Una vida es
un conjunto de experiencias, la suma de ellas constituye lo que al cabo
llamaremos “mi vida”. Desde luego, esta solo es una perspectiva, una forma de
considerar el asunto, otras existen… Nadie puede dar cuenta de su vida (menos
aún de la vida de otros), pues el espesor del tiempo, su densidad,
resultan ilimitados. ¿Cuánto dura un
instante? ¿Cuál es el alcance de una experiencia?
No
obstante, sabemos que los instantes pasan
y que las experiencias se suceden. Tal y como descubrió respecto del espacio
Zenón de Elea, un instante puede descomponerse hasta el infinito. Fue así como
el memorioso Funes nos reveló que el
relato de una vida tomaría al menos tanto tiempo como vivirla. Y agregaría yo:
y aun así quedaría incompleto, pues restaría el relato de la experiencia de
morir, el punto final del capítulo o de la novela –sobre el asunto existen
opiniones encontradas–.
Por ello
comparto la perspectiva de Víctor Frankl y otros pensadores que han puesto de
manifiesto que el asunto medular de la existencia humana, es el significado o el sentido que damos a
lo que vivimos. No obstante, con ello el asunto se complica pues, con la idea
de “significado”, introducimos también la de alguien, un sujeto, que ordena,
valora, discrimina e interpreta las experiencias. Mas como anotara Schopenhauer hace más de un siglo, cuando la palabra “hombre” todavía significaba “ser humano”, “un
hombre puede hacer lo que quiere, pero no puede querer lo que quiere”. O,
parafraseando a Lacan, ¿cómo afirmar
“yo quiero” si yo mismo soy efecto o consecuencia del deseo de otros, no solo
en el sentido literal (el linaje, la genealogía), sino también, en sentido
amplio, producto y efecto de mi época, de mi tiempo histórico? Así resulta que,
en tanto sujeto de mi deseo y de mi voluntad, yo no soy yo.
Sea como
sea (aún por la ilusión de ser
sujetos), afirmamos constantemente: “yo quiero” y también “no quiero”, “sí” y “no”, las dos
palabras más importantes de cuantas existen, como nos enseña Nietzsche en su Zarathustra.
Acaso sería
más justo decir, como lo hicieron los filósofos existencialistas a mediados del
siglo pasado, que somos un proyecto, un constante hacernos: más que sujetos
acabados, somos un camino, una dirección… Puede que seamos efecto del deseo de
otros, pero en algún momento, o progresivamente, aceptamos vivir, y con ello el
desafío de hacer algo con esto que somos… Eso que poco a poco
se afirma y emerge, que se manifiesta ante los otros mediante actos y palabras,
y ante nosotros mismos, además, como sentimientos y pensamientos, eso es lo que somos…
Sin
embargo, existe una parcela enorme de nuestra experiencia de la que nunca nos
constituimos en sujetos, de la que jamás diremos “yo soy eso”, no porque no hayamos elegido esas experiencias
(siempre es posible elegir la forma como interpretamos, el sentido que damos, a aquello se nos impone), sino más bien
porque algo, alguien, ¿qué?, ¿nosotros mismos?, decide que eso no es relevante y lo excluye de la historia, del relato y de la
experiencia significativa: sueños, temores inconfesables, actos reflejos y
fallidos y el largo etcétera que Freud y sus amigos han estudiado durante más
de un siglo…
A ello
debemos agregar todas las experiencias que ignoramos o excluimos porque
no logramos interpretarlas de manera satisfactoria. Nuestra capacidad de
conceder valor y sentido a lo que vivimos depende, en buena medida, de la
existencia de un marco (conceptual y valorativo) que nos permita interpretarlo.
Tal es una función de las religiones, los mitos, los sistemas de creencias y de
pensamiento, incluyendo el “sentido común” y el pensamiento científico.
De la misma
forma en que solo un pequeño porcentaje del ADN de los genes contiene
información relevante para la reproducción, se diría que más del ochenta por
ciento de nuestras experiencias son, o al menos parecen, inútiles, en este “ser
haciéndonos” que es nuestra historia, la historia de quienes decimos ser.
¿Cómo explorar
esa zona constituida por experiencias que hemos descartado por razones
diversas, no siempre las mismas? Un relato de las experiencias relegadas por el
sujeto, excluidas del sentido, ¿cómo hacerlo? O también: acercarse a la
experiencia propia como si fuera de otro,
¿es posible esto?
Cualquier
tentativa de entender lo que somos ha de contemplar las dos dimensiones: la que
está a la luz, por decirlo de alguna forma, y la de todo lo que hemos
descartado porque desquicia nuestra idea de lo que somos, porque no logramos
comprenderlo o porque, por algún otro motivo, no tiene cabida en el relato que
hemos construido acerca de nosotros mismos.