Me asomo a las palabras con ánimo de explorador, de niño travieso, y jugando
con ellas, desarmándolas, doy con hallazgos inesperados, como esta seductora cercanía
entre reflexión y reflejo. Montañista al fin y al cabo -que lo soy-, hundo mi
piqueta en la roca para extraer de ahí la lección, la joya oculta, y digo que,
en efecto, toda reflexión es un reflejo, y cuando digo “reflejo” quiero decir
exactamente eso: toda reflexión es un destello de la luz de la conciencia proyectada
hacia el mundo, que se devuelve para descubrirse o revelarse a sí misma, aunque
del mundo, propiamente, poco o nada hayamos descubierto. Toda reflexión es un destello
de la luz de la conciencia, de la luz de la inteligencia, y apenas eso. El mundo,
allá, sigue siendo un misterio. Pero tengo que ir más lejos, y digo que si las
imágenes del mundo que heredamos y construimos para orientarnos en este breve tránsito
incierto son solo reflejos, entonces vivimos dentro de una campana de cristal
iluminada desde dentro, y estas palabras son al mismo tiempo la luz y el cristal
donde me espejo.