Cuando en la escuela nos enseñan los colores, nadie nos advierte nunca que
un día perderemos la visión del rojo; esto lo aprendemos después, con
familiares o con desconocidos, y no porque alguien nos lo diga claramente, sino
de esa forma velada, un poco torcida, hecha de silencios incómodos y de frases
inconclusas, como ocurren la mayoría de los descubrimientos importantes en la
vida. Pero una cosa es comprender que esto
le sucede a otros, y otra muy diferente asumir que también nos ocurrirá algún
día…
Todavía recuerdo la primera mañana -no hace tanto de esto- en que una de mis
corbatas favoritas me resultó irreconocible, pues las gruesas rayas rojas que
alternaban con otras azules lucían sospechosamente desteñidas… Aún no llegaban
a ser grises, como las veo hoy, pero el rojo que tan bien conocía, había
perdido intensidad y brillo.
Descarté que hubieran dañado la corbata en la tintorería, pues solo las
franjas rojas lucían irreconocibles; intenté controlar el sobresalto en mi
pecho y me dije que, tal vez, aquello era un efecto de la iluminación. Con la
corbata en las manos, corrí hasta la ventana y abrí las cortinas, pero para mi sorpresa
y decepción, nada cambió… Entonces
comprendí que mi momento había llegado. (Antes -lo entiendo ahora-, recibí algunas
señales de lo que estaba por venir, pero no supe interpretarlas, por ejemplo,
una creciente indiferencia hacia el rojo y, cuando caía en cuenta de esto, un arrollador
sentimiento de nostalgia por los tiempos en que la sola visión de ese color, me
conmovía…)
Aquella mañana no lo comenté con mi mujer y, como había previsto, me anudé cuidadosamente
la corbata al cuello, pues una señal inequívoca de la pérdida del rojo, es la
renuencia a usar prendas de ese color. Hay quienes van más lejos y evitan relacionarse
con cualquier objeto colorado. Caso de sobra conocido es el kétchup, consumido con
fruición hasta cierto momento de la vida, pero luego desdeñado con mohines y
gestos de repulsión. No en vano, cuando se sospecha que la visión del rojo de
alguien declina, se murmura a sus espaldas la manida frase: “A ese, como el
kétchup ya no le sabe bien…”, y otras parecidas.
A nadie sorprende que otro signo evidente de que el rojo ha empezado a desaparecer
de la vista de alguien, sea la conducta opuesta, es decir, el abuso e incluso
la obsesión maniaca por ese color. Si de los primeros se murmura a hurtadillas,
estos últimos son objeto de abierta censura y de burlona irrisión:
- ¡Ese hombre es un “colorado…”!
En las semanas y meses siguientes al episodio de la corbata, las señales se
multiplicaron hasta el punto de que ya no tuve más alternativa que comentarlo
con Martha, mi esposa. Tras escucharme en silencio, ella me miró esforzándose
por lucir comprensiva y restarle importancia al asunto.
- Tranquilo, no te preocupés. Estamos juntos en esto…
Supongo que son las frases que nos enseñan a decir en circunstancias semejantes.
¿Juntos en esto? ¡My ass! El que perdía la visión del rojo era yo, no
ella, que podía seguir vistiendo la hermosa falda roja que le regalé tiempo
atrás, sus camisas rojas, sus calzones, sostenes y pijamas rojos, o poniéndole
kétchup a las hamburguesas y pidiendo pasta pomodori en su restaurante
favorito, como había hecho desde que la conocí…
Varias veces intenté abordar el tema con amigos que, suponía, estaban
pasando o ya habían pasado por lo mismo, pero invariablemente topé con una
barrera de tres metros de espesor:
- ¿Cómo vas con el rojo? -tanteaba
el terreno yo, a sabiendas de que abordaba un tema delicado.
- ¡Ah, el rojo, sí! ¡Es fenomenal! -Y ni media palabra más.
O también:
- ¿Viste qué hermoso pañuelo de seda rojo lleva esa muchacha? -lanzaba
el anzuelo, mientras bebíamos una cerveza. Desde luego, ya entonces el rojo era
para mí un vacío que debía llenar con la imaginación.
- ¡Precioso, sí! -Y ni media
palabra más sobre el tema.
Tras varios intentos infructuosos, terminé por desistir. Desde entonces,
cuando me cruzo en la calle con gente como yo, evito mirarla a los ojos y eludo
su mirada si ellos lo hacen, aunque sé que la humillación y la vergüenza de
quienes perdimos la visión del rojo, son evidentes para todos y con ella
deberemos vivir mientras sigamos aquí.