argumento que organiza y estructura el pensamiento… Quizás sea esto
una suerte de metáfora, un comentario lacónico del viaje espiritual del autor, que nos revela de esta forma que su
intensa búsqueda existencial asoma a
puerto, encuentra por fin respuestas… La
“gigantesca discordia resplandeciente” que, en palabras de Quevedo, es el
Universo, no es Caos, aunque la contradicción y las violencias cataclísmicas le
sean inherentes. “La verdad”, nos dice Rodríguez, “sería el estado de reposada
fortaleza (e integridad) espiritual ante la presencia de la muerte. Es aceptar transformar
el hecho de morir en un fenómeno más de la realidad cósmica, de cuya vastedad
somos un asombrado espejo.” (p. 119)
Desde luego, no
coincido siempre con Francisco. ¿Cómo podría ser de otra manera? Este es un
libro personal, que da cuenta de un itinerario espiritual, de la búsqueda de
una respuesta más allá de lo puramente intelectual --una respuesta vital,
existencial--, a las preguntas de
siempre. La obra de Francisco Rodríguez
es uno de los secretos mejor guardados en nuestra aldea, y sus selectos y
entusiastas lectores nos debatimos entre el deseo egoísta de mantenerlo en esta
condición que nos hace sentir privilegiados, o compartir con otros el revulsivo
fecundo de su pensamiento.