La primera vez que mi amigo Roy y yo acampamos
en una playa, teníamos 15 años. No recuerdo por qué razón terminamos en un
lugar apartadísimo: el pueblo más cercano estaba como a hora y media de marcha cruzando varios cerros pelados. Una mañana, descubrimos que se nos
habían acabado los bastimentos y decidimos ir hasta allá. Bajo el sol de las 10
de la mañana, la caminata era infernal, pero no para nuestros cuerpos juveniles.
Durante el trayecto no dejamos de cantar. El repertorio era limitado, pero ambos
chapurreábamos la canción de Piero: “Es un buen tipo mi viejo…” Aunque
no la sabíamos completa, improvisábamos. Bajo el sol ardiente, nos
desgalillábamos cuando llegaba el climax: “yoooo soy tu sangre mi viejo, soy
tu silencio y tu tiempo…” Y también: “Viejo mi queriiido vieeeejo, ahora
ya camiiina leeeerdo!…”
Cantábamos con tanta convicción como si
nuestros padres ya hubieran muerto. No obstante, un recuento rápido me revela que entonces ellos rondaban
la cincuentena, bastante menos que mi edad hoy. Cantar esa canción era una
forma de identificarnos con su desdicha más o menos secreta, más o menos
pública y escandalosa: los dos veníamos de familias “problemáticas”, no porque
las acosaran la pobreza o las privaciones, sino el veneno del alcoholismo y el desamor.
Roy se suicidó joven, antes de cumplir
40 años. Ya entonces la vida nos había llevado
por caminos distintos. Mi padre y el suyo murieron dos décadas después que
él, marchitos y decrépitos, con pocos años de diferencia.
Hoy, a veces canturreo Mi viejo y me
acuerdo mucho de Roy, no tanto de mi viejo.