“Los acontecimientos”, escribió Goethe, “llegan precedidos por su sombra”. En ocasiones, sin embargo, resulta difícil establecer con precisión la frontera entre la sombra y los hechos. ¿Dónde situarán los hombres y mujeres del mañana el punto de inflexión entre la época histórica en la que Occidente –entiéndase, los Estados Unidos y los países de Europa Occidental– imponían al mundo entero su dominio y su ley, y aquella otra que apenas avizoramos, en la que perdieron el poder de hacerlo? Para nosotros es imposible saberlo, como es imposible saber si lo que vivimos hoy, todavía es la sombra de esa época que se anuncia, o si ya entramos de lleno en ella.
Supongo que al situar ese momento, cada quien lo
hace según sus preferencias. Yo lo ubico en enero de 2017, cuando Donald Trump
asumió el cargo como 45º Presidente de los Estados Unidos. No lo hago movido
por la antipatía o repugnancia que me produce el personaje, sino porque bajo su
mandato, Estados Unidos renunció al orden que trabajosamente se había empeñado en
imponer urbi et orbi tras la desintegración del mundo soviético en
1989-91, es decir, al proyecto de la apertura comercial y financiera que habitualmente
llamamos “globalización”.
Supongo que, desde el punto de vista doméstico,
Trump tenía buenas razones para hacer lo que hizo, pues la desindustrialización
de los Estados Unidos que resultó de la apertura de los mercados a escala
global, llevó a un incremento alarmante del desempleo, la pobreza e incluso el
hambre en ese país. Al mismo tiempo, nuevas y escandalosas fortunas se amasaban
al amparo de las tecnologías digitales y de la llamada “economía de
plataformas”. Sin embargo, el mensaje que los Estados Unidos transmitió al
mundo en ese momento, no daba pie a equívocos: la globalización es buena si me favorece,
pero mala si me perjudica. Tanto es así, que el Presidente que sucedió a Trump rectificó
en muchas cosas lo que hizo su predecesor, pero no en esa.
Como pregonaron siempre los adalides de la
globalización, en el proceso habría ganadores y perdedores. En el Lejano
Oriente -China y algunos países del Sudeste asiático-, cientos de millones de
personas habían salido de la pobreza, mientras que en los países de Europa Occidental
se hacía cada vez más evidente que sus Estados de Bienestar resultaban insostenibles
bajo las nuevas condiciones de competencia global. Y lo más importante: con el
viento de cola de la apertura global de mercados, China se había convertido en la segunda
economía del planeta. Los Estados Unidos
y muchos países de Europa dependían en buena medida de la mano de obra barata
de China para fabricar sus bienes industriales, y de su pujante mercado interno
para comercializarlos -especialmente los bienes suntuarios-, mientras que
muchos países de América Latina, África, Asia y Oceanía encontraron en China un nuevo y voraz mercado
que demandaba sus bienes primarios. Eso sí, las inversiones en Investigación y
Desarrollo seguían –y siguen– fuertemente concentradas en los países de
Occidente.
Con Trump, las élites políticas de Europa y
América Latina –y supongo, también de otras regiones del mundo–, fueron presa
del desconcierto, no tanto por su estilo y sus formas chabacanas, como porque
quien estaba llamado a liderar el proyecto económico y político por el que ellos
se habían jugado el pellejo (a menudo imponiéndolo a porrazos a sus ciudadanos),
abandonaba el barco.
Ya antes de que Trump asumiera el cargo, el
estallido de sucesivas crisis financieras que amenazaron con colapsar el
sistema internacional (2008 y años subsiguientes), así como el referéndum del
Brexit (2014), eran señales inequívocas de que, al menos en Europa y los
Estados Unidos, el proyecto globalizador bajo la hegemonía occidental estaba en
crisis, pero lo de Trump fue un mensaje clarísimo de que el tiempo de
rectificar había llegado.
También podrían considerarse señales inequívocas
del cambio de los tiempos los espectaculares avances de los programas espaciales
chino y japonés, que colocaron sus primeros artefactos en la Luna en el año
2007, o bien, el reciente alunizaje (2023) de un ingenio de la India en el polo
sur de nuestro satélite. La importancia de estos acontecimientos es más que
simbólica, pues revela que tecnologías
avanzadas, hasta entonces de dominio exclusivo de los Estados Unidos y Rusia
(en cierta medida, también de Europa), ya están en manos de esas naciones, es
decir, que el influjo de la Modernidad europea terminó encarnado en las
antiguas civilizaciones del Lejano Oriente.
Se impone en este punto una breve digresión. A partir de los siglos XV y XVI se gestó en Europa
Occidental una revolución filosófica y científica que rendiría sus frutos en
los siglos subsiguientes. A Occidente lo hizo poderoso la “cosificación” (u
objetivación) de la Naturaleza mediante el llamado Método Científico, que posibilitó
el conocimiento y el dominio de la materia como nunca antes. Esto condujo al
desarrollo de nuevas y cada vez más poderosas tecnologías: la máquina de vapor,
la electricidad, el motor de combustión interna, la energía nuclear, etc. La
superioridad tecnológica se tradujo en la hegemonía militar, política y
económica de la que Occidente se benefició hasta hoy.
Lo que llamamos la Modernidad es un fenómeno preminentemente
occidental y se caracteriza por la innovación constante –donde “todo lo sólido
se desvanece en el aire”, como escribió Marx–, mientras que en el resto del
planeta la tradición seguía siendo venerada como fundamento de la civilización.
Tan innegable es que la hegemonía de Occidente está
asociada a ciertos valores –la cristiandad, la propiedad privada, la democracia
electoral, los derechos humanos–, como que estos valores fueron impuestos a
sangre y fuego al resto mundo, y que el llamado “mundo occidental” los ha
pisoteado cada vez que resulta necesario para defender sus intereses económicos
y políticos.
Es imposible predecir el curso de los
acontecimientos y cómo se reacomodarán las fuerzas a nivel global, pero no hay
duda de que se abre otro momento histórico. Independientemente de lo que
opinemos acerca de sus causas, la guerra en Ucrania (2022- ¿?), es otra prueba
de que el llamado “mundo occidental” ha dejado de ser amo y señor del planeta,
pues sus esfuerzos por bloquear y aislar económica y militarmente a Rusia, fracasaron
una y otra vez, como han terminado por reconocer altos funcionarios de la
Comunidad Europea.
La era post occidental que asoma -como la llaman
algunos especialistas-, nos invita. a los ciudadanos de las naciones que surgieron
de la expansión y dominación colonial europea, a una reflexión profunda acerca
de lo que hemos sido, de lo que somos y de nuestras posibilidades en este nuevo
mundo que asoma. Ni siquiera hablo aquí de impugnar el actual modelo del
capitalismo globalizado –para el que no parece existir de momento alternativa
viable, salvo un regreso a la economía de bloques–, sino tan solo de repensar
nuestro lugar y nuestro papel en él.