La única ventaja que los adultos tenemos sobre los niños -si
se la puede llamar así-, es que nosotros sabemos que fuimos niños, pero ellos ni
siquiera imaginan que un día serán viejos…
Una bitácora del día a día, mes a mes, año a año, con textos incómodos o inconexos, de esos que no encuentran cabida en otro sitio, hasta que la muerte u otro bicho o alimaña se aparezca o nos separe... perecgeorges@gmail.com
La única ventaja que los adultos tenemos sobre los niños -si
se la puede llamar así-, es que nosotros sabemos que fuimos niños, pero ellos ni
siquiera imaginan que un día serán viejos…
La tormenta trajo una flor
No sé de dónde la
trajo.
Se maltrataron
sus pétalos
Pero sobrevivió al
granizo.
La tormenta trajo
esta flor
Desde muy lejos
la trajo.
Aunque herida y
lastimada
Brillaba en el
asfalto.
Sobrevivió la
bella flor
Al vendaval y al
granizo
Sus pétalos
lastimados
Sobrevivieron al
frío.
No sé de dónde
vino
Pero la
tormenta
Sobrevivió la
bella flor
Al vendaval y al
granizo.
Cuando arreciaba la
tormenta
Y azotaba el frío
Encontré la bella
flor
Y me sentí tranquilo.
Desde entonces me
acompaña
Desde entonces la
cuido
La flor de la
tormenta
Me acompaña y la
cuido.
Clarisa despertó esa mañana convencida de que era un buen día para morir,
pero lo mismo había sentido muchas veces desde que falleció su marido, diez
años atrás, y aquí seguía tan campante, buscando cada día un motivo para continuar,
preguntándose por qué el destino le había reservado para el final su broma más
amarga -a ella, que no había sido una mala persona…
Solía reflexionar sobre sí misma en tiempo pasado, como si ya todo hubiera concluido,
pero lo cierto del caso era que a pesar de sus dolores articulares y de una
paulatina pérdida de memoria, ninguna enfermedad grave la amenazaba o, dicho en
sus términos, nada prometía poner fin al suplicio. Un castigo, sí, la vejez era
un castigo, sobre todo la vejez sin Armando: condenada a ser testigo impotente
de las enfermedades y la muerte de amigas y amigos, cada vez más aislada en un
mundo desquiciado e incomprensible. Su único refugio eran los recuerdos, pero de
la misma forma en que una mancha de aceite en la superficie vela la visión del
fondo marino, también estos terminaban contaminados por la acritud del
presente.
A menudo lamentaba no tener a quien implorar por su muerte, pues desde muy
joven había desterrado de su mente cualquier vestigio de fe religiosa. A lo sumo
se atrevía a pedirle a Armando que la llevara consigo, pero cuando se
sorprendía haciéndolo, se encontraba ridícula. Algunas veces -pocas- tomaba el
asunto a broma y entablaba diálogo con su difunto marido.
- Imagino que todavía no venís a buscarme porque estás haciendo de las
tuyas allá -le decía, por ejemplo, pues en vida Armando había sido “un picaflor”.
Hasta los oídos de Clarisa llegaron un par de veces los rumores de sus lances
galantes, aunque en casa él jamás cambió su conducta ni dio señales de que su
matrimonio estuviera en peligro. La única ocasión en que Clarisa abordó el
asunto, fue para pedirle discreción. Él se comprometió a ello y cumplió
escrupulosamente su palabra.
Clarisa se permitía de vez en cuando estos diálogos imaginarios con su
marido, pero a los ojos de la ferviente revolucionaria que fue -¿o era todavía?-
aquello era ridículo, sobre todo cuando reparaba en expresiones como “allá”, aludiendo
a la dimensión donde presuntamente se encontraba Armando. (Eso sí, jamás se
permitió completar la expresión, ni siquiera en sus pensamientos, con algo como
“allá arriba…”)
La de ellos había sido una relación de toda la vida: se conocieron poco
antes de cumplir los 20, en la universidad; ambos provenían de familias de
clase trabajadora y fueron los primeros en acceder a estudios superiores. Aunque
Armando estudió arquitectura, su verdadera pasión era la cerámica; sin embargo,
un dejo de realismo le hizo ver que asistir a la universidad para dedicarse a
la cerámica habría sido una afrenta para su padre albañil.
Cuando se conocieron, ambos militaban en la misma organización comunista; juntos
terminaron de crecer y se hicieron profesionales. Aún no cumplían 30 años cuando
celebraron el triunfo de una revolución, y pocos años después experimentaron el
espanto de la represión y bebieron la hiel del exilio. No habían tenido hijos
porque… ¿Por qué no los tuvieron? Porque cuando ella se decidió, ya era un poco
tarde y su organismo no pudo o no quiso…
Una década más tarde cayó la dictadura y ellos hubieran podido regresar a
su país, pero desistieron de hacerlo: demasiadas historias escucharon sobre la
frustración y el desencanto de quienes volvían esperando reencontrar un pasado
que solo existía en ruinas; además, se hallaban a gusto en su patria de acogida,
y viajaban con regularidad a su país natal.
Entre las cosas que habían logrado traer cuando salieron al exilio, estaba
aquel jarrón que modeló Armando poco antes del triunfo de la revolución. No era
una obra muy lograda -con los años, él se convertiría en un excelso ceramista,
pero el jarrón era de la época de sus inicios-, pero sí era de las más
significativas, pues lo llenaron de flores cuando triunfó la revolución y
emprendió con ellos el incierto viaje hacia el exilio (tal vez el único objeto accesorio
que lo hizo). Solían llenarlo de flores para ocasiones especiales: los
aniversarios de boda, la caída de la dictadura y el regreso de la democracia,
el enjuiciamiento y condena de los generales asesinos… Desde luego, durante la
vela de Armando, Clarisa lo llenó con claveles rojos y en la funeraria lo colocó
sobre su ataúd, a la altura del pecho.
Clarisa permanecía tendida en su cama, paladeando el dolor de estar viva. Debían
ser las 6:30 o tal vez las 7 de la mañana. Las cortinas del cuarto se mantenían
cerradas. ¿Para qué levantarse? ¿Para qué levantarse ahora o más tarde o nunca?
No, esta vez se quedaría en la cama el tiempo que fuera necesario, hasta
encontrarse de nuevo con su marido. Ya no saldría de ahí.
De repente pensó en el jarrón, el jarrón que la había acompañado toda su
vida con Armando y los últimos 10 años después de su muerte, y quiso tenerlo a
su lado para morir abrazada a él. Amparada en la resolución de dejarse morir, que
sentía crecer dentro de sí, este no le pareció un gesto melodramático, sino
necesario.
Decidió levantarse por última vez para ir a buscarlo a la mesa del comedor,
donde lo mantenía de ordinario. Tan
pronto lo vio, cayó en cuenta de que hacía meses no le ponía flores. Lo tomó
entre sus manos y emprendió el regreso hacia su habitación; justo cuando
entraba al cuarto tropezó con algo -¿las pantuflas, el cordón de las cortinas?-
y trastabilló. Como en cámara lenta -sí, como en las películas de acción-, vio
como el jarrón escapaba de sus manos y caía al piso, rompiéndose en mil
pedazos. Junto con él, también cayó ella, y por fin experimentó la certeza, el
alivio, la dicha, de saber que ya no se levantaría de ahí.
Cuando en la escuela nos enseñan los colores, nadie nos advierte nunca que
un día perderemos la visión del rojo; esto lo aprendemos después, con
familiares o con desconocidos, y no porque alguien nos lo diga claramente, sino
de esa forma velada, un poco torcida, hecha de silencios incómodos y de frases
inconclusas, como ocurren la mayoría de los descubrimientos importantes en la
vida. Pero una cosa es comprender que esto
le sucede a otros, y otra muy diferente asumir que también nos ocurrirá algún
día…
Todavía recuerdo la primera mañana -no hace tanto de esto- en que una de mis
corbatas favoritas me resultó irreconocible, pues las gruesas rayas rojas que
alternaban con otras azules lucían sospechosamente desteñidas… Aún no llegaban
a ser grises, como las veo hoy, pero el rojo que tan bien conocía, había
perdido intensidad y brillo.
Descarté que hubieran dañado la corbata en la tintorería, pues solo las
franjas rojas lucían irreconocibles; intenté controlar el sobresalto en mi
pecho y me dije que, tal vez, aquello era un efecto de la iluminación. Con la
corbata en las manos, corrí hasta la ventana y abrí las cortinas, pero para mi sorpresa
y decepción, nada cambió… Entonces
comprendí que mi momento había llegado. (Antes -lo entiendo ahora-, recibí algunas
señales de lo que estaba por venir, pero no supe interpretarlas, por ejemplo,
una creciente indiferencia hacia el rojo y, cuando caía en cuenta de esto, un arrollador
sentimiento de nostalgia por los tiempos en que la sola visión de ese color, me
conmovía…)
Aquella mañana no lo comenté con mi mujer y, como había previsto, me anudé cuidadosamente
la corbata al cuello, pues una señal inequívoca de la pérdida del rojo, es la
renuencia a usar prendas de ese color. Hay quienes van más lejos y evitan relacionarse
con cualquier objeto colorado. Caso de sobra conocido es el kétchup, consumido con
fruición hasta cierto momento de la vida, pero luego desdeñado con mohines y
gestos de repulsión. No en vano, cuando se sospecha que la visión del rojo de
alguien declina, se murmura a sus espaldas la manida frase: “A ese, como el
kétchup ya no le sabe bien…”, y otras parecidas.
A nadie sorprende que otro signo evidente de que el rojo ha empezado a desaparecer
de la vista de alguien, sea la conducta opuesta, es decir, el abuso e incluso
la obsesión maniaca por ese color. Si de los primeros se murmura a hurtadillas,
estos últimos son objeto de abierta censura y de burlona irrisión:
- ¡Ese hombre es un “colorado…”!
En las semanas y meses siguientes al episodio de la corbata, las señales se
multiplicaron hasta el punto de que ya no tuve más alternativa que comentarlo
con Martha, mi esposa. Tras escucharme en silencio, ella me miró esforzándose
por lucir comprensiva y restarle importancia al asunto.
- Tranquilo, no te preocupés. Estamos juntos en esto…
Supongo que son las frases que nos enseñan a decir en circunstancias semejantes.
¿Juntos en esto? ¡My ass! El que perdía la visión del rojo era yo, no
ella, que podía seguir vistiendo la hermosa falda roja que le regalé tiempo
atrás, sus camisas rojas, sus calzones, sostenes y pijamas rojos, o poniéndole
kétchup a las hamburguesas y pidiendo pasta pomodori en su restaurante
favorito, como había hecho desde que la conocí…
Varias veces intenté abordar el tema con amigos que, suponía, estaban
pasando o ya habían pasado por lo mismo, pero invariablemente topé con una
barrera de tres metros de espesor:
- ¿Cómo vas con el rojo? -tanteaba
el terreno yo, a sabiendas de que abordaba un tema delicado.
- ¡Ah, el rojo, sí! ¡Es fenomenal! -Y ni media palabra más.
O también:
- ¿Viste qué hermoso pañuelo de seda rojo lleva esa muchacha? -lanzaba
el anzuelo, mientras bebíamos una cerveza. Desde luego, ya entonces el rojo era
para mí un vacío que debía llenar con la imaginación.
- ¡Precioso, sí! -Y ni media
palabra más sobre el tema.
Tras varios intentos infructuosos, terminé por desistir. Desde entonces,
cuando me cruzo en la calle con gente como yo, evito mirarla a los ojos y eludo
su mirada si ellos lo hacen, aunque sé que la humillación y la vergüenza de
quienes perdimos la visión del rojo, son evidentes para todos y con ella
deberemos vivir mientras sigamos aquí.