Una noche de estas, después de la cena, mi hija Sofía,
de seis años, nos llamó aparte a su madre y a mí y nos contó que esa mañana, cuando
su hermana Isabel se había ido a la escuela, las cortinas del cuarto se
agitaron de repente y una ráfaga de viento entró por la ventana. Aquello no tenía
nada de excepcional y pensé que la chiquilla solo quería nuestra atención. “¿Y
qué hiciste? -le pregunté-. ¿Cerraste la ventana?” “No, papá”, me respondió
irritada, “no se trata de eso.” Su madre me fulminó con la mirada “¿Ah, no? ¿De
qué se trata entonces?”, le pregunté. Ahora fue ella, la niña, quien me miró
como diciendo: si no me interrumpieras con tonterías, ya te lo habría dicho.
“Resulta”, nos dijo a continuación, “que la ráfaga se escondió en un rincón del
cuarto y me dijo que estaba cansada y que no quería viajar más…” ¡Vamos, aquello
sí me pareció original! ¡Una ráfaga de viento que se niega a seguir su viaje! Ahora
fue su madre quien le preguntó: “¿Y te contó por qué está cansada?” “Al
principio”, respondió Sofía, “no quería decir nada, solo repetía que estaba muy
cansada, pero después de un rato, se animó un poco y habló más…” MI mujer y yo
éramos todo oídos y esperábamos que continuara, pero la niña se hizo esperar.
“¿Y qué te dijo?”, me atreví a preguntarle. “Me dijo” -y Sofía nos miró como
preguntándonos si esto era verdad-, “que el mundo está lleno de cosas horribles
y que no podía mirar más.” Antes de articular palabra, su madre y yo cruzamos
una mirada de estupefacción. “¿Eso te dijo?”, balbuceó por fin mi mujer. Por
toda respuesta, la chiquilla mantuvo su vista fija en nosotros, demandando una contestación.
“Bueno, cariño”, comenzó a decir mi mujer, “eso, desgraciadamente, es
cierto...” Yo, en cambio, intenté una evasiva. “Pero eso no es todo, cariño,
también hay...” Pero Sofía no mordió el anzuelo y me interrumpió: “¿Entonces,
es verdad?” Nosotros guardamos silencio. ¿Cuánta verdad debe soportar el
corazón de una niña? Sofía bajó la vista y quedó en silencio durante un tiempo
que me resultó increíblemente largo. “Me pidió permiso para quedarse en el
cuarto”, agregó después. Su madre y yo intercambiamos un gesto de: “aquí viene
con otra de las suyas…” “¿Quién?”, pregunté, aunque era innecesario. “El
viento, el viento que entró en el cuarto”, respondió disimulando apenas su impaciencia.
“¿Te pidió permiso para quedarse ahí?”, insistió su madre. “Y qué le respondiste?”
“¡Que sí, que podía quedarse todo el tiempo que quisiera!” “¿Y sigue ahí?”, le
preguntó su madre. “¡Por supuesto! ¿Dónde más iba a ir?” “¿Y no pensaste que
tal vez tu hermana no quiera compartir el cuarto con alguien más?” “Isabel está
de acuerdo, ya se lo pregunté”, respondió. “Pues si es así, nosotros no vamos a
oponernos”, dijo su madre, y eso pareció tranquilizarla.
Mi mujer y yo contábamos con que todo acabaría ahí,
pero para sorpresa nuestra, Sofía retomó el asunto la noche siguiente. “Sigue
muy triste”, nos dijo entonces, como si rindiera un informe. Nos pareció
innecesario preguntarle de quién hablaba. “Dice que ha visto demasiadas cosas feas
y terribles.” Aunque intenté callar, no pude resistirme y le pregunté. “¿Cosas
terribles? ¿Cosas terribles como qué?” “¡Ay, papá!”, me respondió ella. “¿Por
qué me preguntás si lo sabés de sobra?” Y yo sabía, sí, yo sé de qué cosas le
habla el viento a mi hija menor, pero desde entonces prefiero no preguntarle, por temor a que una noche de
estas me responda y yo no pueda seguir fingiendo que ignoro lo que sé.