Mario Sancho, en un retrato tomado de la Web |
A mi padre.
Introducción[1]
Es finales de
enero de 2024 y estoy leyendo por segunda vez en mi vida las Memorias de
Mario Sancho. No puedo precisar exactamente cuándo las leí antes, pero fue hace
muchos años. Disfruté aquella lectura juvenil, de la que apenas retengo la impresión
de que Sancho fue un hombre muy crítico de la sociedad costarricense de su
época, una especie de proscrito, idea que reafirmé después por algunas referencias
en otras lecturas, en especial a uno de sus escritos titulado con ironía “Costa
Rica, Suiza Centroamericana”, que vio la luz en 1935.
Emprendo la relectura
tras haber concluido, hace un par de semanas, “Viajes y lecturas”, una
selección de artículos, cartas y pequeños ensayos de su autoría, publicados por
la Editorial Costa Rica (segunda edición, 1972). El libro me impresionó por la
claridad de su pensamiento y la elegancia de su prosa, pero también porque,
leyéndolo, tomé conciencia de que aquellos textos, publicados en diarios y
revistas durante la primera mitad del siglo pasado, están exentos de la
“microideología del especialista”, que decía Vasconcelos, y que los grandes
asuntos de la política, la sociedad y la cultura de su tiempo, se abordan ahí desde
una perspectiva amplia, sin sacrificar la profundidad.
Que el debate
público estuviera informado entonces por textos como esos, me hace patente hasta
qué punto ese debate desapareció en nuestros días bajo el polvo y el ruido de
las redes sociales y la paupérrima calidad de casi todos los medios digitales,
de un lado, y por la atomización temática en reducidos grupos de especialistas
del ámbito académico, del otro. Ciertamente,
aquél era un debate restringido casi exclusivamente a hombres letrados,
burgueses o aristócratas (aunque desde inicios del siglo XX habían aparecido
órganos de prensa obrera y femenina), pero su calidad, “su altura” -como
estilaba decirse entonces- me parece envidiable. Era, sin duda, otra época, que
por contraste me ayuda a comprender esta que vivimos.
Mario Sancho
nació en 1889, fue contemporáneo de mis abuelos. Lo mismo que ellos, Sancho
pertenecía a la “buena sociedad” de la época, es decir, a las familias
acomodadas e incluso oligárquicas que habían hecho fortuna y posición con el
cultivo y la exportación del café, así como con la actividad política, pero a
diferencia de mis abuelos, fue un “hombre de letras”. A diferencia de ellos,
también, era oriundo de la ciudad de Cartago, lo que no es un detalle menor: “Nueva
Cartago”, la capital provincial, fue asiento de los gobernadores y de las principales
familias criollas durante el periodo colonial, y por ello tenía (y mantiene)
fama de conservadora. Por otro lado, Cartago fue también el principal laboratorio
del mestizaje y el mayor foco de irradiación de las migraciones internas que
durante los siglos XVII y XVIII colonizaron el resto del país.
Tanto Mario
Sancho como mis abuelos murieron mucho antes de que yo naciera: Sancho en 1948,
sin haber cumplido 60 años, edad que yo ya superé. No obstante, cuando lo leo,
no puedo evitar el sentimiento de que estoy leyendo a una persona mayor. ¿Será por
el prestigio de los tiempos pasados, por la asociación inevitable que hago con
“los mayores”, o será más bien que, por no haber procreado, hay en mí algo que
no termina de madurar y me lleva a percibirme todavía como joven?
Mi
ejemplar.
El ejemplar
que tengo entre mis manos pertenecía a la biblioteca familiar. Con los años
aprendí a distinguir en ella los libros de mi padre, de los de mi madre, no
solo porque a veces los firmaban, sino también por sus temáticas. Este perteneció
a mi padre, más inclinado a los asuntos históricos y políticos, mientras que mi
madre era más adepta a los temas psicológicos y filosóficos en sentido amplio.
Aunque en la
biblioteca familiar había cierta cantidad de literatura costarricense, eran en
su mayoría libros de historia, también algunas novelas y colecciones de cuentos.
De poesía costarricense, que recuerde, solo estaban la “Antología Mayor” y
“Nosotros los hombres” de Jorge Debravo, y no creo equivocarme si digo que en
aquellos estantes este era el único libro de memorias. El género no ha sido muy
cultivado en Costa Rica, solo en años recientes el número de publicaciones de
este tipo aumentó, aunque no siempre sus autores hayan tenido una trayectoria
pública, como la tuvo, en cierto sentido, Sancho.
El ejemplar que
tengo en mis manos fue publicado por la Editorial Costa Rica en el año 1961, y
es el título número 4 de la Biblioteca de Autores Costarricenses. El libro fue
escrito durante los últimos años de vida del autor y, de hecho, quedó
inconcluso. Fue su viuda, María Larramendi, quien recopiló y editó el
manuscrito y lo hizo publicar póstumamente.
Mi copia está
en regular estado: la contratapa se ha desprendido y también una de las
solapas, pero el papel es excelente, el diseño impecable y apenas he encontrado
ninguna errata. Ignoro en qué año lo adquirió mi padre, pero en la guarda o
página blanca del inicio, está escrita una parrafada con bolígrafo en la que él
hace constar que le presta el libro a uno de sus buenos amigos, pero exige que
se lo devuelva tras leerlo. La nota manuscrita está fechada el 2 de setiembre
de 1978, el día en que mi padre cumplió 51 años; su tono jovial me lleva a
pensar que seguramente ambos estaban ebrios. Que yo tenga el libro en mis manos
es prueba irrefutable de que su amigo se lo devolvió después.
No recuerdo en
qué momento me lo apropié yo, como me apropié de todos los libros de mi padre que
me interesaban, conforme él fue envejeciendo, hasta desechar, tras su muerte,
los poquísimos que aún tenía en su poder.
La época.
La vida de
Mario Sancho transcurrió en el horizonte histórico de lo que algunos estudiosos
en Costa Rica llaman “la República
Liberal”, particularmente, su apogeo, crisis y disolución.
En aquellos
años, el capitalismo triunfante se expandía como torbellino por todo el orbe,
disolviendo los lazos de la sociedad señorial o patriarcal, como prefiera
llamarse, mientras que en Hispanoamérica erradicaba los últimos vestigios
institucionales del régimen colonial español. En Costa Rica, las reformas
liberales impulsadas en el último cuarto del siglo XIX habían consolidado la
liberalización de la propiedad y del comercio, impulsado la secularización de
la sociedad, la instrucción pública, la electrificación y el saneamiento en los
principales centros urbanos. Los cantos del Progreso hechizaban las mentes de
las minorías ilustradas y expoliaban los cuerpos de los campesinos desposeídos.
Los herederos de la oligarquía terrateniente -no solo cafetalera- gobernaban el
país sin grandes contratiempos, en un ejercicio rutinario de política caudillista
que solo de vez en cuando sufría tropiezos como la dictadura de los hermanos
Tinoco.
La integración
del país y, en general, de América Latina, a la economía internacional, se
aceleraba y profundizaba, al tiempo que los Estados Unidos se erigían como la
nueva potencia regional y despuntaba en el orden mundial: había pasado ya la
época de “América para los americanos” y era la del big stick, de la construcción del Canal de Panamá y del
lanzamiento del modelo “T” de Henry Ford. Son los años de la Primera Guerra
Mundial y del colapso de los imperios continentales europeos, que propiciará
una nueva repartición del mundo. Los Estados Unidos intervienen militarmente en
Haití, República Dominicana y Nicaragua, y Sandino se alza en las montañas de
Las Segovias.
En Costa Rica,
la oligarquía cafetalera y europeizante hacía construir el Teatro Nacional, que
ilustra de maravilla sus aspiraciones y su visión de mundo, mientras en las
tierras bajas del Caribe, Minor Keith consolidaba el enclave bananero que, con
los años, le permitiría controlar el negocio de la fruta desde su cultivo, hasta
su comercialización y venta en los mercados de Estados Unidos y de Europa.
Gigantescas
multitudes abandonaban sus tierras ancestrales en Italia, Irlanda y España
-entre otros países europeos que llegaron tarde o no llegaron del todo a la industrialización
capitalista- y cruzaban el Atlántico huyendo del hambre y en búsqueda de mejores
horizontes: caos, hambre, guerras, ilusiones y esperanzas en el vendaval de la
industrialización y su impacto transformador en los campos y en las ciudades.
También en Hispanoamérica
se hacían evidentes las limitaciones y contradicciones de la liberalización, en
forma de amplios sectores de la población empobrecidos y hambreados. Para ellos
no había un “nuevo mundo” al cual emigrar, pero en algunos países, Costa Rica
incluido, se abría la colonización de nuevas tierras de cultivo cada vez más
alejadas de los centros de población, desplazando y arrinconando aun más a los sobrevivientes
de las poblaciones indígenas.
Es la época de
la Revolución Mexicana y de la Revolución de Octubre en la URSS, y también aquí
surgían organizaciones mutualistas y obreras, entre otros atisbos de un
pensamiento crítico del liberalismo. En 1929 cundía pánico en la Bolsa de
Valores de Nueva York y en 1931 se fundaba el Partido Comunista Costarricense,
mientras en Europa Hitler y Mussolini consumaban su asalto al poder. Pocos años
después, estallará en España la Guerra Civil, antesala y campo de pruebas para
la matanza generalizada de la Segunda Guerra Mundial.
Impulsadas por
una insólita alianza entre algunos sectores de la Iglesia Católica, algunos sectores
de la oligarquía y del movimiento obrero organizado alrededor del Partido
Comunista, a partir de 1940 en Costa Rica se ponen en marcha reformas sociales
de profundo calado, como la promulgación de un Código de Trabajo y la creación
de un régimen de Seguridad Social de financiamiento tripartito entre los
empleadores, el Estado y los trabajadores.
El fin de la
Segunda Guerra Mundial y el estallido de la Guerra Fría abren otro momento
histórico e instauran un nuevo clima ideológico, en el que aquella alianza era inviable.
Pronto estallará la Guerra Civil de 1948, a cuyo término las reformas
impulsadas durante los gobiernos precedentes no fueron derogadas, sino más bien
complementadas con algunas reformas de orden económico igualmente
significativas, en particular, la nacionalización bancaria y del sector de la
generación y distribución eléctrica. Con ellas y algunas otras, se termina de
liquidar el viejo orden liberal. Precisamente ese mismo año de 1948 muere, a
finales del mes de octubre, Mario Sancho.
En este
escenario general, sus Memorias son un vivo testimonio de la aguda visión
del autor para captar algunas características, limitaciones y contradicciones
de la sociedad de su época, pero también, como no podría ser de otra manera, un
vivo testimonio de sus propias limitaciones y contradicciones.
Las Memorias.
El libro
inicia con una vívida evocación del Cartago de su niñez --los últimos años del
siglo XIX y los primeros del XX--. De esas páginas se desprende la impresión de
que la Iglesia Católica continuaba ejerciendo una profunda influencia en la
vida cotidiana de las gentes, a pesar de las políticas de secularización impulsadas
durante varias décadas por los gobiernos liberales. “La entretención de noche
para los chicos formales consistía en ir a los rosarios y sermones. Los mayores
frecuentaban las tertulias, los garitos, las casas de cena y otros lugares
peores. A nosotros, en aquella edad, nos llenaba la vida la iglesia; a nosotros
y a cuantas almas beatas, que no eran pocas por cierto, alentaban en Cartago.
No pasaba un momento sin ceremonias religiosas, algunas tan lúgubres que da
frío de sólo recordarlas…” (p. 35) escribe Sancho, entre otros pasajes del mismo
tenor, de los cuales entresaco uno que reviste, a mi juicio, indudable interés
antropológico: “La Pasada de la Virgen ofrecía un aspecto indudablemente
pintoresco, aunque dudosamente religioso. Además de las personas que llevaban
por promesa piedras sobre la cabeza y de los niños vestidos de indios o de
ángeles, salían en la procesión disfraces chocarreros e insolentes. Algunos,
como el del Macho Ratón, no faltaban nunca”. (p.37)
La indicación
puntual de la presencia del Macho Ratón -también llamado Güegüense- personaje
de un drama escénico colonial de origen nicaragüense que, de acuerdo con la
estudiosa Milagros Palma, representa el ascenso del mestizo en la sociedad
colonial, en el Cartago de fines del siglo XIX, me resulta harto significativa,
y no creo haberla visto antes.
Todo ello
invita a reflexionar sobre la compleja relación entre los cambios
institucionales impulsados desde el Estado -lo que hoy llamamos “las políticas
públicas”-, y los cambios ideológicos, mentales o culturales.
“A pesar de
venir de un familia harto conservadora y de haberse educado en la Guatemala de
Carrera, o quizás por esos mismos dos motivos, era mi padre hombre de ideas
liberales, entusiasta lector de Michelet, Quinet, Pelletan, cuyos libros y la Historia
de la Humanidad de Laurent, La Fórmula del Progreso y los Discursos
Parlamentarios de don Emilio Castelar ojeó mi curiosidad de muchacho, a
hurtadillas de mi madre que representaba en silencio y con la austera dignidad
de las damas de antaño la tradición católica…” (p. 19) La dualidad familiar descrita
resulta harto conocida y casi podría considerarse estereotípica, pero encuentra
aquí una hermosa expresión que vale la pena reproducir.
Sobre el
despertar de su vocación literaria, poco nos cuenta Sancho, salvo la mención
irónica a una intoxicación juvenil del “arielismo vagaroso y palabrero” de José
Enrique Rodó y alguna otra a la influencia que para él y sus compañeros de
juventud tuvieron los vibrantes textos cosmopolitas del guatemalteco Gómez
Carrillo, aunque me parece que esta última se encuentra más bien en su “Viajes
y lecturas”.
El terremoto
que destruyó la ciudad de Cartago la noche del 4 de mayo 1910 se erige como un
hito inevitable en su vida. Aunque él mismo se encontraba esa noche en San
José, viajó a primera hora de la mañana siguiente a Cartago para dar con un
panorama desolador. “Con dificultad habrá dos cosas en el mundo tan diferentes
como el Cartago de antes del terremoto y el actual”, escribe (p.31). Para
hacerme una idea de ello, solo puedo acudir a lo que ocurrió en Managua tras el
terremoto de diciembre de 1974.
No deja de ser
irónico que le haya correspondido a él y a uno de sus hermanos rescatar y poner
a buen resguardo la imagen de la Virgen de los Ángeles, patrona de Costa Rica,
del antiguo templo que amenazaba con derrumbarse. “El hecho de haber entrado a
la Basílica de Nuestra Señora de los Ángeles en medio de tantos temblores y de
que ni éstos ni el aspecto ruinoso del edificio pusieran miedo en mi alma; el
acto de esperar a pie firme sobre la peana del altar a que mi hermano me
alargara el resplandor, el manto de pedrería y el propio cuerpecito de piedra
de la Virgen, pienso que debe valerme algo en el concepto de mis devotos
coterráneos, y hasta ganarme indulgencias para mi salud eterna” (p. 77).
Breves pero
elocuentes párrafos dedica el autor a su paso por la antigua Universidad de
Santo Tomás, donde se matriculó en 1909 y se licenció en Leyes. En ellos deja
patente la espantosa esclerosis escolástica en que se hallaba sumido ese centro
de estudios en pleno siglo XX, su carácter de mera formalidad que los
estudiantes de las clases pudientes debían cumplir, con miras a obtener un
título que les abriera las puertas al ejercicio profesional y, sobre todo, de la
vida pública. Tomando en cuenta que el panorama
era más o menos el mismo en todas las universidades de la región, se explica uno
la fuerza arrolladora con la que se propagó pocos años después el movimiento
reformista universitario de Córdoba, Argentina,
y su profundo y perdurable impacto en las universidades y en las
sociedades latinoamericanas.
Tras
licenciarse, Sancho cumple con el ritual del viaje iniciático a Europa, casi obligado
para los señoritos hispanoamericanos de su época: París, la gran ciudad, sus
luces deslumbrantes. Un año de vida diletante y libre, a cuenta de su familia
en Costa Rica. Regresa al país en 1912, “intoxicado como se ve de ese terrible
alcaloide que Darío llamaba la parisina” (p 96).
El correo de las brujas salva la
distancia de cien años.
En una
conversación telefónica le comento a mi madre, que tiene ahora 92 años, que
estoy releyendo las Memorias. Ella también recuerda el ejemplar de la
biblioteca familiar en mi poder y, tras un breve intercambio, la convenzo de
que el ejemplar pertenecía a mi padre y no a ella. Menciona entonces “el caso
de Mario Sancho”.
Desconcertado,
le pregunto a qué se refiere con esa expresión. Me comenta entonces de un
penoso asunto en el que Sancho se vio envuelto en su juventud, inclusive con
graves implicaciones judiciales, del que su madre le comentó a ella en su lejana
juventud, y como consecuencia del cual Sancho debió exiliarse del país. De
entrada, la contradigo: aunque vivió muchos años en el extranjero, Sancho nunca
fue un exiliado. Ella insiste en lo que le dijo su madre.
Entonces repaso
un pasaje de las Memorias que me resultó oscuro: para las elecciones
presidenciales de 1913, participan tres candidatos en la liza y Sancho
compromete públicamente su apoyo a uno que resulta perdidoso. Consumada la
derrota electoral, Sancho escribe: “De ahí a poco caí enfermo de cuidado y a
esto siguió luego una página trágica y angustiosísima de que no quiero decir
palabra. ¡Errores de la mocedad que tuercen y amargan el curso del destino!”
(p. 107).
La lectura de
estos párrafos me desconcertó. El capítulo siguiente inicia con estas palabras:
“Mi carrera estaba truncada y mi vida deshecha” (p. 109) y yo interpreté que el
autor se refería a la derrota de su candidato en las elecciones presidenciales,
no al penoso asunto personal al que eludió referirse. Las palabras de mi madre, o de mi abuela muerta
cuando yo era un niño de siete años, arrojaban una nueva luz sobre ese pasaje
de su vida.
El “exilio”
mencionado por mi abuela, cobra pleno sentido cuando, a renglón seguido, Sancho
emprende viaje hacia Guatemala, y más aún en las circunstancias atípicas en que
lo hace: “El viaje lo hice en un barco costero que me llevó de Bluefields a
Puerto Cortés, donde tomé una gasolina para Puerto Barrios. Ninguna travesía
por mar ni por tierra me ha dejado un recuerdo tan indeleble como aquellos días
pasados en la goleta de aquellos negros caimaneros, con un nicaragüense por
único compañero inteligible, pues los demás no hablaban sino inglés…” (p. 109).
Solo a la luz de estos hechos se comprende adecuadamente aquello de que “mi
carrera estaba truncada y mi vida deshecha”.
Consigno estos
detalles, pues solo la pequeñez de la sociedad costarricense, y un concurso de
circunstancias fortuitas como el hecho de que mi madre estuviera viva cuando yo
releía la obra, de que se lo comentara en nuestra conversación telefónica y de que
ella por su parte recordara las palabras de su madre, proferidas más de siete
décadas atrás, hicieron posible esta interpretación y me evitaron un equívoco
En Guatemala,
Sancho encuentra a Darío “ya muy enfermo, muy triste y lleno de horror a la
muerte, que a poco había de llevárselo en su León natal. Vivía Darío en una
casa frente al Hospital de San Juan de Dios, vecindad que agravaba su
necrofobia”. (p. 111) Abandona Guatemala tras sufrir ahí prisión, “dos días y
dos noches de pesadilla en aquel antro de torturas que sólo el genio maligno y
terrorífico de un Rufino Barrios puede haber concebido”. (p.110)
Pasa a El
Salvador donde empieza a trabajar en la sección editorial de “El Diario”. Ahí “(…)
estuve editorializando varios meses sobre cosas y personas de El Salvador de
que no tenía entonces ni tengo ahora la menor idea. Aquel trabajo demandaba
realmente un esfuerzo enorme, pues había que hacer prodigios de eufemismo y
verdaderas proezas funambulescas para no incurrir en disgustos” (p.115).
Tras un breve
paso por Honduras, recala en Nicaragua acogido por una influyente familia de
Managua. “Este gentil amigo, ya muerto en una de esas luchas fratricidas que
han asolado a Nicaragua, me hizo un puesto en su oficina. Mis deberes eran casi
nominales: de tarde en tarde redactaba un informe o una nota que debía ir bien
escrita. Así es que me sobraba tiempo para leer y pasear” (p. 123). Para
entonces, Sancho ha cimentado ya una reputación como hombre de letras, de modo
que es acogido por los escritores y los intelectuales del país.
Para ese
momento los hermanos Tinoco ya gobiernan en Costa Rica, luego de que Federico
Tinoco, ministro de Guerra del presidente González Flores, consumara un golpe
de Estado el 27 de enero de 1917. En plena Primera Guerra Mundial, una profunda
crisis social agitaba el país por la dramática disminución de las exportaciones
de café. Para enfrentarla y, al mismo tiempo, hacer justicia, el presidente
impulsaba una reforma tributaria que gravaría las rentas de los más ricos. Con
el respaldo de los sectores oligárquicos (mis abuelos incluidos), Tinoco dio el
golpe de Estado que inauguraría un régimen de 30 meses que jamás obtuvo reconocimiento
internacional y que muy pronto perdió también el apoyo de algunos sectores que
inicialmente lo respaldaron.
Como respuesta
a la creciente oposición, los Tinoco instauraron un régimen de terror. Un
relato convincente de ese periodo, puede encontrarse en la novela El Año de
la Ira, de Carlos Cortés (2019), sustentada en una exhaustiva investigación
documental y organizada en torno al asesinato del general Joaquín Tinoco, hermano
del presidente espurio y hombre fuerte del régimen, el 10 de agosto de 1919.
El cobarde
asesinato, a manos de un comando del ejército, de un pequeño grupo de sublevados
que intentaban ponerse a salvo en Panamá --entre ellos el diputado Rogelio
Fernández Güell y un hermano de Sancho--, decidirá a nuestro autor a asumir un
papel más resuelto contra la tiranía. Así, funda en Nicaragua, donde todavía se
hallaba, el diario “El Fígaro”, en cuyas páginas publica encendidos artículos
contra el régimen costarricense y denuncia la complicidad de los liberales de
Nicaragua.
A ese último
país llegan pronto, con el propósito de organizar desde ahí una invasión que
libere a su patria, un grupo de opositores al régimen. La eterna historia de
los conspirados que, desde el exilio, preparan un alzamiento en su país, conoce
aquí otro capítulo. El único militar con experiencia, un mexicano veterano de
la Revolución, cae en el primer combate tras internarse los alzados en territorio
costarricense. La tropa, por cierto, estaba compuesta en buena medida por
mercenarios nicaragüenses, “hombres sin oficio ni beneficio, que en los países
de historia evolucionaria llegan hasta a constituir una clase social: soldados
de fortuna útiles únicamente, si así puede decirse, en tiempo de guerra y que
en los intervalos de paz andan de aquí y de allá dando sablazos y suspirando
por regresar al estado de guerra o, como se dice en Nicaragua, de volver al calanche”
(p. 133).
Aunque la
invasión militar acaba en fracaso rotundo, alienta a la oposición interna. No
será, sin embargo, hasta el asesinato del hermano del presidente, que la
dictadura se hunda, precipitando la huida del dictador y sus colaboradores más
allegados hacia París, donde encarnarán otro episodio de la saga del dictador
latinoamericano derrocado que envejece en su dorado exilio parisino.
Regreso a
Costa Rica y nueva partida.
Pero el
triunfo de la “Revolución del Sapoá”, como llamaron los protagonistas en su
época a la fallida invasión desde Nicaragua, significará a la postre una amarga
lección para Sancho, quien por fin regresa a Costa Rica y observa desconcertado
como muchos antiguos adeptos al régimen tinoquista, que desertaron de él solo
tardíamente, son nombrados ahora por el nuevo presidente en altos cargos, antes
incluso que aquellos que lo acompañaron en la aventura revolucionaria. Tampoco
se hace justicia con quienes perdieron bienes y familiares a manos del régimen.
En fin, una amarga experiencia de la que Sancho nunca terminará de reponerse y a
la que volverá muchas veces en las páginas siguientes.
Solo en este
punto se aventura Sancho a emitir un veredicto sobre “el estado de
descomposición social que existía en la República”, acerca de lo cual nos dice:
“La aparición de los tiranos no es un fenómeno casual. Siempre viene precedida
de serios quebrantos de la conciencia civil, y ya desde 1914 eran evidentes los
síntomas de la relajación pública. La lucha, o más bien el juego político que
se resolvió ese año, tuvo episodios que evocan las triquiñuelas de los
jugadores de mala fe. Se hacían pactos entre los partidos que a las
veinticuatro horas de firmados estaban ya traicionados”. (p.144) Su mirada, pues, se enfoca en la
degradación de las prácticas políticas de las élites a las que él y su familia
pertenecen, es decir, su remedio apunta a la necesidad de una regeneración
moral y una renovación generacional de estas élites.
Sancho sale
mejor librado que la mayoría de sus compañeros de armas, pues, como ya se
mencionó, es nombrado cónsul del país en Boston, Massachussets, a donde llega a
finales de 1920 y donde, además de ejercer las funciones propias de su cargo,
se inscribe en diversos cursos de letras y de inglés en la Universidad de
Harvard.
Desde la
lejanía, Sancho sigue la vida política del país, y dedica varios capítulos de
sus Memorias a relatar pormenores y entresijos de los pactos partidarios
mediante los cuales se manejan los asuntos electorales, bajo el liderazgo de
los dos mayores caudillos de la época. “No parecía sino que este continuo
barajar de los dos mismos valores políticos estaba dándole un nuevo sentido al
precepto constitucional que garantiza la alternabilidad en el poder”,
apunta con ironía, y agrega más adelante: “Entre extranjeros he oído, sin
embargo, comentarios sarcásticos de este sistema. Repetidas veces me
preguntaron amigos en Boston, y luego en México, cómo era posible que los
costarricenses no nos aburriéramos de ser gobernados en esta forma tan
monótona” (p. 172).
Al leer estos
pasajes, no puedo menos que asociarlos con mi propia experiencia, pues durante
la segunda mitad del siglo XX, ocurrió más o menos lo mismo, aunque entonces no
se trataba de dos caudillos, sino de dos partidos o grupos políticos que,
prácticamente sin interrupciones, se alternaron monótonamente en el gobierno.
No omite en
esas páginas vehementes críticas a los gobiernos de la época, particularmente a
sus políticas tributarias que, tras la fallida tentativa del presidente
González Flores de gravar las rentas de los ricos -uno de los detonantes del
golpe de Estado- no han variado nada. “La mayoría de los hombres afectos o
desafectos al Gobierno hablaban mucho de política, pero de esa política menuda
que se refiere a la consecución de puestos y granjerías; la otra, la que tiende
a corregir yerros e iniquidades, no interesaba”. (p. 178)
Además de su
residencia y trabajo en los Estados Unidos, dedica varios capítulos a narrar
sus viajes más o menos prolongados a España y México. Se trata de viajes
fundamentalmente turísticos, que él y su señora -para entonces ya es un hombre
casado- aprovechan también para conocer a algunas personalidades de las letras
y las artes. El nacionalismo mexicano -estamos a inicios de la década de los
años treinta-, lo impresiona… ¡Y cómo no! “México (….) ha reaccionado
valientemente contra la manía europeizante, y logrado entrar en plena posesión
de sí mismo. ¡Qué lejanos parecen los días de Don Porfirio, cuando si se iba a
construir un teatro, había de ser en mármol de Carrara, traído a gran costo,
aunque aquí abundase el tezontle, esa linda piedra volcánica de suave tono
rojizo que ¡. atempera la demasiado luz de este ambiente y es una delicia para
la vista” (p.211).
En abril de 1932
regresa a Costa Rica. Han pasado doce años desde que partiera a los Estados
Unidos y casi veinte desde su primer “exilio” centroamericano, con la sola
interrupción de una breve estadía en Costa Rica, tras la caída de la dictadura
tinoquista. Su mirada sobre el país es casi la de un extranjero.
Sus
impresiones iniciales son sumamente favorables. “El progreso era evidente. Por
todas partes escuelas atractivas donde enseñan maestras también atractivas;
caminos espléndidos, transitados día y noche por espléndidos autos. Un nuevo
magnífico hotel a pocas varas del viejo magnífico Teatro Nacional (…) Lindos
cines y casas de habitación, en fin, adelanto visible por doquiera”
(p.211-212). Pero, en la misma medida en que lo impresiona y alaba el “progreso
evidente” que encuentra, lo indisponen otras cosas: el crecimiento del aparato
público, el que “el extranjero ha ido desplazando al nativo en la agricultura y
el comercio” (p. 221).
Tan pronto se
establece en su Cartago natal y retoma la vida cotidiana, concluye que, junto
al progreso material que acaba de alabar, la mentalidad de sus paisanos apenas
ha cambiado: “En el fondo todo seguía igual. Un poco más de ruido y de
frivolidad en la calle, algún confort en las casas, mayor burocratismo en las
oficinas de gobierno, pero la actitud espiritual era la misma, y las
instituciones, al par que las personas, idénticas. Hombres y mujeres creían lo
mismo que antes. El consumo de pan bendito, de candelas votivas y de agua de la
Virgen era casi tan grande como en los días de mi infancia” (p. 229-230).
“Exasperado
por el marasmo en que veía sumido al país, me impuse la tarea de combatirlo en
la única forma en que me era posible: escribiendo artículos de periódico, cuyo
acento de combate me sorprende ahora a mí mismo (…) El origen del mal, tal
pensaba entonces, estaba en lo que llamábamos el viejismo político. Si se
conseguía rejuvenecer los cuadros de gobierno, todo cambiaría” (p. 233). Pero
las baterías de Sancho no se dirigen entonces únicamente contra los viejos
líderes liberales, sino también contra la mentalidad y las costumbres de sus
coterráneos. “Comencé entonces a darme cuenta de que el marasmo que yo
pretendía circunscribir a las esferas oficiales afectaba al organismo entero
del país” (p. 235). Así, llega a la conclusión de que el conformismo es el peor
defecto que aqueja al país. “Tres cuartas partes del tiquismo consisten en
creer que Costa Rica ha alcanzado el ápice de la perfección en lo que a leyes e
instituciones se refiere, y que quienes hallamos defecto en ellas somos malos
ciudadanos de una república idealmente organizada” (p. 236). Poco más adelante,
anota: “Con todo, nada me valieron estas experiencias aleccionadoras y hube de
cometer el disparate de intentar aguarles la fiesta a mis felices coterráneos”
(p. 237). En la práctica, queda enunciado aquí el que será, en adelante, el
principal cometido político de Sancho: desbaratar la imagen idealizada que de
su país tienen sus coterráneos, de lo cual vendrá a ser pieza maestra el ya
citado opúsculo titulado: “Costa Rica, Suiza Centroamericana”, que antes de ser
publicado, lee como conferencia en emisión radiofónica.
Sancho dedica algunos
capítulos de sus memorias a repasar los argumentos de aquella conferencia y a
abonarlos con otros nuevos: la pésima calidad de la educación pública, el
“enojoso formulismo” de los tribunales de justicia y la calaña moral de los
leguleyos y abogadillos que medran de él, la institucionalidad política basada
en líderes seniles y en partidos marrulleros, el clientelismo político
institucionalizado, el retroceso operado durante los últimos años en cuanto a
la secularización de la sociedad, etc., etc. “A los obreros tampoco les
acreditaba inquietudes ni inconformidades, tal vez porque, viviendo en Cartago,
el tipo de obrero a que estaba acostumbrado carecía de gustos que trascendieran
del billar, del cine y de la cantina. Las pocas excepciones a la regla -ahora
me doy cuenta- habían ingresado al Comunismo que, en aquellos tiempos, era casi
un movimiento clandestino o subterráneo; y allá en sus células, catacumbas de
una nueva religión política, comenzaban a desarrollar pasión por la lectura, aunque
no fuera más que para leer obras de propaganda sectaria” (p. 249).
“Compañero
de viaje”.
La fundación
del Partido Comunista Costarricense en 1931 desata un clima de histeria
anticomunista que Sancho critica con rabiosa ironía y del que él mismo
llegará a ser víctima. “Quienes atribuyen el auge comunista a la desocupación
se engañan si piensan que desaparecidas estas circunstancias desaparecerá lo
que ellos creen su efecto. La crisis ha venido a revelarnos muchas injusticias
y sordideces en que no habíamos parado mientes. Tales sordideces e injusticias
estarán de hoy más por siempre presentes ante nuestros ojos” (p. 251).
Leyendo las Memorias,
uno tiene la impresión de que la mirada crítica del autor se afirma y agudiza
con el tiempo. Cuando en 1934 estalla la primera gran huelga en el imperio
bananero de la United Fruit Company, Sancho no duda en denunciar las
deplorables condiciones de vida de los trabajadores y respalda su exigencia de mejoras.
Probablemente fuera el único liberal que se pronunció en este sentido en la
prensa de la época, coincidiendo con la dirigencia comunista que estaba detrás
de la organización del movimiento, y con otros intelectuales que, sin ser necesariamente
comunistas, no pertenecían a la oligarquía liberal, como era el caso de Joaquín
García Monge y sus compañeros del llamado “Grupo Germinal”.
Con amargura creciente,
Sancho denuncia y critica el antisemitismo de las clases dirigentes
costarricenses y su indisimulada simpatía por el ascenso del nazi fascismo en
Alemania y en Italia, así como también las descaradas maniobras de los partidos
oligárquico-liberales para invalidar la elección de los dos primeros diputados
comunistas que resultan electos en las elecciones de 1934.
“Del experimento ruso -anota en sus Memorias, refiriéndose a aquellos
días- no era permitido decir una palabra. Quien quiera que demostrara algún
interés por el desarrollo industrial, o por el incremento agrícola, o por los
métodos pedagógicos en práctica en la Unión Soviética, incurría en excomunión
mayor. ¡Qué!, bastaba decir que Rusia tenía los ríos más grandes de Europa,
para atraernos el dictado de comunista y la antipatía de las personas de bien”
(p. 259), apunta con delicada mezcla de sarcasmo y amargura.
Su decepción
de la política liberal se agudiza y su derrotero lo acerca poco a poco a los
“compañeros de viaje” de los comunistas. El término, según parece, data de 1923, y se le atribuye a Trotski, quien
acuña el término para los defensores del comunismo que se resistían a entrar en
el partido comunista: “No consideran (los papuchiki) a la
revolución como un todo, e ignoran el ideal comunista. No son los artesanos de
la revolución proletaria, sino sus compañeros de viaje artístico. Con ellos se
plantea siempre la misma pregunta: ¿hasta dónde irán?” (Ramón Chao, Los
compañeros de viaje, El País, España, 15 de enero de 1981).
Coincidiendo con estos términos escribe Sancho en ese mismo año de 1934:
“No soy comunista, ni lo he sido, ni quiero ser nada más que un hombre libre e
independiente que dice la verdad de lo que piensa, y para esto no necesito
partido. Celebré el advenimiento del Comunismo a nuestra liza política, sin que
por eso estuviese dispuesto a suscribir integralmente a su doctrina” (p. 261).
La Guerra Civil Española.
Pero, sin
duda, será el estallido de la Guerra Civil española lo que lo alejará
irremediable y definitivamente de la sociedad política y literaria de su época y
lo sumirá en el más profundo ostracismo y desencanto.
El alzamiento
franquista lo sorprende en Panamá. “Especialmente nos llevó a Panamá el hecho
de estar allí, dando un curso de conferencias sobre la poesía castellana, León
Felipe Camino, gran poeta español, gran espíritu ecuménico y gran amigo nuestro
desde México” (p. 290). Felipe cae enfermo y Sancho lo invita a recuperarse en
su casa en Cartago, pero el gobierno de Costa Rica niega al poeta español el
visado de ingreso al país.
“Mucho
sufrimos los amigos de la República -escribe-. Unas veces era porque la
confabulación de los poderosos de la tierra contra un pueblo listo a morir con
tal de luchar contra el privilegio y la iniquidad hería nuestros sentimientos
de justicia; otras, porque el lavado pilatesco de manos de Ginebra y la infame
alcahuetería del Comité de No-intervención de Londres, exasperaba el odio que a
la mentira profesamos (…) Y nada nos causaba tanto dolor como la actitud de
nuestros intelectuales (…) Un gran sector de la inteligencia nos miraba a la
media docena de amigos de la República Española conocidos por nuestras
aficiones literarias casi como apestados” (p. 306-307).
Sancho dedica
un buen número de páginas a describir el clima de histeria reinante en el país,
alentado y respaldado por la Iglesia Católica y las élites económicas y políticas,
así como los inútiles esfuerzos de los escasos partidarios de la República por combatir
la propaganda franquista. Pero “los costarricenses vivimos casados con nuestros
propios prejuicios, sin permitirnos nunca la más pequeña infidelidad conyugal”
(p.305).
Su posición
cada vez más incómoda le granjea algunos problemas de orden laboral y acentúa su
sentimiento de soledad y ostracismo. Apenas mantiene relaciones con Joaquín
García Monge y con su amigo de niñez y juventud, el científico Clodomiro Picado.
Manuel Mora, fundador y dirigente del Partido Comunista, le expresa su
solidaridad, pero declina visitarlo para no alimentar el estigma de “comunista”
que pesa sobre su figura. Para combatir
tal estigma, escribe: “No pertenezco a ningún partido, iglesia, logia, fascio,
célula, ni siquiera a ningún club social o deportivo. Soy lo que en inglés se
llama a free lance, un franc tireur y en nuestro vernáculo, un
pizote solo” (p.339).
Profundamente
desencantado ya de la política franco-británica en relación con la Guerra Civil
española, su amargura con la “política de apaciguamiento” de esas mismas
potencias en relación con el nazi-facismo es comprensible, y apenas lo
sorprende el estallido de la Segunda Guerra Mundial en setiembre de 1939.
Desafortunadamente,
aunque Sancho vivió todavía una década más, el dictado de sus Memorias se
interrumpe en el año 1940, con lo cual nada sabemos acerca de su posición sobre
las medidas de reforma social que se empezaron a introducir en el gobierno que
resultó electo ese año, ni de la alianza que el partido gobernante suscribió con
los comunistas y con la Iglesia Católica para impulsarlas y sostenerlas. No
obstante, algún comentario al respecto deja entrever que su posición sobre
estos acontecimientos era igualmente escéptica o abiertamente crítica, y es
sabido que sus escritos alimentaron las discusiones de los jóvenes integrantes
del Centro para el Estudio de los Problemas Nacionales, germen y fermento
ideológico de la oposición a dicho régimen.
Omisiones y
ambivalencias.
Percibo en las
Memorias de Mario Sancho una constante y profunda ambivalencia hacia las
instituciones, prácticas y valores propios de la república liberal oligárquica,
que aquí son criticadas y allá ensalzadas o defendidas -en ocasiones, según la
propia conveniencia-, así como también hacia las fuerzas ideológico-políticas
que se organizaban buscando alternativas a ese modelo social.
Especialmente
significativas me parece la ausencia de toda mención a las intervenciones
militares estadounidenses en República Dominicana y, sobre todo, en Nicaragua,
así como también a la lucha guerrillera del general Sandino y a la espantosa
masacre de indígenas y campesinos en El Salvador, 1932, por tratarse de países
vecinos, donde había residido y donde mantenía vínculos personales. Como se
sabe, las guerrillas de Sandino en Las Segovias fueron objeto de importantes
campañas de solidaridad internacional que tuvieron eco incluso en los Estados
Unidos, donde se encontraba Sancho en ese momento.
Todo ello hace
parte de la ambivalencia de Sancho hacia los Estados Unidos. Aunque, pensándolo
bien, el término “ambivalencia” resulta excesivo. Si bien Sancho utiliza en
algunas ocasiones el término “yanki” con matiz despectivo o irónico, o se
refiere de esa forma a algún potentado de esa nacionalidad con intereses económicos
en el país, no hay en las páginas de sus Memorias ningún esbozo de valoración
comprensiva sobre el papel de los Estados Unidos ni en la economía, ni en la
política de la región. Quizás, su prolongada estancia en ese país –donde
terminó de educarse, conoció a su esposa y fue feliz- le impidió formarse un
juicio crítico, a pesar de que se encontraba ahí incluso durante el crash
de la Bolsa en 1929.
Sus críticas
al liberalismo parecen más dirigidas hacia lo que él considera desviaciones o
aberraciones de la práctica política o de la cultura -propias de países
atrasados como los centroamericanos-, que hacia el modelo propiamente dicho,
encarnado en las viejas potencias europeas y, crecientemente, en los Estados
Unidos.
Todo ello me
lleva a pensar en las limitaciones de un pensamiento puramente crítico que, sin
una contrapartida utópica que invite y movilice a la construcción, desemboca
fácilmente en la amargura o el cinismo, que fue, de alguna forma, lo que le
ocurrió a él.
Mi padre y
la revolución del 48.
Hijo de una prominente
familia oligárquica, mi padre se vinculó muy joven a los adversarios al
movimiento reformista impulsado a partir de 1940 por aquella extraña alianza
entre comunistas, sectores católicos y oligárquicos. Su vinculación inicial a la oposición obedeció
a diversos motivos: de un lado, el alegado fraude electoral en las elecciones
de 1948, de otro, la violencia y el matonismo de algunos grupos gobiernistas,
amén del anticomunismo como móvil inconfeso y vergonzante, del que me habló
solo ya muy viejo. Quizás, incluso, había cierta rebeldía juvenil contra su
padre, amigo personal del presidente y caudillo reformista. En todo caso, al
estallar el movimiento armado de oposición, fue alertado por un familiar de que
los gobiernistas lo buscaban, y debió salir del país hacia El Salvador, donde
vivió durante algunos meses.
A pesar de la vaguedad
de sus motivaciones iniciales, con el tiempo asumió posiciones ideológicas más
consistentes y se hizo militante del Partido Liberación Nacional, impulsor y
defensor decidido del Estado de Bienestar costarricense, así como adversario de
los grupos de ideología liberal vinculados al capital, que fue hegemónico
durante la segunda mitad del siglo XX y también responsable de muchos de los
vicios clientelistas asociados a ese modelo.
Poco después,
a inicios de los años 1960, inspirado por la revolución cubana, mi padre hizo
parte de un minúsculo y efímero partido de orientación socialista, convencido
de que las reformas impulsadas por su partido se habían quedado cortas. No
obstante, muy pronto reculó y volvió a los fueros del Partido Liberación Nacional,
que lo acogió de nuevo en sus filas y lo acomodó en algún puesto gubernamental
de mediana jerarquía. El año en que mi padre le prestó las Memorias de
Mario Sancho a su amigo, ocupaba un cargo de gobierno, el único propiamente
político que ocupó en su vida, y era, creo, feliz. Ese año fue quizás la
culminación o el apogeo de dicho modelo de Estado de Bienestar, basado en lo
económico en la “sustitución de importaciones” y el fomento de una incipiente
industrialización mediante la creación de un protegido mercado centroamericano.
La crisis
financiera internacional que estalló a inicios de los años 80, introdujo los
primeros clavos en el ataúd de dicho modelo, y la disolución del mundo
soviético y la globalización resultante de ello, una década más tarde, crearon
las condiciones para su definitivo entierro, a manos de las mismas fuerzas
políticas que habían impulsado su construcción. Así llegaron la
desnacionalización bancaria y del sector de las telecomunicaciones
-eufemísticamente llamadas “apertura a la competencia”-, y la interminable
seguidilla de “acuerdos de libre comercio” que jóvenes tecnócratas negociaban
en maratónicas jornadas, de las que daban cuenta a la prensa en un lenguaje
cifrado y esotérico.
Mi padre
envejeció en medio de la perplejidad que le producía ver como se configuraba un
nuevo escenario político-ideológico, para no hablar ya de la revolución de las
tecnologías digitales, para lo cual carecía de referentes que lo ayudaran a
entenderlo y a orientarse en él: los pretendidamente socialdemócratas se
volvían desembozadamente neo-liberales, en lo que coincidían alegremente con
quienes supuestamente habían sido sus antagonistas políticos, y fue
desconcertado testigo de todas las claudicaciones de su partido, aun sin
comprenderlas a cabalidad.
De esta forma,
la “Segunda República”, como bautizaron quizás con excesivo entusiasmo sus
valedores a aquel modelo, desde hace décadas da tumbos y pataleos de ahogado,
sin que en Costa Rica ni en el mundo mundial se perfile un movimiento capaz, no
digamos ya de oponerse, sino tan siquiera de hacerle algún contrapeso a la
fuerza arrolladora del capital globalizado y crecientemente concentrado por la
energía en constante renovación de las tecnologías digitales.
Yo.
Crecí como
hijo de las clases medias urbanas en la Costa Rica del siglo XX, una posición
sin duda privilegiada, fruto -en buena medida-, de los logros y avances
institucionalizados por el Estado de Bienestar resultado de las reformas implementadas
en las décadas de los años 40 y 50.
La crisis inicial
de este modelo de desarrollo sobrevino en mi temprana juventud, y las
condiciones que hicieron inviable su existencia -al menos en la forma que
habíamos conocido hasta entonces- quedaron establecidas cuando mi vida adulta despuntaba,
a finales de la década de los 80. Han pasado desde entonces treinta años, poco
más o menos, el mismo periodo de agonía de la república liberal que vivió,
sufrió y testificó Mario Sancho en sus Memorias.
Como él, yo también he sido incapaz de vincularme
orgánicamente a ningún movimiento político y me he conducido como un “pizote
solo”, si bien durante la segunda década del siglo XXI alenté la breve ilusión
de que cierto partido político aglutinara localmente a las fuerzas políticas deseosas
de imponer algunas condiciones a la fuerza desatada del capital transnacional y
a la clase tecno-gerencial criolla asociada a él en las cadenas internacionales
de valor. Dicha expectativa se reveló muy pronto como ilusa.
No he sido, no
puedo ser, “compañero de viaje” de los comunistas, entre otras razones, porque
el comunismo desapareció, y mucho temo que en mi perplejidad y confusión, haya
terminado siendo, más bien, involuntario
“compañero de viaje” de quienes desde Costa Rica impulsaban la ola
globalizadora, argumentando que no había opción ni fuerza capaz de resistirse u
oponerse a ella.
La lectura de
las Memorias de Mario Sancho me deja un sabor amargo en la boca y una
lección: de poco vale el pensamiento crítico, sino está acompañado de una dosis
de pensamiento utópico: la inconformidad y el anhelo, las dos alas con las que
vuela el espíritu, y los dos pies que nos ponen en movimiento.
[1] Agradezco al
historiador Iván Molina Jiménez la lectura, observaciones y sugerencias al
borrador de este texto.