lunes, julio 18, 2005

¿Somos todos asesinos?

Casi a diario, leemos en los diarios noticias así. Y sin embargo, hay algo deslumbrante y aterrador en la novela A Sangre Fría (In Cold Blood, 1966) del escritor estadounidense Truman Capote; algo que nos mantiene electrizados, conteniendo el aliento, a lo largo de sus más de 300 páginas. ¿Pero qué es?

Basada en un suceso real ocurrido en 1959 en un pequeño pueblo de Kansas, en el que dos rateros recién liberados del presidio asesinan a cuatro miembros de una prominente familia de granjeros, el autor no recurre al expediente del suspenso para mantener nuestro interés, pues desde el inicio de la novela conocemos la identidad de los asesinos y la suerte de las víctimas. Capote se cuida, eso sí, de vedarnos los detalles de lo que ocurrió en el breve lapso de una hora durante el cual los asesinos consumaron la matanza, pero no es eso lo que nos mantiene, como lectores, en vilo, experimentando una mezcla extraña de horror y fascinación, como si estuviésemos a punto de ser testigos del choque frontal de dos locomotoras y no pudiéramos hacer nada para impedirlo. ¿Qué es, entonces, lo que nos ocurre?
Tal vez, como Hitchcock, Capote asume el relato como el arte de manipular las emociones del espectador –en este caso del lector–, y se las arregla para colocarnos, sucesivamente, en el lugar de las víctimas, de los vecinos del pueblo, de los policías a cargo de la investigación y, por supuesto, de los asesinos. De esta forma, poco a poco, lo ocurrido aquella noche de noviembre en el pueblo de Holcomb, emerge ante nosotros como una tragedia absurda pero inevitable, y nos coloca ante la espantosa precariedad de nuestras vidas, la fragilidad de la existencia humana, lo ilusorio y a menudo vano de nuestros esfuerzos cotidianos. Pero no solo eso.
Escrita a partir de brillantes diálogos y descripciones, prescindiendo casi por completo de juicios y valoraciones morales –tributaria, en este sentido, del reportaje periodístico– A Sangre Fría nos enfrenta asimismo a hondos problemas éticos, el primero de ellos relativo al mal o, para despojarlo de resonancias metafísicas, de la maldad o la destructividad humana. ¿De dónde surge, cómo se gesta y se desata? (“Me envían a un mundo mejor de lo que este fue para mí”, son las últimas palabras de uno de los asesinos, minutos antes de ser ahorcado.) Desde luego, la novela también nos enfrenta –¡y de qué manera!– al problema de la responsabilidad sobre nuestros actos, el problema ético por excelencia. ¿Son responsables –y hasta qué punto o de qué manera–, los asesinos de la familia Clutter de sus acciones? Por último –y no menos importante–, el debate en torno a la pena de muerte queda también planteado.
Para encumbrarse a esas alturas, los componentes del relato deben estar cuidadosamente dispuestos, como los ingredientes de un pastel deben estar bien mezclados para que este crezca. En otras palabras, todo esto es posible solo a partir de una cuidadosa construcción del relato y de una brillante caracterización de los personajes. Y es aquí donde Truman Capote despliega sus fabulosas dotes narrativas.
La novela se abre con el último día de vida de las víctimas, y concluye con el último día de vida de los verdugos. Entre uno y otro momento, el relato avanza de manera lineal, pero en su decurso se intercalan evocaciones y recuerdos de los personajes principales o de personas que los conocieron y trataron con ellos.
Para obtener esta enorme cantidad de documentación, enriquecida luego por su imaginación literaria, Capote se instaló en el pueblo durante varios años y entrevistó a los vecinos, además de tratar a fondo a los asesinos mientras aguardaban la ejecución de su sentencia de muerte.
Los personajes son caracterizados de tal manera que se instalan en nuestra imaginación de manera indeleble –la dulce adolescente Nancy, y su recto y diligente padre, Herb Clutter, son, entre las víctimas, personajes inolvidables– y, por supuesto, también resulta perturbadora y memorable la mirada en profundidad –a veces compasiva, a veces comprensiva, a veces inquisitiva–, sobre el alma y la vida de los asesinos. Así se dibujan ante nuestros ojos dos personajes retorcidos y atormentados, pero desesperadamente humanos, de un lado victimarios desalmados, ciertamente, pero del otro víctimas de su historia y merecedores de compasión.
Pero ¿por qué habrían de merecer ellos la compasión de la que carecieron para con sus víctimas? En el libro, por supuesto, alguien plantea esta pregunta que Capote deja sin responder. Tal mirada en profundidad, capaz de hurgar hasta en lo más profundo de la contradictoria humanidad de los asesinos, nos revela, inevitablemente, algo de nosotros mismos, en tanto descubrimos que ellos registran sentimientos y experimentan necesidades que no nos son ajenas: amor, reconocimiento, cuidados, atención, etc. El envilecimiento, el extravío, no es, entonces, un destino señalado de antemano, sino el resultado de una suma aleatoria de circunstancias externas y pequeñas decisiones, y por tanto, nadie puede decir con certeza: “de esta agua no beberé”.

Pero ¿somos todos asesinos en potencia? Tal vez, esa es la pregunta de fondo que nos lanza el libro en el rostro. Tal vez esa es parte de la fascinación que continúa ejerciendo sobre nosotros, tantas décadas después de su publicación.