Ser productivo es hacer algo necesario, útil o enriquecedor para los demás. En este empeño nadie parte de cero, todos tomamos lo que la naturaleza y los otros seres humanos nos ofrecen, y lo transformamos con nuestros conocimientos, con nuestro trabajo y con nuestra perspectiva o sensibilidad. Toda actividad productiva es un intercambio en el que tomamos algo de nuestro entorno y lo transformamos para ofrecerlo a los demás... De ese intercambio extraemos la energía suficiente para vivir y reproducirnos.
Sin embargo, si nos preguntamos qué cosas son necesarias, útiles o enriquecedoras, tenemos que admitir que las respuestas difieren entre las personas, entre las clases sociales, entre las culturas y las épocas históricas –incluso en diferentes momentos de la vida de una persona–. ¿Cómo y por qué llegamos a apreciar lo que apreciamos, y a rechazar aquello que rechazamos? El tema de la construcción, transmisión y reproducción social de los valores se insinúa así en toda su importancia.
Un acercamiento inicial nos revela que en tanto organismos, en tanto materia viva, nuestro cometido primordial es perseverar, sobrevivir, perpetuarnos: "La ilusión de todo ser vivo es seguir vivo”, resume agudamente Jorge Wagensberg. Este mandato está inscrito a nivel genético y se manifiesta incluso en la vida celular. De esta forma la vida nos enseña a preferir las fórmulas probadas y demostradamente exitosas, antes que arriesgar o aventurarnos por otros caminos. Ser “conservadora” es –diríamos–, un aspecto importante de la “estrategia de sobrevivencia” de la vida. En general tendemos a valorar positivamente lo que nos afirma: en tanto organismos, en primer término, pero también en nuestras costumbres, valores y creencias.
Tomando en cuenta lo anterior, no es sorprendente que la mayoría de los productos, bienes y servicios que circulan –incluyendo desde luego los productos simbólicos, los discursos–, tengan como finalidad “afirmarnos”: satisfaciendo una necesidad, haciéndonos la vida más cómoda o más fácil, confirmando nuestras creencias y valores, etc.
Las clases más privilegiadas y las sociedades más ricas, los pueblos que históricamente gozaron de largas épocas de abundancia y las culturas aisladas durante períodos muy prolongados, nos ofrecen, sin embargo, abundante evidencia de que la pura afirmación de nuestros deseos, costumbres y creencias nos convierte en seres más vulnerables que aquellos otros sometidos a una cierta tensión entre el ser y el no ser, entre la seguridad y la precariedad, entre la permanencia y el cambio. La afirmación constante conduce a la atrofia, al aislamiento, al deterioro, a la parálisis o la entropía: en suma, a la muerte.
Hay, pues, una utilidad y un valor –para nada evidentes–, en aquellos productos o expresiones que no afirman sino ponen en entredicho nuestras inclinaciones, costumbres y creencias. A esas manifestaciones las llamamos pensamiento negativo. En las sociedades llamadas “tradicionales” –en el sentido antropológico del término–, los dementes están llamados a cumplir ese papel –el bufón quizás lo encarne a la perfección en el medioevo europeo–, mientras que en el orbe occidentalizado y tributario de la modernidad, ese ha sido uno de los cometidos de las artes.
Desde luego no todas las expresiones “artísticas” se inscriben dentro de esta perspectiva, ni solo ellas lo hacen. De la misma forma como a menudo encontramos en la filosofía, en la religión y quizás incluso en la ciencia, expresiones de esta actitud o posición, existe también una enorme cantidad de manifestaciones artísticas encaminadas a reafirmar nuestras inclinaciones, costumbres y creencias, en suma, los valores dominantes de una época, de un grupo, de una clase social.
Un elemento común a todas las manifestaciones del pensamiento negativo, es que aspiran a transportarnos a un punto entre lo conocido y lo desconocido, entre lo viejo y lo nuevo, entre la afirmación de lo que somos y su cuestionamiento o negación. Esas manifestaciones desafían nuestros límites, nos incitan a ir más lejos, a no darnos por satisfechos con lo que percibimos, creemos y creemos saber. Por ello, siempre producen un cierto extrañamiento que nos hace ver el mundo con ojos nuevos, redescubriéndonoslo. Quienes entienden esto solo desde una perspectiva superficial, a menudo lo confunden con la búsqueda de “originalidad”, y otros, más despistados aún, con la simple “novedad”.
Por otra parte, el valor –no el monetario, sino el valor social-, de nuestros productos está determinado por su aceptación. Si lo que hacemos es gustado y aceptado, podemos decir que es valioso para los demás. (El objetivo del mercadeo es lograr que la gente conozca algo, y el de la publicidad, persuadirnos de su valor. Desde ambas perspectivas los otros interesan solo en su condición de –y son reducidos a– potenciales consumidores...)
En virtud de esa suerte de inercia que, como vimos, nos compele a la repetición, a la afirmación mecánica de lo ya conocido y probado, las manifestaciones del pensamiento negativo no gozan en general de aceptación. Aunque el análisis nos revele su utilidad social, esta no puede calibrarse, como en otros casos, por la aceptación que obtienen, al menos en términos inmediatos. Por ello deben ser valoradas con otros parámetros. (Desde luego, a contrapelo de lo que muchos creen, su valor tampoco es correlativo al rechazo que conciten o a la indiferencia con que se los reciba.) En otras palabras, el valor social de estos productos o manifestaciones no es adecuadamente captado, reflejado ni expresado por las leyes del mercado.
¿Cómo han existido en diferentes épocas y momentos históricos estas manifestaciones? ¿Qué parámetros pueden o deben ser utilizados para ponderar su valor o “utilidad” social? ¿Cómo garantizar la existencia de estos productos y manifestaciones? Aunque pertinentes, tales preguntas nos alejarían del terreno de esta reflexión.
Al lado de la repetición de lo ya conocido y demostradamente exitoso, la afirmación y perpetuación de la vida requiere de la búsqueda, de la transformación y el cambio constantes. Desde esta perspectiva, las artes y demás manifestaciones del pensamiento negativo son potencialmente análogas a lo que, en el plano biológico, vienen a ser las mutaciones.
¿Puede pensarse en algo más parecido a una “mutación” que lo ocurrido al Imperio Romano tras la conversión al cristianismo de Constantino? ¿No es acaso una “mutación” de lo que se entendía por “belleza” lo ocurrido en Florencia en los siglos XV y XVI, o en Paris en las últimas décadas del XIX? ¿No fue el inicio del siglo XX europeo de “mutación” constante, en ese mismo sentido? ¿Y no propició el llamado boom una “mutación” completa de la narrativa hispanoamericana?
En todos estos casos el patrón es similar: una expresión o manifestación del pensamiento negativo es, en muy corto tiempo, convertida en modelo, paradigma o patrón a imitar. El antivalor deviene en valor; aquello que se percibía como algo “ajeno”, “amenazante”, y “externo”, o bien como ridículo e indigno de tomarse en consideración, se revela bruscamente como lo opuesto, revelándonos, de paso, un mundo nuevo, una nueva forma de percibir el mundo y la vida, nuevos horizontes y posibilidades. Por unos instantes, la libertad centellea y nos revela algo hasta entonces desconocido de nosotros mismos. ¿No es, acaso, un destello de nuestra propia, humana y modesta libertad lo que entrevemos en esos trances? Somos libres para cambiar, es el mensaje que nos decimos en tales momentos críticos, dramáticos. Las ataduras son mentales; la libertad vive en nosotros, es nuestra, somos de ella.
Aunque marginal –en el sentido de que por definición será minoritario y se mantendrá fuera de las corrientes principales de cada época o momento histórico–, esa tarea, ese papel de incómodo aguijón que nos pica cuando nos sentimos demasiado conformes, satisfechos o asentados en nuestras costumbres, creencias y valores, tiene un valor y una utilidad social: es la posibilidad de cambio y el cambio como posibilidad lo que se quiere significar.
La condición para que el cambio opere como metáfora de la libertad, es que sea una excepción y no la regla. Es una paradoja de la modernidad –ampliamente señalada por filósofos y pensadores de las más variadas orientaciones– que, al erigir el “cambio” en valor central, nuestra época termina despojándolo de significado y convirtiéndolo en una pura repetición igualmente mecánica y vacía. Peor aún, el cambio es convertido en simple recurso o herramienta comercial. Como en una siniestra frase orwelliana en la que las palabras invierten su sentido, hoy podemos decir que el cambio es repetición.
En un contexto como este, ¿cuáles son los posibles caminos para el pensamiento negativo?
Con su amplio repertorio de recursos discursivos, la sensibilidad posmoderna esbozó una tentativa de respuesta: el distanciamiento irónico, el pastiche, la transposición y fusión de estilos, técnicas y procedimientos de origen diverso... No obstante, esta tentativa quedó de alguna forma atrapada en los engranajes del mecanismo que pretendía impugnar, al proponerse, asimismo, como ruptura, renovación o novedad. El auge de los “culturalismos” puede interpretarse también como un esbozo de respuesta: si el cambio es repetición, la única forma de cambiar es una suerte de “retorno a los orígenes”. No obstante, sabemos que esa mirada suele estar distorsionada por el sentimiento romántico de nostalgia por una pasado idealizado.
Pero no se trata de reiterar aquí las contradicciones de la modernidad, ni mucho menos de emprender una revisión de los discursos del arte a inicios del siglo XXI.
Antes bien, la única pretensión de estos apuntes, es reiterar la utilidad e importancia de todas las manifestaciones de eso que hemos venido llamando pensamiento negativo, cuyo valor social, a contrapelo de lo que ocurre con la inmensa mayoría de los bienes, servicios y productos que consumimos, no puede ser medido por su aceptación. Estas expresiones escapan a la lógica del mercado, y constituyen una suerte de metáfora de la libertad humana: el cambio como posibilidad y la posibilidad del cambio.
Sin embargo, si nos preguntamos qué cosas son necesarias, útiles o enriquecedoras, tenemos que admitir que las respuestas difieren entre las personas, entre las clases sociales, entre las culturas y las épocas históricas –incluso en diferentes momentos de la vida de una persona–. ¿Cómo y por qué llegamos a apreciar lo que apreciamos, y a rechazar aquello que rechazamos? El tema de la construcción, transmisión y reproducción social de los valores se insinúa así en toda su importancia.
Un acercamiento inicial nos revela que en tanto organismos, en tanto materia viva, nuestro cometido primordial es perseverar, sobrevivir, perpetuarnos: "La ilusión de todo ser vivo es seguir vivo”, resume agudamente Jorge Wagensberg. Este mandato está inscrito a nivel genético y se manifiesta incluso en la vida celular. De esta forma la vida nos enseña a preferir las fórmulas probadas y demostradamente exitosas, antes que arriesgar o aventurarnos por otros caminos. Ser “conservadora” es –diríamos–, un aspecto importante de la “estrategia de sobrevivencia” de la vida. En general tendemos a valorar positivamente lo que nos afirma: en tanto organismos, en primer término, pero también en nuestras costumbres, valores y creencias.
Tomando en cuenta lo anterior, no es sorprendente que la mayoría de los productos, bienes y servicios que circulan –incluyendo desde luego los productos simbólicos, los discursos–, tengan como finalidad “afirmarnos”: satisfaciendo una necesidad, haciéndonos la vida más cómoda o más fácil, confirmando nuestras creencias y valores, etc.
Las clases más privilegiadas y las sociedades más ricas, los pueblos que históricamente gozaron de largas épocas de abundancia y las culturas aisladas durante períodos muy prolongados, nos ofrecen, sin embargo, abundante evidencia de que la pura afirmación de nuestros deseos, costumbres y creencias nos convierte en seres más vulnerables que aquellos otros sometidos a una cierta tensión entre el ser y el no ser, entre la seguridad y la precariedad, entre la permanencia y el cambio. La afirmación constante conduce a la atrofia, al aislamiento, al deterioro, a la parálisis o la entropía: en suma, a la muerte.
Hay, pues, una utilidad y un valor –para nada evidentes–, en aquellos productos o expresiones que no afirman sino ponen en entredicho nuestras inclinaciones, costumbres y creencias. A esas manifestaciones las llamamos pensamiento negativo. En las sociedades llamadas “tradicionales” –en el sentido antropológico del término–, los dementes están llamados a cumplir ese papel –el bufón quizás lo encarne a la perfección en el medioevo europeo–, mientras que en el orbe occidentalizado y tributario de la modernidad, ese ha sido uno de los cometidos de las artes.
Desde luego no todas las expresiones “artísticas” se inscriben dentro de esta perspectiva, ni solo ellas lo hacen. De la misma forma como a menudo encontramos en la filosofía, en la religión y quizás incluso en la ciencia, expresiones de esta actitud o posición, existe también una enorme cantidad de manifestaciones artísticas encaminadas a reafirmar nuestras inclinaciones, costumbres y creencias, en suma, los valores dominantes de una época, de un grupo, de una clase social.
Un elemento común a todas las manifestaciones del pensamiento negativo, es que aspiran a transportarnos a un punto entre lo conocido y lo desconocido, entre lo viejo y lo nuevo, entre la afirmación de lo que somos y su cuestionamiento o negación. Esas manifestaciones desafían nuestros límites, nos incitan a ir más lejos, a no darnos por satisfechos con lo que percibimos, creemos y creemos saber. Por ello, siempre producen un cierto extrañamiento que nos hace ver el mundo con ojos nuevos, redescubriéndonoslo. Quienes entienden esto solo desde una perspectiva superficial, a menudo lo confunden con la búsqueda de “originalidad”, y otros, más despistados aún, con la simple “novedad”.
Por otra parte, el valor –no el monetario, sino el valor social-, de nuestros productos está determinado por su aceptación. Si lo que hacemos es gustado y aceptado, podemos decir que es valioso para los demás. (El objetivo del mercadeo es lograr que la gente conozca algo, y el de la publicidad, persuadirnos de su valor. Desde ambas perspectivas los otros interesan solo en su condición de –y son reducidos a– potenciales consumidores...)
En virtud de esa suerte de inercia que, como vimos, nos compele a la repetición, a la afirmación mecánica de lo ya conocido y probado, las manifestaciones del pensamiento negativo no gozan en general de aceptación. Aunque el análisis nos revele su utilidad social, esta no puede calibrarse, como en otros casos, por la aceptación que obtienen, al menos en términos inmediatos. Por ello deben ser valoradas con otros parámetros. (Desde luego, a contrapelo de lo que muchos creen, su valor tampoco es correlativo al rechazo que conciten o a la indiferencia con que se los reciba.) En otras palabras, el valor social de estos productos o manifestaciones no es adecuadamente captado, reflejado ni expresado por las leyes del mercado.
¿Cómo han existido en diferentes épocas y momentos históricos estas manifestaciones? ¿Qué parámetros pueden o deben ser utilizados para ponderar su valor o “utilidad” social? ¿Cómo garantizar la existencia de estos productos y manifestaciones? Aunque pertinentes, tales preguntas nos alejarían del terreno de esta reflexión.
Al lado de la repetición de lo ya conocido y demostradamente exitoso, la afirmación y perpetuación de la vida requiere de la búsqueda, de la transformación y el cambio constantes. Desde esta perspectiva, las artes y demás manifestaciones del pensamiento negativo son potencialmente análogas a lo que, en el plano biológico, vienen a ser las mutaciones.
¿Puede pensarse en algo más parecido a una “mutación” que lo ocurrido al Imperio Romano tras la conversión al cristianismo de Constantino? ¿No es acaso una “mutación” de lo que se entendía por “belleza” lo ocurrido en Florencia en los siglos XV y XVI, o en Paris en las últimas décadas del XIX? ¿No fue el inicio del siglo XX europeo de “mutación” constante, en ese mismo sentido? ¿Y no propició el llamado boom una “mutación” completa de la narrativa hispanoamericana?
En todos estos casos el patrón es similar: una expresión o manifestación del pensamiento negativo es, en muy corto tiempo, convertida en modelo, paradigma o patrón a imitar. El antivalor deviene en valor; aquello que se percibía como algo “ajeno”, “amenazante”, y “externo”, o bien como ridículo e indigno de tomarse en consideración, se revela bruscamente como lo opuesto, revelándonos, de paso, un mundo nuevo, una nueva forma de percibir el mundo y la vida, nuevos horizontes y posibilidades. Por unos instantes, la libertad centellea y nos revela algo hasta entonces desconocido de nosotros mismos. ¿No es, acaso, un destello de nuestra propia, humana y modesta libertad lo que entrevemos en esos trances? Somos libres para cambiar, es el mensaje que nos decimos en tales momentos críticos, dramáticos. Las ataduras son mentales; la libertad vive en nosotros, es nuestra, somos de ella.
Aunque marginal –en el sentido de que por definición será minoritario y se mantendrá fuera de las corrientes principales de cada época o momento histórico–, esa tarea, ese papel de incómodo aguijón que nos pica cuando nos sentimos demasiado conformes, satisfechos o asentados en nuestras costumbres, creencias y valores, tiene un valor y una utilidad social: es la posibilidad de cambio y el cambio como posibilidad lo que se quiere significar.
La condición para que el cambio opere como metáfora de la libertad, es que sea una excepción y no la regla. Es una paradoja de la modernidad –ampliamente señalada por filósofos y pensadores de las más variadas orientaciones– que, al erigir el “cambio” en valor central, nuestra época termina despojándolo de significado y convirtiéndolo en una pura repetición igualmente mecánica y vacía. Peor aún, el cambio es convertido en simple recurso o herramienta comercial. Como en una siniestra frase orwelliana en la que las palabras invierten su sentido, hoy podemos decir que el cambio es repetición.
En un contexto como este, ¿cuáles son los posibles caminos para el pensamiento negativo?
Con su amplio repertorio de recursos discursivos, la sensibilidad posmoderna esbozó una tentativa de respuesta: el distanciamiento irónico, el pastiche, la transposición y fusión de estilos, técnicas y procedimientos de origen diverso... No obstante, esta tentativa quedó de alguna forma atrapada en los engranajes del mecanismo que pretendía impugnar, al proponerse, asimismo, como ruptura, renovación o novedad. El auge de los “culturalismos” puede interpretarse también como un esbozo de respuesta: si el cambio es repetición, la única forma de cambiar es una suerte de “retorno a los orígenes”. No obstante, sabemos que esa mirada suele estar distorsionada por el sentimiento romántico de nostalgia por una pasado idealizado.
Pero no se trata de reiterar aquí las contradicciones de la modernidad, ni mucho menos de emprender una revisión de los discursos del arte a inicios del siglo XXI.
Antes bien, la única pretensión de estos apuntes, es reiterar la utilidad e importancia de todas las manifestaciones de eso que hemos venido llamando pensamiento negativo, cuyo valor social, a contrapelo de lo que ocurre con la inmensa mayoría de los bienes, servicios y productos que consumimos, no puede ser medido por su aceptación. Estas expresiones escapan a la lógica del mercado, y constituyen una suerte de metáfora de la libertad humana: el cambio como posibilidad y la posibilidad del cambio.