Tendría doce, trece años de edad y con mis amigos de
entonces imaginábamos lo que sería nuestra vida, nuestro barrio, nuestra
ciudad, treinta o cuarenta años después… Desde luego, lo que imaginábamos entonces
estaba determinado, en buena medida, por lo que veíamos en la televisión, en el
cine y en los diarios, pero también por lo que nuestros padres y otros adultos
nos transmitían en sus conversaciones. (Obviamente, sus visiones también estaban influidas por los medios de
comunicación, pero en ellas pesaba además su experiencia vital.)
En aquellas visiones, el cambio tecnológico tenía un papel
fundamental. En pleno desarrollo de la carrera espacial, en medio de la Guerra
Fría, la tecnología era piedra angular de cualquier visión del futuro, como creo que, para
muchos, continúa siéndolo hoy. Ante cualquier innovación tecnológica que irrumpiera
en el mercado o asomara en el firmamento, la reacción espontánea en boca de
todos era: el futuro será así, pero más,
mucho más de lo que ahora vemos e incluso de lo que somos capaces de imaginar…
Pero, además de los cambios tecnológicos (por lo general relacionados con los armamentos,
los medios de transporte y de comunicación), aquellas visiones abarcaban otras dimensiones
de la vida, como la fisonomía del espacio urbano, el valor monetario de ciertos
productos o la moda y las costumbres.
Hoy, al cabo de treinta o cuarenta años, puedo decir con
certeza que muchas de aquellas imágenes se materializaron o están en camino de
hacerlo. Quizás carezcan de la espectacularidad que les atribuíamos (o acaso
nos hemos familiarizado con ellas), pero sin duda están aquí. En otras palabras, esto que vivo hoy es el
futuro que imaginaba cuando niño. Camino, me alimento y respiro en lo que
entonces constituía el escenario incierto del futuro. Exploro el paisaje que me
rodea y me pregunto cuánto se parece a lo que entonces imaginaba. ¿Cómo y en
qué se asemejan las imaginaciones de entonces a lo que ahora me devuelven los
sentidos?
Lo primero que debo decir, es que este futuro que vivo
carece de la radicalidad del que imaginaba. Esto
es el futuro, no hay duda de ello: mucho de lo que veo y recibo contrasta,
a veces de manera dramática, con lo que había entonces. El paisaje alrededor se
ha transformado de manera sustancial, pero si miro con atención, descubro aquí
y allá restos, vestigios, trozos enteros de mi antigua realidad. Este futuro
que vivo arrastra parcelas de aquello que fue: es híbrido, mixto, impuro, bastardo,
mestizo… Más aún, si miro con atención descubro, entre algunas de las cosas que
pasan por nuevas, el sello inconfundible de lo conocido y antiguo: se trata de
reelaboraciones apenas maquilladas de
cosas que vienen de atrás y que, no obstante, se presentan como novedades.
Pero el futuro carece de la radicalidad que le
atribuíamos también en otro sentido. Conforme exploro este mundo, me doy cuenta
de que las marcas y distintivos del futuro están desigualmente distribuidos. En
algunos sitios dominan el paisaje, pero en otros están apenas presentes, y el
pasado –o en cualquier caso algo que no
es el pasado, pero tampoco el futuro como lo imaginábamos–, es lo que
domina. Hay regiones que quedaron afuera del futuro y también del pasado, una
zona indefinida, parecida a un escenario de guerra; grandes agujeros donde no
hay rastros del pasado ni señales del futuro, sino una especie de tierra
arrasada donde, al cabo del tiempo, cualquier cosa puede surgir.
Recurriendo a la imagen del río, la favorita de
siempre para representar el tiempo, diría que aquí la corriente arrastra cosas
que vienen de muy atrás: al contrario de lo que suponíamos, el pasado persiste,
resiste, está presente, asoma aquí y allá entre las aguas y se niega a hundirse
y desaparecer.
Todo esto me lleva a pensar que el futuro, cualquier futuro, está referido siempre a
un sujeto. No existe “el futuro” sino “mi futuro” o “nuestro futuro” o “su
futuro”. Ciertamente, el escenario de mi futuro no será el mismo que el de mis
hijos o mis nietos, pero tampoco, quizás, el mismo de mi vecino ni el de muchos
de mis coetáneos. De la misma forma, “nuestro futuro” –cualquiera que sea el nosotros al que se aluda en la frase–, tampoco
será necesariamente el mismo que “el futuro de ellos”, cualquiera que sea el ellos aquí designado. (Esto, con la
salvedad de la muerte, que obviamente es el horizonte que nos aguarda a todos
sin excepción.)
Lo dicho también me lleva a pensar en la imaginería
revolucionaria. Históricamente, las revoluciones sociales han apelado a una suerte
de “tábula rasa” con el pasado, tal y como lo hacía (y continúa haciéndolo) la imaginería
del capitalismo avanzado, con sus imágenes de innovación tecnológica y velocidad.
(No es casual que uno de los estribillos
recurrentes de la publicidad sea el que nos presenta a los nuevos productos
como “revolucionarios”.) Pero, tal y como en el capitalismo avanzado “el futuro”
carece de la radicalidad con que lo imaginábamos, ocurre con las revoluciones
sociales. Incluso aquellas consideradas exitosas, como la francesa, han debido
lidiar con el pasado que se niega a morir y se las arregla para regresar, en
ocasiones transformado, investido de nuevos ropajes y características.
Para el cambio y las transformaciones no hay atajos,
sobrevienen cuando las condiciones son propicias. Ello supone la obsolescencia y
descomposición de lo viejo, la vitalidad impaciente de lo nuevo y un entorno general
favorable. Pero en la complejidad multidimensional de la sociedad –y del individuo-,
es improbable, por no decir imposible, que estas condiciones se den simultáneamente
en todos los diversos planos o dimensiones que los integran.
Así pues, la naturaleza de los cambios societales –la
transformación de las tecnologías, los valores, los usos y costumbres y las
relaciones sociales– es un proceso lento, contradictorio, de afirmaciones y rechazos. Y
lo mismo ocurre con los cambios personales, intrapsíquicos. Salvo en la
mentalidad mágica o infantil o en la comunicación propagandística y publicitaria,
es imposible el reemplazo de todo lo existente por algo enteramente nuevo. El surgimiento
o la implantación de lo nuevo es progresivo y ocurre en medio de contradicciones,
tanteos y resistencias. El futuro es por definición impuro y en él confluyen nuestra
historia y nuestros anhelos: los míos, los tuyos, los nuestros y los de ellos...