(Recupero este inédito fechado en 2007 del archivo de mi compu... Tengo la sospecha de que lo escribí para una columna de diario recientemente desaparecida, y sé que nunca se publicó ahí... ¿Que por qué publicarlo ahora....? ¿Y por qué no, pregunto yo? ¿Acaso le hace daño a alguien? ¿O acaso alguien lo leerá?)
Me pregunto si aún hoy es así, pero cuando yo era
chiquillo, uno de los paseos de rigor entre los niños y adolescentes de clase
media, era ir a Disneylandia o simplemente a “Disney”, para los amigos. Ir a
Disney era el sueño realizable de casi cualquier chiquillo de colegio privado,
y desde luego, también de muchos de colegios públicos. Por lo general el viaje
se redondeaba con una paradita para hacer compras en Miami, y esa era la parte
del paseo que más disfrutaban papi y mami. Porque –para quienes no lo sepan–,
Disney está en Orlando y no en Miami... A los centros comerciales de Miami se
pasaba después de haber estado en Disney para comprar ropa, juguetes y
golosinas. Incluso las madres de familia bien encontraban decoroso y razonable
traer sus maletas repletas con ropa y bisutería para venderla entre amigos y
conocidos, así se redondeaban los gastos de las vacaciones y todo el mundo tan
contento.
Estoy hablando de los años 70, en lo que hoy parece la
prehistoria de la globalización. Los chocolates o caramelos gringos, que desde
hace mucho pueden comprarse en la pulpería de la esquina –bueno, ya no hay muchas pulperías, pero digamos que
en el Minisuper de la esquina o en el “Comida y Conveniencia” (¿?) de la gasolinera– eran rarezas preciosas, tanto más apetecidas
por la incapacidad de adquirirlas. En aquella época los gringos no te cobraban
cien dólares por solicitar la visa –ojo: por solicitarla, no por el derecho de
visa– , y más bien parecían interesados en llevar turistas a su país. Y claro,
en América Latina no había nada más prestigioso, nada más “caché”, nada más
“chic”, que ir de vacaciones a los Estados Unidos, ojalá a Disney. (Después de
Disneylandia llegaría Disney World que está en algún lugar de California de
cuyo nombre no quiero acordarme, y mucho más recientemente, Eurodisney, que
tras su ruidoso fracaso le costó el puesto a más de un ejecutivo de la
trasnacional de la fantasía plástica.)
Pero volvamos a mi historia... El viaje se hacía en diciembre
tras concluir el curso lectivo, o en enero, durante las vacaciones de fin de
año. Desde luego el asunto se planeaba con muchos meses de anticipación, y ya
en agosto o setiembre uno comenzaba a oír las rajonadas de los afortunados que
ese año viajarían a Disney.
Nosotros –mi familia– estábamos en la clase media, alabado
sea el Señor, pero dejábamos los pelos en el alambre, y cada año que pasaba mis
hermanos y yo perdíamos la esperanza de ser llamados algún día al
ma-ra-vi-llo-so Reino de Disney. Yo que había sido lector voraz de “comics” o
historietas, yo que me sabía de memoria la genealogía del Pato Donald, las
cuitas completas del Ratón Mickey, las
aventuras y desventuras de Tribilín, miraba con tristeza como se escurría de
mis manos la posibilidad de conocerlos un día “en persona”, para no hablar de
los juegos mecánicos, de las cestas voladoras, de la casa de los sustos, del
palacio de Blanca Nieves, la nave del Capitán Garfio y quién sabe cuántas cosas
más. Y, desde luego, para no hablar de las gringas: centenares, miles de
gringas rubias y con los ojos azules que pulularían por todas partes, echándome
en falta y preguntándose por qué diablos yo no estaba ahí...
En honor a la verdad y al mito del igualitarismo
costarricense, debo admitir que no estaba solo en mi orfandad, pues entre mis
amigos de entonces, no eran pocos los que compartían aquella desdicha. Pero,
como dicen, “mal de muchos, consuelo de tontos”, y si bien es cierto que
ser-de-los-que-no-habían-ido-nunca-a-Disney reforzaba entre nosotros un difuso
sentimiento de solidaridad, empujándonos a la Avenida Central a lanzar confeti
con mayor entusiasmo, o a las fiestas de Zapote para montarnos en El Martillo y
ver a la Mujer Barbuda, en la soledad silenciosa de la noche, cuando uno hacía
el recuento de lo vivido, quedaba siempre ese vacío, esa falta, ese agujero
irremediable de no haber ido nunca a Disney...
Me pregunto si fue ahí donde nació mi odio asesino contra
el Ratón Mickey, contra el Pato Donald y contra Tribilín... ¿Podría Ud., señor Freud,
decirme si de aquella frustración infantil surgen todos los problemas que he
padecido después, incluyendo mi añeja inmadurez –no confundir con la eterna
juventud–, mi resentimiento social, mi reconcomio antiyanqui, mi, mi, mi...?
Puede ser...