Quiero creer que la mayoría de nosotros tenemos una idea más o menos definida de lo que consideramos “una buena vida” o “una vida buena.” Conste que no me refiero aquí a la abundancia de recursos materiales, mucho menos monetarios, sino a vivir conforme a lo que consideramos deseable, es decir, “bueno”. Ello contrasta con nuestra generalizada incapacidad para adecuar el diario vivir a esa idea, a ese ideal. Cuando no renunciamos de entrada al menos a intentarlo, desistimos al primer traspié o responsabilizamos a otros -la sociedad, la historia, la familia, el sistema capitalista, lo que sea-, por nuestra timidez, nuestro fracaso o nuestra cobardía. Desgraciadamente, la cobardía, como el miedo, es contagiosa y puede pasar por sensatez, y así terminamos todos conformándonos, adecuándonos a esta mediocre monotonía del trabajo rutinario y el consumo obligatorio, enajenados de la aventura magnífica de la vida.