Se ha dicho muchas veces, pero ante el espectáculo siempre renovado de la canallada y el cinismo, renace el asombro y hay que repetirlo: ¿cómo diablos se las arreglan los adalides y defensores del capitalismo salvaje para taparle los calzones y hacer como si estos no estuvieran llenos de huecos? En otras palabras: ¿cómo pretenden convencernos –y cómo convencen a millones–, de que es normal, decente, inevitable, razonable, sensato –e inclusive “justo”–, que mientras unos cuantos naufragan en el hastío de la sobreabundancia, otros muchos –la gran mayoría– carezcan incluso de lo indispensable o sobrevivan en la precariedad? ¿Qué ocurre para que unos y otros –y los que no pertenecemos plenamente a ninguno de esos grupos– lleguemos a considerar que las cosas son irremediablemente así, y que cualquier iniciativa para cambiarlas está condenada de antemano al fracaso?
Sin pretender ser riguroso ni exhaustivo, se me ocurren al menos dos cosas.
En primer lugar está el ocultamiento, la negación. Está claro que los que se benefician más directamente del actual orden de cosas, procuran con todos sus medios –que son muchos– que la monstruosidad de lo que ocurre no salga a la luz, o que lo haga solo a medias y en discursos cifrados como la estadística. Otros aseguran que la obscenidad es hoy permanentemente expuesta en los medios, y que eso nos abruma y termina paralizándonos. Sostienen que esa es precisamente la intención de quienes nos bombardean de continuo con estas imágenes: aturdirnos, cegarnos, inmovilizarnos.
En cualquier caso, es innegable que este ocultamiento o negación cuenta con aliados, y que a él contribuye una debilidad humana (el que esté libre de pecado, lance la primera piedra) según la cual quienes están pasándola bien aborrecen todo lo que venga a turbar su bienestar. Mientras disfruta de una agradable cena, ¿quién no maldice al mendigo o al borrachito que se acerca a pedir unas monedas?
En segundo lugar debemos mencionar la creencia –tan difundida y arraigada– de que se hace todo lo posible para mejorar las cosas. Infinidad de cumbres, encuentros, foros, conferencias, simposios, debates, seminarios y talleres se dedican año tras año a discutir las formas de erradicar la miseria, combatir la pobreza, remediar la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en fin, a hacernos creer que existe una firme voluntad de cambiar las cosas. El ruido es tan grande y nuestro aturdimiento tan profundo, que rara vez nos detenemos a preguntarnos: ¿Pero será cierto que el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, por citar solo algunas de las más conspicuas agencias, tienen de verdad algún interés en erradicar la pobreza? Rara vez nos detenemos a pensar: ¿Por qué, si se invierten miles de millones cada año, la situación permanece idéntica? Ante la evidencia de tanta inutilidad, uno se siente inclinado a pensar que esos miles de millones se invierten cada año, más bien, para que la situación permanezca idéntica. ¿O no?
Pues -¡atención!- aquí viene el otro elemento: erradicar la miseria y la pobreza, acabar con la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en general, todos los altos y honorables fines que dicen perseguir organizaciones como las citadas arriba, es imposible si no se piensa al mismo tiempo en reducir la desigualdad, es decir, en redistribuir, es decir, en quitarle a unos para darle acceso a otros. No es necesario ser un especialista para saber que es impensable un mundo en el que todos los habitantes del planeta accedan a los niveles de consumo de que gozan hoy los ricos –no sé quién podrá creerlo, pero tampoco desearlo–. Así pues, resulta claro que los ricos deben consumir menos, mucho menos, y los más pobres más, bastante más, si queremos un mundo más decente.
Esos son, entonces, los calzones del capitalismo que se nos ocultan a diario mediante artificios retóricos, bombardeos mediáticos y mascaradas políticas.
Por otro lado, es indispensable estar prevenidos contra el engaño del simplismo. Suponer que es sencillo remediar los males que aquejan a la humanidad o que para lograrlo bastan solo mayor voluntad y decisión, es inaceptable. En un mundo tan complejo como el nuestro, se requieren también conocimientos, políticas, experiencias y, en fin, abundantes recursos para avanzar en una empresa semejante. Pero lo contrario es igualmente cierto: de nada valen las políticas, las experiencias, los conocimientos y los recursos, sino existe la decisión y la voluntad de que las cosas cambien.
Y esto es, precisamente, lo que hemos visto y vivido durante mucho tiempo y lo que continuamos viendo hoy.
Sin pretender ser riguroso ni exhaustivo, se me ocurren al menos dos cosas.
En primer lugar está el ocultamiento, la negación. Está claro que los que se benefician más directamente del actual orden de cosas, procuran con todos sus medios –que son muchos– que la monstruosidad de lo que ocurre no salga a la luz, o que lo haga solo a medias y en discursos cifrados como la estadística. Otros aseguran que la obscenidad es hoy permanentemente expuesta en los medios, y que eso nos abruma y termina paralizándonos. Sostienen que esa es precisamente la intención de quienes nos bombardean de continuo con estas imágenes: aturdirnos, cegarnos, inmovilizarnos.
En cualquier caso, es innegable que este ocultamiento o negación cuenta con aliados, y que a él contribuye una debilidad humana (el que esté libre de pecado, lance la primera piedra) según la cual quienes están pasándola bien aborrecen todo lo que venga a turbar su bienestar. Mientras disfruta de una agradable cena, ¿quién no maldice al mendigo o al borrachito que se acerca a pedir unas monedas?
En segundo lugar debemos mencionar la creencia –tan difundida y arraigada– de que se hace todo lo posible para mejorar las cosas. Infinidad de cumbres, encuentros, foros, conferencias, simposios, debates, seminarios y talleres se dedican año tras año a discutir las formas de erradicar la miseria, combatir la pobreza, remediar la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en fin, a hacernos creer que existe una firme voluntad de cambiar las cosas. El ruido es tan grande y nuestro aturdimiento tan profundo, que rara vez nos detenemos a preguntarnos: ¿Pero será cierto que el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, por citar solo algunas de las más conspicuas agencias, tienen de verdad algún interés en erradicar la pobreza? Rara vez nos detenemos a pensar: ¿Por qué, si se invierten miles de millones cada año, la situación permanece idéntica? Ante la evidencia de tanta inutilidad, uno se siente inclinado a pensar que esos miles de millones se invierten cada año, más bien, para que la situación permanezca idéntica. ¿O no?
Pues -¡atención!- aquí viene el otro elemento: erradicar la miseria y la pobreza, acabar con la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en general, todos los altos y honorables fines que dicen perseguir organizaciones como las citadas arriba, es imposible si no se piensa al mismo tiempo en reducir la desigualdad, es decir, en redistribuir, es decir, en quitarle a unos para darle acceso a otros. No es necesario ser un especialista para saber que es impensable un mundo en el que todos los habitantes del planeta accedan a los niveles de consumo de que gozan hoy los ricos –no sé quién podrá creerlo, pero tampoco desearlo–. Así pues, resulta claro que los ricos deben consumir menos, mucho menos, y los más pobres más, bastante más, si queremos un mundo más decente.
Esos son, entonces, los calzones del capitalismo que se nos ocultan a diario mediante artificios retóricos, bombardeos mediáticos y mascaradas políticas.
Por otro lado, es indispensable estar prevenidos contra el engaño del simplismo. Suponer que es sencillo remediar los males que aquejan a la humanidad o que para lograrlo bastan solo mayor voluntad y decisión, es inaceptable. En un mundo tan complejo como el nuestro, se requieren también conocimientos, políticas, experiencias y, en fin, abundantes recursos para avanzar en una empresa semejante. Pero lo contrario es igualmente cierto: de nada valen las políticas, las experiencias, los conocimientos y los recursos, sino existe la decisión y la voluntad de que las cosas cambien.
Y esto es, precisamente, lo que hemos visto y vivido durante mucho tiempo y lo que continuamos viendo hoy.