A propósito de la lectura de La vida instrucciones de uso
Con Perec, lo mío fue amor a primera vista. Era 1998 y yo,
ignorante como soy, jamás había escuchado su nombre ni leído algo suyo. En
alguna librería de San José tropecé con un ejemplar de Las Cosas (Les choses, une
histoire des anées soixante, 1965), la primera novela del autor, en la
edición de Anagrama. Por costumbre y al descuido miré la solapa y di con la
fotografía del autor. De inmediato despertó mi curiosidad y mi simpatía.
Parecía árabe, pero era francés; también tenía facciones que hacían pensar en
ancestros africanos, pero la breve nota biográfica me hizo saber que sus
orígenes eran más bien centroeuropeos y judíos, y que sus padres habían muerto
asesinados en los campos de concentración nazis. Compré el libro y esa misma
noche empecé a leerlo.
Las primeras
páginas me desconcertaron: aquellas minuciosas descripciones de espacios y objetos
que parecían seguir el movimiento de una cámara cinematográfica casi lograron desanimarme.
No obstante, había en la escritura una cadencia, una sapiencia, una propiedad irresistibles.
Poco a poco se desplegaron los personajes y sus circunstancias históricas e
individuales; cuanto más avanzaba la lectura, más tenía la sensación de estar
asistiendo a un descubrimiento. Al más que evidente talento literario del
autor, se sumaba una ironía implacable pero delicada, así como también eso que
mi esposa y sus colegas llaman, ¿cómo si no?, “mirada sociológica”. En Las cosas me asomé a las contradicciones
morales de aquella juventud que poco después protagonizaría el Mayo Francés: el
deseo de confort y de ascenso social, el esnobismo y el cosumismo nacientes,
alentados por las presiones de la “americanización” que entonces avanzaba
galopante por el orbe.
Quise leer
más y poco después me hice con una copia de El
secuestro (La disparition,
1969). Su lectura, en la magnífica
traducción de un equipo de especialistas (publicada, nuevamente, por Anagrama),
fue una experiencia divertida e intrigante. Detrás de la trama disparatada y
vagamente policial, para mí resultó claro desde el principio que en este libro
el espíritu juguetón y provocador de Perec era el protagonista. Además, durante
la lectura asistí a una suerte de revelación: por largos pasajes, sentí que
Perec había supeditado todo a la sonoridad de las palabras: las frases tenían
sentido, seguían una especie de hilo argumental (difuso, absurdo, pero
innegable), aunque lo que las conducía o, mejor dicho, lo que las producía, era su efecto sonoro, su
eufonía, por así decirlo. Muchas veces,
cuando leía, escuchaba música, sin que importara mucho el sentido de lo que estaba
leyendo. Solo en el caso de algunos poetas –García Lorca, Darío– me había
ocurrido algo semejante. Fue una epifanía, una revelación.
Ese mismo año
de 1998 inicié la escritura de mi novela El
Nudo. Las dos lecturas de Perec fueron determinantes para su concepción y su
escritura. En cuanto a la concepción, El
Nudo es (o pretende ser), como Las
Cosas, una suerte de crónica generacional, en la que el exceso, la
exageración y la fábula se ponen al servicio de la veracidad. Entre muchas
otras cosas, la literatura es un ejercicio de condensación, y para resumir en
un centenar de páginas el retrato de una generación, los principales personajes
deben, de alguna forma, resumir nuestras impresiones de muchas personas que
hemos conocido u observado. ¿Dónde termina el individuo y empieza el arquetipo?
Es una pregunta que todavía me hago y que me parece fundamental para el oficio
literario.
Perec también
fue determinante en la escritura de
esa novela pues, animado por lo que había experimentado leyendo El secuestro, hubo momentos en que me abandoné
y dejé que la musicalidad de las palabras tomara las riendas del proceso
creativo. A mi juicio, esos son los pasajes más logrados de la novela: “(…)
nunca había ido tan lejos, tan hondo, en el arte miserable de fornicar con la
muerte y rumiar durante meses su canción, hecha con palabras inconexas y con
silencios largos y sucios como los cabellos de un cadáver. Masticaba su
desdicha haciendo con ella una pasta amarga, un líquido espeso que bebía a
sorbitos, con paciencia asesina y rencor depurado.” O este otro: “Reservada
pero amable, aplicada y cuidadosa cuando se trataba de ensayar con el bisturí o
de enyesar un hueso roto, demostró tener un talento especial para el trato con
los niños, y pensó, durante un tiempo, dedicarse a la pediatría. Hizo su
internado en el Hospital de San Isidro de El General. Ahí se interesó en el
tratamiento de un raro virus tropical, poco documentado en la literatura
médica. Su hipótesis consistía en relacionar el virus con un serotipo bastante
extendido en las zonas templadas –especialmente en Canadá y en las Islas
Azores–, mucho mejor documentado y con sus vectores y reservorios bien
establecidos.”
Por Perec,
con Perec y gracias a Perec, descubrí que el proceso creativo no tenía que ser necesariamente
angustioso o doloroso, como había aprendido yo de las fuentes más bien
“neorrománticas” de las que hasta entonces me había nutrido, y
que el juego, la diversión, el placer, el ars
combinatoria, podían tener lugar en él.
Más aun: Perec y su obra ponían en entredicho mi idea de
la literatura como medio de investigación de las subjetividades, es decir, lo
que en sentido amplio llamamos “literatura psicológica”. El suyo es otro juego.
En cierta forma –lo pienso ahora–, la lectura de Perec me reconectaba con uno
de mis dioses tutelares de la primera juventud, Julio Cortázar, cuya obra leí
con avidez desde finales de mi adolescencia hasta bien entrada la década de mis
veinte años.
Enterado de
mi fascinación por Perec, mi buen amigo Carlos Cortés me regaló una copia de la
novela póstuma e inconclusa 53 días y
otra de la que es considerada su obra cumbre: La vida instrucciones de uso (La
vie mode d´emploi, 1978). Por mi parte, aprovechando algún viaje a España,
me hice con copias de algunas de sus obras “menores” (varias de ellas publicadas
solo póstumamente), como Lo
infraordinario, La cámara oscura,
Un hombre que duerme, Nací o El aumento, que leí fragmentaria y perezosamente en el curso de los
años siguientes. Con cada una de ellas, volví a sorprenderme y confirmé el
carácter único de Perec como escritor. Para entonces, ya sabía del grupo Oulipo
(acrónimo de «Ouvroir de littérature potentielle», «Taller de literatura
potencial»), al que perteneció Perec, de sus propósitos de reinventar y
expandir los límites y las posibilidades de la escritura a partir de la
experimentación, y leí algunas obras de Queneau y de Calvino. Así pues, entendí
que muchos de los hallazgos de Perec que me habían maravillado no eran fortuitos,
sino resultado de un programa y de la experimentación sistemática.
Considerándome
el menos fetichista de los lectores (ignoro casi todo de la vida de los
autores y las autoras que amo y jamás he leído biografías ni visitado tumbas
ni museos personales), sentí la necesidad de hacer una excepción, y en algún
viaje a Francia aproveché para visitar la urna donde yacen las cenizas de Perec
en el cementerio de Pere Lachaise, en París. En
ese mismo viaje, siguiendo el ejemplo de otro de mis buenos amigos, el escritor
Miguel Albero, me hice con una copia de la primera edición de Les Choses y, en cierto momento en que precisé crear una cuenta de
correos, escogí el perecgeorges@ que utilizo hasta hoy (desde luego “georgesperec”,
así como sus variantes obvias, “georges.perec”, “georges_perec”, etc. habían
sido usurpadas antes por otros.)
Mi ejemplar de la primera edición de Les Choses |
Hace cinco o seis
años inicié la lectura La vida
instrucciones de uso, pero tras algunas decenas de páginas, la abandoné. A
estas alturas de la vida, sería imperdonable desconocer que también las
lecturas tienen su momento… y que este puede llegar o no hacerlo.
La vida
instrucciones de uso.
En estos
meses, mientras la pandemia del Coronavirus se gestaba en China, tomé nuevamente
el libro para tantear si le había llegado su hora, y desde las primeras páginas
supe que así era. Mientras la pandemia de expandía por Europa y por América, yo
avanzaba en mi lectura, y cuando las medidas de confinamiento se impusieron en
mi país, ya iba bien avanzado en las casi 600 páginas del libro (nuevamente,
Anagrama.) De modo que he aprovechado este encierro involuntario para
terminarlo y compartir algunas impresiones de esta obra mayor de uno de mis
escritores-fetiche.
Empiezo con
dos generalidades. Desde las primeras páginas, nos damos cuenta de que esta es
una novela que promete mucho, es decir, que ambiciona mucho, que aspira o
apunta a mucho. No es casualidad que se la considere la obra mayor de Perec y
que recibiera uno de los premios literarios más prestigiosos de Francia (el
Médicis). También bastan las primeras páginas para darnos cuenta de que la
lectura de este libro no será fácil. De
la misma forma en que Perec hace de cada uno de sus libros una obra única –nunca
me he sentido más tentado de escribir “un artefacto” único–, nuestra
experiencia previa como lectores resultará de escasa utilidad para su lectura. Quizás,
toda obra verdaderamente original nos plantea un desafío de lectura. Más aun, toda obra verdaderamente original
nos enseña a leer de nuevo, porque nos propone una nueva forma de leer nuestro
mundo, lo que nos rodea. ¿Acaso no lo hacen Don
Quijote de la Mancha y Fausto;
acaso no lo hacen Mrs. Dalloway, Lolita o Gran Sertón: veredas; acaso no lo hacen Los pasos perdidos y Cien
años de soledad? (Añada usted los títulos que desee a la lista, según su gusto
y experiencia personal.)
El
absoluto y su imposibilidad
Desde el
inicio, los lectores de La vida
instrucciones de uso descubrimos que el tema o el motivo a partir del cual
Perec construye su libro, es la vida de los habitantes de un edificio situado en
el Nro. 11 de la calle Simón-Crubellier, en el distrito 17 de París. Partiendo
de ahí, todas las inquietudes, obsesiones, manías, intereses y talentos de
Perec se harán presentes: desde la matemática a la historia –tanto la Historia
con mayúscula como numerosas historias particulares–, pasando por la pintura,
la literatura, el coleccionismo, la sociología, la antropología, la filosofía, la
economía, el humor, los oficios… y, desde luego, también las cosas, los objetos
materiales, la “cultura material”, que tiene una presencia por momentos
apabullante en sus páginas.
Tal y como le
ocurre a dos de los personajes en torno a los cuales se organiza el libro –Valéne,
un pintor que aspira a retratar los habitantes y espacios del edificio que es
tema de la obra, y Bartlebooth, un millonario diletante que se impone la tarea
absurda de armar 500 rompecabezas que representan acuarelas previamente
pintadas por él, y luego destruirlos sin dejar rastro de ellos–, la tarea que
se propone Perec es también ambiciosa e inalcanzable: retratar, como Valéne, a
los personajes que habitan el edificio, y como Bartlebooth, hacerlo asomándose
fragmentariamente (en una especie de un rompecabezas) a sus vidas. En este
sentido, la obra es una especie de “puesta en abismo”, como le gusta decir a los
franceses, es decir, la obra intenta hacer algo que intentan hacer algunos de los
personajes de la obra.
Tanto Valéne
como Bartlebooth fracasarán en sus propósitos. ¿Fracasa también Perec? Más allá
de lo que como lectores opinemos acerca de este libro, pienso que el hecho de
que ninguno de los personajes ideados por el autor (¿a modo de alter-ego?)
consiga su objetivo, constituye en sí mismo un lacónico y resignado comentario
de Perec acerca de la imposibilidad de lograr el cometido que se ha propuesto.
La “centralidad”
de los Bartlebooth y de Valéne es muy relativa. En la mirada de Perec, ninguno
de ellos es más importante que los restantes habitantes del edificio. Ellos dos,
y el tercer personaje “central”, Wrinkler –un artesano a cargo de fabricar los
rompecabezas que deberá armar Bartlebooth–, definen apenas el “marco” o
estructura narrativa a partir de la cual nos asomaremos a las vidas de todos
los habitantes del edificio… y de muchos, muchos personajes más que aparecen en
la obra por tener alguna relación con ellos. Y cuando digo “alguna relación con
ellos”, quiero decir en realidad cualquier
tipo de relación con ellos, pues Perec
nos transportará, por ejemplo, a la vida de los personajes que habitan
las páginas de un libro que lee alguno de los habitantes del edificio, o a sus
ancestros familiares, o a personas con quienes tuvieron relación en algún
momento de sus vidas. De esta forma, por medio de los habitantes del edificio y
de los objetos presentes en las diferentes estancias del mismo, Perec nos
trasporta a infinidad de tiempos y lugares.
El Aleph: un
instante, todos los instantes; un lugar, todos los lugares.
Como en
cualquier obra narrativa, en La vida
instrucciones de uso el tiempo es un asunto ineludible y central. De la
misma forma en que el edificio de la calle Simón-Crubellier 11 es el espacio
que a modo de vórtice articula todas las historias que contiene el libro, la
concepción del tiempo en la obra apunta a la convergencia de todos los
instantes en uno solo; una especie de El Aleph en el que Perec, aventuro,
homenajea a su muy admirado Borges.
Si desde el
inicio de la lectura sabemos que el edificio actúa como el vórtice que atraviesa
todas las historias contenidas en el libro, la convergencia temporal es, por el
contrario, un descubrimiento tardío para los lectores (no hago de spoiler revelando esto). Así, daría la
impresión de que Perec nos propone en esta obra una versión ampliada, dilatada,
magnificada del célebre cuento del autor argentino y universal.
Si la intención
del autor de ofrecernos una visión caleidoscópica y total de la vida de los
habitantes del edificio quizás no se cumple (debido, precisamente, a su
imposibilidad práctica e inclusive conceptual), al menos el rompecabezas que
nos propone la obra se completa o se cierra a la perfección, de la misma forma
en que Bartlebooth consigue finalizar 438 de los 500 rompecabezas que inicialmente se
propuso armar.
Lo
extravagante, lo insólito, lo absurdo, lo puramente ficcional y el dato
histórico rigurosamente recogido y tratado, el coleccionismo maniático, la
furia denotativa abrumadoramente precisa –la enumeración obsesiva, digámoslo
claro–, el despliegue imaginativo y, también, el despliegue de conocimientos en
los campos más variados, todas las virtudes, obsesiones y debilidades del gran
Georges Perec convergen en este magnífico Aleph
para dicha de quienes lo admiramos y lo amamos.