Nacida en Cartago en 1928 de padre
español y madre costarricense, Carmen Naranjo se trasladó a vivir a San José con
su familia cuando era una niña de tres años. Fue en su hogar la única hija, tercera
de cuatro hermanos. A la edad siete años enfermó de poliomielitis, como
consecuencia de lo cual vivió postrada durante un par de años. Se recuperó sin
mayores consecuencias, gracias en gran medida a los cuidados de su abuela,
quien vino de España para atenderla. En el documental biográfico Carmen
Naranjo, una vida sin miedo, realizado nueve años antes de su
fallecimiento, la autora revela que el de sus padres fue un matrimonio infeliz.
La joven Naranjo concluyó sus estudios secundarios en el Colegio de Señoritas,
en San José, y luego se graduó en Filología Hispánica en la Universidad de
Costa Rica. En ese mismo documental declara que, aunque ya en su
niñez escribía, empezó a hacerlo “más abiertamente, para publicar” tras la muerte de su padre.
“Yo tenía miedo de enseñarle las cosas y que él dijera: ‘qué torpe es esta
chiquita”. Y también, como esa pena, porque la poesía es un poco como
desnudarse a que viera mis sentimientos, mis angustias… A veces la familia es
la que más cohíbe a un artista”, afirma ahí mismo.
Tras la Guerra Civil de 1948, Naranjo se
vincula al triunfante Partido Liberación Nacional. Ocupará diversos cargos
públicos de creciente importancia, entre ellos el de embajadora de Costa Rica
ante Israel (1972-1974) y el de ministra de Cultura, Juventud y Deportes (1974-
1976). A partir de 1966, comienza a publicar regularmente poemarios y novelas,
más adelante también cuentarios, ensayos y algunas obras teatrales.
El lesbianismo de Naranjo es algo que
apenas se ha ventilado públicamente, aunque era un secreto a voces ya en vida
de la autora. Hoy, su nombre es infaltable en los estudios sobre literatura
gay/lésbica del país. (Véase, por ejemplo, Aproximación a la literatura LGBT
en Costa Rica, de Alexánder Obando, o también Voces gay en la literatura
costarricense, de Candide Carrasco).
En entrevista con Ronald Campos López, el escritor Uriel Quesada, quien inició su andadura literaria en el taller dirigido por la escritora, es la única persona, hasta donde sé, que se ha referido abiertamente al lesbianismo de Naranjo. Sobre el taller literario, recuerda que “(…) por supuesto, la diferencia en la orientación sexual no era algo de lo que se hablaba“, y más específicamente, refiriéndose a su relación con la escritora, agrega que: “…algo que yo siempre lamenté es que Carmen jamás se salió del clóset conmigo”.
Las orientaciones sexuales divergentes,
y el lesbianismo en particular, no eran tematizadas en la literatura
costarricense del siglo XX -especialmente en la narrativa-, y cuando se abordaron,
se hacía por lo general desde una perspectiva satírica, burlesca o grotesca,
como explican Obando y Carrasco en los artículos citados más arriba. Excepción
a lo anterior son algunos textos de Alfonso Chase y, más adelante, también de
José Ricardo Cháves, así como también en poemas de diversos autores y autoras. Inclusive
las personas reconocidamente homosexuales o lesbianas enmascaraban su discurso. Apunta Carrasco que “…en Costa Rica estábamos hasta
hace muy poco en la primera etapa del movimiento gay, es decir, el arte de la
sugestión más que de la afirmación. El lector gay tenía que operar un verdadero
análisis para descubrir un subtexto que por fin le permitiera encontrar un eco
de sí mismo” (p. 84). A esto lo ha llamado Quesada, sugerentemente, “literatura
desde el clóset.” Como veremos a continuación, este el caso de Memorias
de un hombre palabra. Bajo la máscara de un burócrata desarraigado, se
enmascara la soledad y los dilemas de un sujeto incapaz de establecer lazos
sociales pero, muy particularmente, de vincularse con el sexo opuesto..
Tanto en el documental ya mencionado,
como en algunas entrevistas que concedió, Carmen Naranjo ubica su novela Memorias
de un hombre palabra, en lo que suele denominar su “ciclo sobre la
burocracia”. Por ejemplo, en una entrevista con Evelyn Picón Garfield, la
autora declara:
“A mí me ha
interesado muchísimo el hombre nadie, el Don Nadie, incluso tengo una poesía
que se llama "Homenaje a Don Nadie". Una larga poesía que es un
libro. (…). Entonces yo me propuse escribir una trilogía sobre los fenómenos de
la burocracia. La primera fue Los perros no ladraron que es la clase media
media, luego Camino al mediodía que es la clase media alta, la de la
empresa privada. Y por último, Memorias de un hombre palabra", que
es la clase media baja. Y ya sentí agotado el tema de la burocracia".
Sin embargo, una lectura atenta de este último libro, nos revela a un personaje cuya ubicación en la estructura social se aborda solo tangencialmente, y cuyo rasgo distintivo es más bien su fracaso e incapacidad para establecer vínculos sociales; un personaje asfixiado por el aislamiento, que en determinado momento se refugia en las palabras con la esperanza de lograr así el vínculo social que lo redima de su soledad. Las referencias a su inserción en una organización productiva son esporádicas y de escasa relevancia, y el tema de las prácticas, rituales y valores asociados a “la burocracia” está casi totalmente ausente.
Repasemos rápidamente el argumento. La palabra “memorias” en el título ya nos pone sobre aviso de la intención de la autora de relatar la totalidad de la trayectoria vital del personaje principal, cuyo nombre nunca sabremos. Se trata de un hombre nacido en los estratos bajos, mas no miserables, de la sociedad costarricense, hijo de una madre soltera y trabajadora. El padre, sastre de oficio, ha desaparecido de la vida de ambos. Ni el país ni la ciudad donde ocurre la acción se revelan, pero hay suficientes elementos contextuales para ubicarla en San José y en Costa Rica… Tampoco existen referencias a la época en que se desarrolla la narración, aunque diversos indicios nos permiten situarla en las décadas intermedias del siglo pasado -grosso modo, coincidentes con el tiempo vital de la autora-.
En su niñez, el personaje logra establecer un fuerte lazo afectivo con su abuelo materno -no así con su madre- y con una vecina y amiga de juegos, “Adelilla”. Tan pronto el niño se convierte en muchacho, la madre le anuncia que debe hacer su propia vida y ella misma se aparta de él para hacer la suya. Instalado en una pensión, el joven empieza a trabajar en una oficina de la que poco se nos dice. De las rutinas y actividades que ahí se desarrollan, y de sus compañeros y compañeras de trabajo, apenas nada.
El protagonista consuma su iniciación sexual en un prostíbulo; posteriormente, conoce a una mujer, Elisa, en un baile. La acecha durante un tiempo y descubre que tiene un pretendiente y que este pretendiente visita, a su vez, a otras mujeres. Cuando el hombre desaparece de la vida de Elisa, el protagonista se acerca a ella. Establecen una relación que es totalmente insatisfactoria para ambos. Se relata la primera (¿única?) relación sexual que sostienen. En medio de una crisis producto de su creciente insatisfacción, el hombre le revela a Elisa que, antes de establecer la relación con ella, merodeó su casa, acechándola. Esta revelación desata una crisis en la mujer, que en ese momento rompe la relación con él. Los hermanos de Elisa propinan una golpiza al protagonista. Como consecuencia de ella, termina en el hospital. El protagonista miente sobre las causas de la paliza que recibió, dice que fue víctima de un asalto y que se defendió valientemente. Esto lo convierte en una especie de héroe entre sus compañeros de trabajo e incluso es objeto de una noticia periodística.
Tras su convalecencia en el hospital, el hombre se aficiona a algunas diversiones y hábitos de consumo que no puede satisfacer con su salario. Consuma entonces un hurto sistemático en su trabajo. Finalmente, su delito es descubierto y el hombre va a prisión. Pagando a un abogado y una fianza, su madre lo saca de ahí, pero no accede a un reencuentro entre ellos.
El protagonista prueba diversos trabajos, sin éxito. Su situación económica y social se vuelve cada vez más precaria, hasta caer en la indigencia y en el alcoholismo. En esta etapa, desarrolla la capacidad de embelesar a los desconocidos con sus palabras. Además, se reencuentra con Adelilla, de quien ya sabíamos por un pasaje previo que vivía en la indigencia. El reencuentro deriva en una relación amorosa, como resultado de la cual Adelilla queda embarazada, pero luego pierde a su hijo. No obstante, otro de los hijos de Adelilla asume como su padre al protagonista.
Formalmente, la novela está narrada en primera persona. En ella predominan largas parrafadas poéticas -a menudo de carácter descriptivo o enumerativo-, entre las cuales se intercalan diálogos aislados y algunas escenas dialogales. La primera persona y el tono manifiestamente poético de la narración, atentan contra la verosimilitud e instauran una disonancia de difícil resolución: ¿Quién me está hablando es de veras un “burócrata” con escasa instrucción? La temporalidad de la narración es líneal -sin alteraciones de ningún tipo- y nos lleva desde la infancia del protagonista en las páginas iniciales, hasta su vida adulta, según se ha referido.
Ocultamiento y revelación
Repasemos ahora con detalle algunas escenas de la narración que nos permitirán considerar mejor la sensibilidad de nuestro anónimo protagonista y el sentido de la obra. La edición que utilizamos es la de 1976.
En las primeras páginas, se relata como el protagonista recuerda con pavor las noches de su infancia en su hogar: “No tuve miedo a los fantasmas, ni a los ladrones, sino a esos animales de la noche, levantados en odio, buscando la parte tierna de los cuerpos para inyectar sus venenos.
-
¡Ay!
Convulsiones de pavor calladas en las
largas noches de mi cuarto, desvelos interminables entre aquellas paredes,
temores al más leve contacto. Ruidos cerca de los oídos. Escalofríos,
palpitaciones. La mañana era el telón de las seguridades” (p.12). ¿Acaso hay
aquí el rastro velado de una experiencia de abuso sexual? No me corresponde
decirlo, aunque las imágenes son bastante sugerentes.
El protagonista describe su mundo infantil
como un “laberinto en que encontraba de pronto a mi madre y sentía vergüenza
hasta de mis pensamientos. Esa presencia amenazante de alacranes y escorpiones
debajo del piso” (p. 13).
La sombra de la relación con su madre
-esa mujer cuyos ojos él siente como un látigo (p.17), que no duda en decirle
que es una carga para ella (p. 17) y que lo abandonará tan pronto él acceda a
la mayoría de edad, cuya voz escucha siempre que oye un “no” (p.16)-, se
extenderá hasta la vida adulta del protagonista, envenenando su forma de relacionarse
con las mujeres: Así, el protagonista refiere que “en algunas (mujeres) busqué
algo del látigo que colgaba de sus nervios tensos. Apareció una aversión de
laberintos y en la oscuridad me perdí en cazas interiores que fueron como un
dolor de cabeza repentino, absorbente, enervante. En otras me atrajo su sonrisa
igual, escasa, amarga. Pasó lo mismo, hasta tuve sensación de asco. Quizás
todas tengan algo suyo y yo me niegue a palparlo. Me cierro a encontrarla, no
la quiero confundida con otras mujeres; pesaría demasiado, cerraría las
puertas, haría temblar las camas, llenaría de animales horribles las sábanas,
me impediría soñar que me siembro un tanto” (p. 16). En resumen, la relación enfermiza
con la madre ha dañado irreparablemente las posibilidades del protagonista de
relacionarse afectivamente con las mujeres.
Muy temprano en su niñez, nuestro personaje descubre la mentira como un refugio:
“ – Vení a jugar.
– No
me gustan los juegos.
Me gustan: la mentira es un recurso
temprano para esconderse” (p. 9).
Así pues, el laberinto emocional, en
cuyos meandros y recodos se encontrará perdido el protagonista más adelante en
su vida, empieza a tejerse desde su más tierna infancia.
En medio de ese mundo hostil, el único
refugio es su abuelo materno -“lo esperé siempre. Tal vez aún lo espero. (…) Corría
hacia él, espontáneo, movido por los imanes que tienen las cosas buenas” (p.20)-.
Con él establece un vínculo afectivo que será casi la única excepción en el
árido desierto de su vida. A su muerte, el niño lanza esta conmovedora
imploración:
“ – ¡No nos dejés tan solos! ¡No! ¡No
nos dejés!” (p. 23).
El padre nunca existió. De él dice que
“no lo oí mencionar como a un ser concreto. Era más bien pedazos de persona” (p.
18), para agregar un poco más adelante: “lo he buscado sin brújulas, sin
rumbos, sin siquiera proponérmelo. Lo he visto en los hombros de todos los
hombres. A todos les he robado un poco para tener su imagen completa” (p. 19).
La narración avanza mediante grandes
elipsis. Nada se nos dice del paso por la escuela primaria del protagonista: ninguna
huella, ninguna marca; ni un compañerito, ni una maestra, ningún juego, ninguna
anécdota, ninguna palabra… Nada. Absolutamente nada. De pronto, el protagonista
ha concluido sus estudios y le dice su madre:
“ – Parece que este será tu último y
primer título.
Mi nombre en la figura de un marco.
Emoción y miedo” (p. 27).
¿Ha concluido el protagonista sus
estudios primarios o secundarios? No resulta claro. Que se enuncie como “el
primer título” sugiere que se trata de un título de educación primaria. A
renglón seguido, el protagonista empieza a trabajar:
“– Todo está listo. Mañana empezarás a
trabajar. Si salís bien, como espero, habremos acabado”. (p. 27)
Es así como la madre se despide de él:
“ – Mi labor se ha acabado. Ahora
quiero acabar sola. Ya sos un hombre, listo para vivir tu propia vida” (p. 28).
A modo de despedida, la madre le
espeta:
“ – No tenés por qué venir. No quiero
que sintás obligaciones. Estoy feliz sin el peso de tu responsabilidad” (p. 29).
Nuevamente, la verosimilitud de la
narración se tambalea. Es difícil imaginar una escena de esta naturaleza en la Costa
Rica de mediados del siglo pasado. Si hemos de dar crédito a la narración, será
esta la última vez que madre e hijo se vean. Mi incredulidad como lector crece:
apenas se nos ha referido algo de su niñez, y de pronto descubrimos que nuestro
personaje es ya un muchacho de dieciséis o diecisiete años que ha concluido sus
estudios ¿primarios o secundarios?. ¡Y nada, ni una palabra se nos ha dicho de
sus compañeros, de sus maestras o profesores, de las muchachas y muchachos de
su vecindario…! No hay rastro alguno de esas etapas de su vida. Nada se nos dice
de su atracción por las mujeres (¡o por los hombres!), nada de juegos, nada de
las tormentas de la pubertad. Su soledad o aislamiento son totales.
Sobra decir que un título de educación
secundaria tenía en los años 50 y 60 del siglo pasado un valor simbólico muy
distinto del que puede tener hoy, representaba un nivel de cualificación mucho
mayor. El protagonista empieza a trabajar enseguida en una oficina, realizando
trabajos de escritorio. Es poco probable, aunque no imposible, que accediera a
un puesto de esta naturaleza tratándose de un título escolar. Dejando de lado
esto, nunca se nos dice qué tipo de empresa es esa en la que trabaja nuestro
personaje, ni se describen sus responsabilidades y tareas.
En este punto, el protagonista va a
vivir como pensionista en una casa de habitación e inicia su vida como hombre
independiente en la ciudad - “las calles como una tormenta” (p. 30)-, mientras
reconoce que adentro ha “ido montando mi propia tragedia, acumulando las orfandades,
archivando los golpes, desafinando los instrumentos de mi vida y guardando mis
gritos dolorosos” (p. 31).
Llega el momento de su iniciación
sexual con una prostituta. “La primera vez tuve miedo (“vamos, cariño, si es
muy fácil, ya verás”). Encontré su cuerpo demasiado delgado. (“Así, despacito”).
El olor de su sudor me incomodaba en la cara. (“No seás tan bruto”). Un dolor
repentino en el músculo. (“Un poquito más”). Ahora era una forma de cansarme,
de limpiarme los nervios, de encontrar un sueño apacible.” (p. 31) Seriamente me
pregunto a qué músculo se referirá el narrador en esta escena.
Es entonces, en esta etapa en que el
protagonista descubre la vida nocturna, cuando se reencuentra en una calle con
Adelilla, su amiga de infancia, hoy convertida en pordiosera: “En la calle,
cerca del mercado cerrado, me encuentro a Adelilla. En su regazo un bebé apura
del pecho. A su orilla duerme un niño pequeñito. Más allá, otro deja colgar su cabeza
en el filo de una pared” (p. 32).
Asistimos en seguida a una escena que
prefigura al hombre que más adelante acechará a Elvira. En una sala de cine, una
mujer llama su atención y el protagonista se acerca a ella, la incomoda y la
mujer abandona la sala. Él lo hace tras ella. Finalmente, la alcanza.
“Hago un discurso, un encuentro con
palabras desorbitadas, un relamer historias deshilvanadas. Me presento puro, casi
desnudo, en mis hondos enredos que ni yo mismo descifro. Levanto un puente de
frases, impensadas, improvisadas. ¿De dónde brota este manantial? Tengo la
sensación de que me estoy desangrando.
– – ¡Usted está loco! ¡Cállese, por favor!
Me desconcierta su réplica. Yo tampoco
me entiendo, no sé ni en qué idioma hablo ni por qué lo hago. Pero, no puedo
parar el tono vehemente de mi voz” (p. 34).
Esta experiencia se repetirá otras
veces a lo largo de la vida del protagonista: cada vez que abra su corazón,
cada vez que intente comunicarse con alguien, termina avasallando a su
interlocutor y recibiendo rechazo y censura. Así ocurre esta vez cuando la
mujer, espantada, huye: “Ella corre, corre por la noche, corre con el terror de
mis manos que eran solo palabras de soledad” (p. 34).
Otra escena reveladora se relata a
continuación. La soledad del personaje ha comenzado a despertar sospechas y la
dueña de la pensión le dice:
“– Últimamente se ha echado usted a la
perdición, se está afrancesando” (p.38). De entrada, el personaje no entiende a
qué se refiere ella, pero más adelante, otra persona le dice lo mismo de forma
más explícita:
“– ¿Por qué no busca novia? Hay gente
que lo está confundiendo. Ya sabe usted cómo es la humanidad, al menor pretexto
lo convierte a uno en postre” (p. 38).
Esto lleva a nuestro personaje a observar
con más atención la vida de sus compañeros de oficina:
“Descubro que el mensajero no es tan
varonil como aparenta en su grosero vocabulario. Lo espera en la esquina un
hombre viejo, en un vehículo casi niquelado. (…) Descubro que me producen una
fricción grata las fallas de los otros. Descubro cuál es mi destino, el destino
apagado que acepté desde el primer día, en el momento decisivo en que alguien
apuntó en una tarjeta “es un niño normal”“ (p. 39).
Será este el pasaje en el que se
aborde más explícitamente el tema de la diferencia de la heteronormatividad.
Casi en seguida se desarrolla una larga escena en la que el protagonista establece
un acercamiento con otro huésped de la misma pensión donde él se hospeda. Para
mí esta es una de las escenas más conmovedoras de la novela:
El protagonista y el otro huésped descubren
rápidamente su afinidad, pero cuando se conocen, el primero se ha comprometido y
está próximo a casarse. Confiesa entonces que tiene “…una especie de temor a
que se cumpla lo que toda la vida he creído, que la relación humana es un
pretexto para descargar todas las quejas que gravitan en el centro de cada uno”
(p. 41). Y luego afirma:
“– Un hogar es un refugio. Tengo
ilusión de algo propio, pero también temo” (p. 42).
Y agrega:
“– Sé que algo muere en mí y no me
lleno de ilusiones por lo que viene. Las palabras calladas me han venido
pesando en el oído. Me he pensado tantas veces, que ya no trato de saber cómo
soy. Me basta creer que soy como los demás” (p. 42).
Esto es lo más parecido a una amistad,
a un vínculo (aparte del que estableció con el abuelo y con Adelilla, en la
niñez) que hemos visto y que veremos en el libro. Más adelante, a modo de despedida, uno de los
dos (aunque no sabemos con certeza cuál de ellos), declara:
“– Me hubiera gustado caminar con
usted por esas calles y quedarme conversando sobre tantas cosas que nos pasar
por dentro y rara vez confiamos” (p. 42).
Y el amigo recién encontrado y pronto
a casarse, le dice:
“– Usted tiene una mirada muy
especial. Me dice mucho. En el fondo puedo pesar esas palabras que no dice.
Piensa que soy un cobarde porque huyo de mí mismo” (p. 43).
Y el encuentro entre los dos
compañeros de pensión termina con estas palabras del recién encontrado
conocido/desconocido:
“– En todo caso ya estoy definido, sin
marcha atrás. Perdone toda esta confesión” (p. 44).
El protagonista regresa a su
dormitorio más solo que nunca, y se dice: “El compañero de naufragio ha
encontrado un salvavidas con que seguir nadando” (p. 44).
Los dilemas del matrimonio, del hogar,
de la vida familiar para estos “seres solitarios”, aparecen dibujados con
suficiente claridad. En su enmascaramiento, la escena es transparente y no
requiere de mayor comentario.
Tras este encuentro, nuestro
protagonista trata de hacer “una vida normal”. En un baile, se acerca una mujer
y baila con ella. Conversan.
“Empiezo a sacar mis palabras, mis
sonrisas, mis meditaciones, mis pensamientos, mis miedos”, y lo que obtiene por
respuesta es esta réplica:
“– ¡Es usted un caso de psicólogo!” (p.
49).
Será esta la segunda ocasión en que,
tras sincerarse o revelarse con sus palabras, nuestro personaje reciba por
respuesta una frase lapidaria de rechazo. A pesar de este rechazo, el protagonista
se propone seguir a la mujer, espiarla, y la acecha sin resolverse a acercarse
a ella. En ese lapso, averigua que la mujer se llama Elisa y descubre que tiene
un pretendiente, pero además descubre que este pretendiente, estudiante de abogacía
y de mejor posición social que ella y que él, “un buen partido”, tiene otras
mujeres y, en definitiva, no pretende nada serio con Elisa. El supuesto
pretendiente finalmente deja de visitar a la joven y solo entonces nuestro personaje
se decide a irrumpir en su vida. Tras reconocerlo como aquél con quien bailó
una noche, tiempo atrás, y evidentemente movida por el despecho de su anterior
relación, ella lo acepta. El acercamiento a Elisa también será tratado con
minuciosa atención.
Algunos días después, hay un primer
contacto físico:
“Hubo un momento en que una mano suya
cayó entre las mías. Entonces supe definitivamente que no la quería, que no la
podría querer nunca. (…) Quise huir y retuve la mano con un gesto de
agradecimiento“ (pgs. 55-56).
No obstante, el personaje se resigna o
acepta entrar en el juego convencional del amor:
“Surgió la miel casi como un
aditamento postizo, me molestaba horrorosamente y la recibí, la esperaba, casi
la exigía. Sensaciones confusas que me hacían esperar un momento de frialdad
para decir adiós, y una demanda de atenciones y cariños que me envolvían en
pañales de ternura y de lástima. Un acercarse al amor, a un juego del amor, que
no es amor” (p. 56).
El acercamiento físico es tortuoso. Como
él no toma la iniciativa, termina haciéndolo ella: “El frote humano desvanecía
mi frialdad intelectual” (p. 56). Nuestro protagonista inventa historias de
conquistas eróticas, decenas de mujeres con las que ha estado, pero todo ello
no es más que un “…escudo de palabras, afirmaciones casi sepultadas,
escondidas, gritando lo cierto sobre los riñones, sensaciones de mal genio,
apremiantes, tímidas, confusas, deseosas de volver a la soledad para repasar
este encuentro” (p. 57).
Finalmente, llega el día en que consuman
un encuentro erótico. Tanteos, titubeos, dudas. “Al pie del diván caen las
ropas gruesas y luego las íntimas.
–
Tengo miedo.
Todos tememos abrir la primera puerta”
(p. 60). Casi enseguida, el protagonista admite que “.., un poco de vergüenza nos
hizo reír tontamente. ¿La conjugación de los apetitos? Podría ser, pero el
miedo estuvo presente, el miedo al miedo y el miedo a la posesión” (p. 60-61). Y
la escena concluye con esta observación: “huimos asustados de la intimidad
confiada (p. 61).
Tras esta experiencia, el protagonista
regresa a su habitación donde es presa del pánico. Imagina “su risa eterna
entre las paredes, su resignación cada vez más acentuada, hijos cansados
brotando de su seno, sus manos -con las mismas pecas que las de ella-
dividiendo el aire: hasta aquí lo mío, hasta allá lo tuyo. Sus palabras
cobrando presencia, cayendo del techo como una gotera oscura. Sus ojos frente a
los míos, escarbando, gruñendo, exigiendo, maldiciendo la hora del diván” (p.
61).
A pesar del pavor y del rechazo que experimenta,
“…tenemos miedo a confesar que no nos queremos, que nos molestamos el uno al
otro, que en ambos ha habido un gesto de resignación sobre uno de curiosidad,
que detrás de las sonrisas plácidas se esconde una repulsión viva e innegable”
(p. 62).
El protagonista , angustiado,
reflexiona: “Si pudiera empezar a desahogarme, si pudiera encontrar la llave
que me abra el interior y me permita deshilvanar mi propio enredo en una forma entendible.
Si pudiera devolver los hechos y situar el punto álgido de las confusiones” (p.
64).
Como ya hemos visto, cada vez que intentó hacerlo, fue rechazado con violencia. Finalmente, lo hace con
Elisa. La escena es confusa, pero al parecer, el protagonista realiza una
especie de confesión, “borbollones de frases llenas de sentimientos,
confidencias de uno mismo que sólo se desahogan en los versos” (p. 65), pero además
confiesa que, anteriormente, había “espiado” a Elisa. Esto desencadena la
ruptura:
“– ¡Es un ser bajo°! ¡Quítenlo de aquí! ¡No
quiero verlo nunca más en mi vida!” (p. 65).
Poco después, los hermanos de Elisa le
propinan la golpiza que lo enviará al hospital:
“– ¡Es un sátiro! ¡Un hijoeputa! No sé
cómo siquiera pude aguantarlo una noche. Le tengo asco. (…) ¡Denle más duro!
¡Más! ¡Que sienta en su propia carne toda la repugnancia que merece!” (p. 66).
Tras engañar a sus compañeros de
trabajo haciéndoles creer que fue víctima un asalto y que él se defendió
valientemente, convirtiéndose para ellos -y para la sociedad- en una especie de
héroe, la soledad del protagonista es completa: “…Dios me ha olvidado, yo soy un olvido de
Dios.” (p. 71), “No pertenezco a la gran creación, a la que se pasea en carro y
sale en los periódicos, a la que tiene voz y se le oye, a la que toca y se le
espera, a la que se sienta a comer con la vista de la mañana” (p. 71).
Se refugia entonces en la lectura de
El Quijote y, en diálogo con él, medita: “Yo, remedio vergonzante de mis propias
tristezas, que no he hecho más que lamentarme por dentro. Maricón de
nacimiento. Cobarde sustancial. Endeble personaje de lances reales. Miedoso
espectador de la vida” (p. 73). Y también: “El miedo que me tengo, me encierra
sin perfiles” (p. 74).
La lectora del Quijote lo lleva a
descubrir que “…nunca he tenido fe en la vida, que mi única fe ha estado en la
muerte. Morir en el momento oportuno, ésa ha sido mi ambición, morir lentamente
con conciencia del paso final (…), morir con la frente abierta, sin un gesto de
cobardía, sin querer quedarse en los adioses, morir libre y solo” (p. 75).
Es entonces un hombre de treinta años
o poco más (p. 85), pero se siente
viejo, acabado y sin futuro, “…soltero, sin oficio, sin vocación, sin familia,
sin lazos afectivos, sin hazañas…” (p. 91).
Tras salir del hospital, el
protagonista acude donde un médico, quien le recomienda ir con un psiquiatra.
Concluida la cita, el protagonista espera que el médico salga de su consultorio
para sostener con él un intercambio adicional de palabras, que la narración
refiere elípticamente:
“Camino por la acera cien veces. Tengo
que esperarlo. Debo decirle dos palabras más, por lo menos identificarme.
Cuando me lo encuentro frente a frente, imito su mirada redonda.
– No diga nada. Ya sé lo que pasó.
Sabía que eso iba a pasar desde que usted entró a mi despacho.
No quiero el análisis de ese suceso. Lo
retengo de un brazo y me identifico, le enseño mi verdadero retrato, le digo
hermano, le exijo atención.
– ¡Vamos! ¡Con que esas tenemos!
También eso lo sabía, pero estaba seguro de que no se animaría a decirlo.
Usted no necesita mis servicios profesionales. Usted está como todos, como yo
mismo. Aquí vienen los que están en el círculo, en la rueda del fuego, a punto
de ser consumidos. Usted arde” (p. 93, resaltados míos).
Como se ve, el tratamiento de este
encuentro es harto críptico, aunque ofrece pistas reveladoras.
Fracasado este intento de aceptación y
redención, la marginalidad del protagonista resulta inevitable. De entrada, se
nos dice que compra desaforadamente objetos inútiles, que cultiva diversas
aficiones, y que esto lo lleva a incurrir en gastos más allá de sus
posibilidades. Para sufragarlos, comete pequeños hurtos primero, luego no tan
pequeños, en la empresa donde trabaja. Finalmente, sus robos son descubiertos.
Los agentes lo instan a confesar. “Confesar era precisamente lo que quería,
comenzar a contar mi vida despacio y luego precipitarme en el caos de mis
cataratas internas…” (p. 97). ¿Un
burócrata?
Concluida la confesión, resuenan (¿imaginariamente?)
en su mente los juicios de los otros, de sus compañeros de trabajo, de aquellos
con quienes se ha cruzado en el camino: “es un pobre diablo”, “un hipócrita”, “un
ratón casero”, “un pobre diablo”, “un tarado”, “un acomplejado”, etc., etc., y
casi terminando la larga andanada de juicios infamantes, denigrantes, aparece
esta seguidilla: “un sádico”, “un enfermo sexual”, “un maricón”, “un vicioso”…”
(p.98).
En la prisión a donde el protagonista
es recluido, es denigrado por los otros, pero también siente que “empieza a ser
alguien”. Sin embargo, tampoco logra comunión con sus compañeros de encierro:
“- ¿Por qué estás aquí?
La persecución no acaba tras un rayo
de sol. Siempre había que explicar un porqué” (p. 100)
Cuando lo arrojan a la calle, luego de
que su madre cubriera sus deudas y pagara una fianza para obtener su libertad,
nuestro personaje se dice: “¿Libre? ¿Cómo? ¿Por qué? No me van a engañar
fácilmente: he cometido un delito. Soy un delincuente” (p.101).
Libre de nuevo, busca trabajo, sin
éxito, busca también “…un lugar donde encerrarme con mis pensamientos, un
refugio para guardar la monstruosidad que me iba saliendo con solo ponerme a
pensar lo que era, lo que he sido, lo que soy, lo que seré” (p. 105). ¿Un
burócrata?
Arrinconado en los márgenes de
la sociedad, se ve condenado a realizar trabajillos ocasionales, a la pequeña
delincuencia callejera. Recibe entonces humillaciones y desprecio. “Quizás, al
fin, había reconocido la sociedad en que se (sic) movía mi propia
esencia íntima y el reconocimiento me espantaba. Uno puede encontrar todo en
los espejos de su propiedad. Cuando los ajenos señalan nuestros defectos, nos
ahogan, nos patean, nos aniquilan, nos matan del miedo a la monstruosidad
interna” (p. 108). ¿Un burócrata?
Reflexiona el protagonista: “Mis
laberintos son círculos cerrados que empiezan en mí, me recorren todo y se
quedan en mí. Y por esos laberintos no camina Dios” (p. 109). ¿Un pequeño burócrata
con educación escolar?
Más adelante, el protagonista reconoce:
“Tengo miedo, miedo al silencio y miedo a las palabras…” (p. 111). No obstante,
logra vencer su miedo y se asume, se reconoce, como un “hombre palabra”: “Soy
hombre palabra. Tengo que estallar contra su silencio. No puedo callarme”
(p.112). Las palabras son para este hombre “recursos de sumergirse, de penetrar
calladamente, de sentirse sin fronteras en el escarbarse interno, de meter la
cabeza adentro, de confesarse las vergüenzas, los atrevimientos, los pasos
extraviados en los ahondamientos, cavernas de uno mismo bordeadas de disfraces
y de frases hechas, túneles donde nos perdemos sin encontrarnos, escapes en que
nos apresamos llenos de pellejos oscuros, fortalezas de debilidades en que
lloramos, reímos, nos excitamos, mentimos, juramos, desahogamos cóleras,
sepultamos nuestros pedazos muertos” (p. 25). ¿Un burócrata?
Pide ser escuchado, ser reconocido por
los otros, por el lector/transeúnte, a quien también se dirige: “En el fondo
usted también descubre su memoria y la tapa con palabras”.
En este punto, el personaje sufre una de
transformación. Tras asumirse como “hombre palabra”, se convierte en un hablador
incontinente: “Empecé con mis discursos. Los hacía apenas tenía enfrente un
oidor. Si había dos me inspiraba más” (p. 115). Y poco más adelante, externa
esta conclusión: “Todos queremos un cuento, una novela, un poema: algo que nos
exprese como historia, algo que nos defina como un pedazo humano. Pero la vida
está demasiado ocupada, demasiado llena, tiene muchos significados escritos,
lleva colgaduras de modelos por todos lados en que se la toque. No hay espacio
ni tiempo para el hombre que despierta, que empieza a cargar con la conciencia
de sí mismo. Buscarnos en los modelos es vivir la aventura más trágica, la
que nos deja una herencia de máscaras sin contenido, la que se burla y nos
oprime con una risa descarnada…” (p.116, resaltado mío) Tremenda y dolorosa
confesión a la luz de la mirada que venimos desplegando sobre el texto.
A partir de este momento, el personaje
prorrumpe en largos discursos en bares, en cantinas, dirigidos a quien quiera
escucharlo, y se convierte en algo intermedio entre un charlatán y un filósofo
callejero.
De esta forma, el personaje viene a
descubrir que “La amistad es tejer historias para los otros, es hacer a los
hombres historia, es brindarles nuestras palabras, es prestarles nuestra
imaginación, es decirles “están vivos y no serán fácil presa de la muerte”, es
entretenerlos con sus propias inquietudes, es ampliar sus versiones, es darles
dimensión dentro de su breve tiempo, es esculpirles la memoria, es decirles que
tuvieron, es señalarles la importancia de lo que fueron, es hacerlos
propietarios de sus recuerdos, es introducirse en su propio monólogo, es
enfatizar sus pequeñas importancias, es extender el panorama de sus días
iguales. Y yo amigo, y yo confidente, y yo inventor de historias, y yo contador
de cuentos, y yo constructor de episodios, y yo ilustrador de semejanzas, me
gano el primer galardón de mi vida, el galardón del primer eco” (p. 126).
Todo lo anterior puede fácilmente ser
interpretado como una toma de conciencia y de posición sobre lo que es la
literatura y sobre su papel en la sociedad. El hombre palabra, incapaz de
revelarse a sí mismo pues cada vez que lo ha intentado recibe a cambio sanción
y rechazo social, se enmascara en las historias de los otros y es finalmente
aceptado (“me gano el primer galardón de mi vida”) convirtiéndose en “el primer
eco”.
El epílogo de la obra relata el reencuentro del personaje con Adelilla, su amiga/amor de infancia. Se plantea la posibilidad de ser padre, de tener una descendencia: “¿Un hijo? Me siento observado por los siglos y una timidez suave me deja sin palabras. (…) No puedo tener un hijo. Sí, lo puedo tener, No, no debo. Tengo derecho. Es absurdo. Es natural. No puedo ser tan irresponsable. Estoy en la prueba de mi nacimiento” (p. 134). En esos días, el personaje se embriaga y golpea a la mujer. Su hijo muere. “No tendré un hijo, no tendré alguien que me recuerde y que quizás me quiera más allá de mi propia memoria. ¿Un hijo que quiera a su padre? Todos los hijos quieren, quieren hasta en la forma de su odio” (p. 136). No obstante, aunque su hijo biológico en gestación ha muerto como consecuencia de la golpiza que le propinó a Adelilla, uno de los hijos de esta lo adopta a él como padre, lo llama Papá. “No puedo hablarle. No se habla con facilidad a un hijo. (…) La Adelilla nos mira y sonríe. Me ha dado un hijo. El primer y el último encuentro verdadero con uno mismo” (p. 137).
Mínima conclusión
Como hemos podido ver, el “hombre
palabra”, narrador y protagonista de esta breve novela, experimenta desde su
primera infancia insalvables dificultades para establecer lazos sociales y
afectivos. Su mundo emocional se le presenta confuso, ominoso y amenazante. Cuando
crece, el narrador se enfrenta a la dificultad o más bien a la imposibilidad de
comunicar sus experiencias -con la salvedad de un desconocido de quien debe
separarse pronto, pues este ha decidido casarse-, ya que cada vez que lo intenta
es objeto de rechazo, burla y sanción social. Esta dificultad o imposibilidad
es especialmente señalada cuando se trata de establecer vínculos con sujetos
del sexo opuesto. Ahí, el fracaso -y el sufrimiento- del personaje son completos
(salvo en el epílogo, de un carácter más bien fantasioso…) La cárcel/encierro y
la marginalidad social son su inevitable destino.
Desde esta posición, nuestro personaje
opta por convertirse en el “primer eco” de las voces los otros, de las voces de
los demás, de la misma forma en que la autora, de acuerdo con su declaración de
propósitos, ha pretendido hacer de esta una novela sobre la pequeña burocracia.
No obstante, el acercamiento a la
cultura, los valores y las prácticas de la “pequeña burocracia” costarricense
de mediados del siglo XX resulta pobre, estereotipada e inverosímil.
Así pues, esta novela puede
interpretarse como un mensaje cifrado, ocultamiento y revelación de la
experiencia personal de la autora, cuya identidad u orientación lesbiana nunca fue
pública, aunque fuera ampliamente conocida en los círculos políticos,
artísticos e intelectuales en los que ella se desenvolvía.
REFERENCIAS
Campos López, Ronald. “Ese día de las
plumas: entrevista-convite con Uriel Quesada”. ISTMO. Revista virtual de
estudios literarios y culturales centroamericanos 41 (2020): 187-202. Web.
Carrasco, Candide. “Voces gay
en la literatura costarricense.” LETRAS Nro. 35. 2003. Pgs. 81-101
Naranjo, Carmen. “Memorias de un
hombre palabra”. Editorial Costa Rica, segunda edición 1976.
Obando, Alexánder. “Aproximación a la
literatura LGBT en Costa Rica”. En: EL MAS VIOLENTO PARAÍSO, blog
personal del autor. Accesible en: http://elmasviolentoparaiso.blogspot.com/2010/08/querides-amigues-durante-la-semana.html
Picón Garfield, Evelyn. (1). Entrevista con Carmen Naranjo. LETRAS, (11-12), 215-228. Recuperado a partir de
https://www.revistas.una.ac.cr/index.php/letras/article/view/4835
Otras referencias:
Córdoba Barquero, Ligia (Productora y
realizadora). Documental “Carmen Naranjo, una vida sin miedo”. 2003 Accesible
en: https://www.youtube.com/watch?v=BrevIc1KjvA)