Clarisa despertó esa mañana convencida de que era un buen día para morir,
pero lo mismo había sentido muchas veces desde que falleció su marido, diez
años atrás, y aquí seguía tan campante, buscando cada día un motivo para continuar,
preguntándose por qué el destino le había reservado para el final su broma más
amarga -a ella, que no había sido una mala persona…
Solía reflexionar sobre sí misma en tiempo pasado, como si ya todo hubiera concluido,
pero lo cierto del caso era que a pesar de sus dolores articulares y de una
paulatina pérdida de memoria, ninguna enfermedad grave la amenazaba o, dicho en
sus términos, nada prometía poner fin al suplicio. Un castigo, sí, la vejez era
un castigo, sobre todo la vejez sin Armando: condenada a ser testigo impotente
de las enfermedades y la muerte de amigas y amigos, cada vez más aislada en un
mundo desquiciado e incomprensible. Su único refugio eran los recuerdos, pero de
la misma forma en que una mancha de aceite en la superficie vela la visión del
fondo marino, también estos terminaban contaminados por la acritud del
presente.
A menudo lamentaba no tener a quien implorar por su muerte, pues desde muy
joven había desterrado de su mente cualquier vestigio de fe religiosa. A lo sumo
se atrevía a pedirle a Armando que la llevara consigo, pero cuando se
sorprendía haciéndolo, se encontraba ridícula. Algunas veces -pocas- tomaba el
asunto a broma y entablaba diálogo con su difunto marido.
- Imagino que todavía no venís a buscarme porque estás haciendo de las
tuyas allá -le decía, por ejemplo, pues en vida Armando había sido “un picaflor”.
Hasta los oídos de Clarisa llegaron un par de veces los rumores de sus lances
galantes, aunque en casa él jamás cambió su conducta ni dio señales de que su
matrimonio estuviera en peligro. La única ocasión en que Clarisa abordó el
asunto, fue para pedirle discreción. Él se comprometió a ello y cumplió
escrupulosamente su palabra.
Clarisa se permitía de vez en cuando estos diálogos imaginarios con su
marido, pero a los ojos de la ferviente revolucionaria que fue -¿o era todavía?-
aquello era ridículo, sobre todo cuando reparaba en expresiones como “allá”, aludiendo
a la dimensión donde presuntamente se encontraba Armando. (Eso sí, jamás se
permitió completar la expresión, ni siquiera en sus pensamientos, con algo como
“allá arriba…”)
La de ellos había sido una relación de toda la vida: se conocieron poco
antes de cumplir los 20, en la universidad; ambos provenían de familias de
clase trabajadora y fueron los primeros en acceder a estudios superiores. Aunque
Armando estudió arquitectura, su verdadera pasión era la cerámica; sin embargo,
un dejo de realismo le hizo ver que asistir a la universidad para dedicarse a
la cerámica habría sido una afrenta para su padre albañil.
Cuando se conocieron, ambos militaban en la misma organización comunista; juntos
terminaron de crecer y se hicieron profesionales. Aún no cumplían 30 años cuando
celebraron el triunfo de una revolución, y pocos años después experimentaron el
espanto de la represión y bebieron la hiel del exilio. No habían tenido hijos
porque… ¿Por qué no los tuvieron? Porque cuando ella se decidió, ya era un poco
tarde y su organismo no pudo o no quiso…
Una década más tarde cayó la dictadura y ellos hubieran podido regresar a
su país, pero desistieron de hacerlo: demasiadas historias escucharon sobre la
frustración y el desencanto de quienes volvían esperando reencontrar un pasado
que solo existía en ruinas; además, se hallaban a gusto en su patria de acogida,
y viajaban con regularidad a su país natal.
Entre las cosas que habían logrado traer cuando salieron al exilio, estaba
aquel jarrón que modeló Armando poco antes del triunfo de la revolución. No era
una obra muy lograda -con los años, él se convertiría en un excelso ceramista,
pero el jarrón era de la época de sus inicios-, pero sí era de las más
significativas, pues lo llenaron de flores cuando triunfó la revolución y
emprendió con ellos el incierto viaje hacia el exilio (tal vez el único objeto accesorio
que lo hizo). Solían llenarlo de flores para ocasiones especiales: los
aniversarios de boda, la caída de la dictadura y el regreso de la democracia,
el enjuiciamiento y condena de los generales asesinos… Desde luego, durante la
vela de Armando, Clarisa lo llenó con claveles rojos y en la funeraria lo colocó
sobre su ataúd, a la altura del pecho.
Clarisa permanecía tendida en su cama, paladeando el dolor de estar viva. Debían
ser las 6:30 o tal vez las 7 de la mañana. Las cortinas del cuarto se mantenían
cerradas. ¿Para qué levantarse? ¿Para qué levantarse ahora o más tarde o nunca?
No, esta vez se quedaría en la cama el tiempo que fuera necesario, hasta
encontrarse de nuevo con su marido. Ya no saldría de ahí.
De repente pensó en el jarrón, el jarrón que la había acompañado toda su
vida con Armando y los últimos 10 años después de su muerte, y quiso tenerlo a
su lado para morir abrazada a él. Amparada en la resolución de dejarse morir, que
sentía crecer dentro de sí, este no le pareció un gesto melodramático, sino
necesario.
Decidió levantarse por última vez para ir a buscarlo a la mesa del comedor,
donde lo mantenía de ordinario. Tan
pronto lo vio, cayó en cuenta de que hacía meses no le ponía flores. Lo tomó
entre sus manos y emprendió el regreso hacia su habitación; justo cuando
entraba al cuarto tropezó con algo -¿las pantuflas, el cordón de las cortinas?-
y trastabilló. Como en cámara lenta -sí, como en las películas de acción-, vio
como el jarrón escapaba de sus manos y caía al piso, rompiéndose en mil
pedazos. Junto con él, también cayó ella, y por fin experimentó la certeza, el
alivio, la dicha, de saber que ya no se levantaría de ahí.