martes, noviembre 29, 2005

¡No!

No lo voy a negar: la negación es mi camino. Al menos eso dicen algunas de las personas que mejor me han conocido. Mis mujeres. La segunda y la tercera, para ser preciso. Eso me hace impenetrable y parco, en opinión de la segunda, y un poco mezquino, en opinión de la tercera. Con la primera nunca hablamos del asunto. Éramos muy jóvenes y nos traían sin cuidado estas cosas.

Si quisiera hacer un chiste, diría que antes de “mamá” o “papá” yo aprendí a decir “no”. Pero no es tan sencillo. Ni quiero hacer un chiste. Si he de ser honesto, diré que ni siquiera sé muy bien qué quiere decir esto de que la negación es mi camino. Sé, sí, lo que no quiere decir.

No quiere decir, por ejemplo, que no pueda ver la realidad tal cual es, o que la rechace, disfrace o embellezca con mis fantasías. A estas alturas de mi vida (tengo 43 años) he aprendido, o al menos he avanzado, en el duro arte de aceptar la realidad desnuda y peluda. Suelo juzgarme con dureza, aunque ya no con crueldad (un avance, según mi psicóloga, y estoy de acuerdo.)

Recuerdo ahora que Cioran define a Diógenes el Cínico como “un santo de la negación.” Salvo un par de anécdotas legendarias sobre su vida (la linterna en la plaza y el hombre justo, el barril) no sé nada de Diógenes el Cínico, pero eso me basta para saber que estoy muy lejos de algo parecido.

Para empezar no vivo aislado ni amargado ni mi vida es un desafío a Dios, al poder establecido ni a la sociedad. Esa condición ascética, radical; esa capacidad de lanzar un gargajo en el rostro de lo que nuestra época tiene por lo más sagrado, no es, ni de lejos, lo mío.

Yo, y no sé si avergonzarme al admitirlo, vivo razonablemente bien (en el sentido, como dicen los campesinos y la gente sencilla, de que “no me falta nada”); tengo bastantes amigos y amigas y, en el campo laboral, rara vez me falta algo que hacer...

No. No soy un santo de la negación. Incluso, como dirían las señoras del barrio donde me crié: “me doy mis gusticos”. ¿Cuáles? El vino, por supuesto. Tinto, por favor. No importa cuál mientras no sea vinagre, pero si es Merlot, mejor. Y la comida. En las buenas épocas, cuando las vacas gordas, la salida de rigor con mi mujer era ir a restaurantes. Una, dos veces por semana. Incluso tres. Una vez pagaba ella; la siguiente yo. Nos dábamos buena vida. No soy ningún asceta ni nada por el estilo. Más bien parezco un representante de esa “izquierda gastronómica” tan digna de caricatura: un mimado de la historia en plena crisis obsolescente y postadolescente. ¿Muy feo?

Tampoco soy un santo de la negación en el sentido que da Cioran a la expresión: la vida es un error, una equivocación, el universo debería desaparecer y todo sería mejor. No, nada que ver. Al contrario. Yo me maravillo de estar aquí...

A veces, de manera casi siempre inesperada (mientras camino por la Avenida Central, por ejemplo, o en el balcón de mi apartamento durante un atardecer, o en una caminata por las montañas) me paralizo y sin que medien palabras quedo alelado, suspendido, sintiendo cuán extraño, qué desconcertante y bello y único es ser, estar vivo; más aún, saber (y aquí sí hay pensamientos, imágenes) que estamos aquí, es decir, en este minúsculo y maravilloso grano de polvo y agua y viento llamado planeta Tierra, en la Galaxia y el Universo, y ya entre cornos, violoncellos, trombones y timbales, arrobado por la música de las visiones, pienso en, o me pregunto por, Dios, también: si será cierto que anda por aquí, por estos barrios, y qué pitos toca en todo este asuntillo. Y me fascina que la pregunta quede ahí, como una sombra en el agua o un rayito de luz que se filtra entre las hojas de los árboles. Nada más.
La negación es camino. Y aunque no tengo una idea muy precisa de lo que esto significa, espero averiguarlo en lo que me resta del recorrido.

jueves, noviembre 24, 2005

Los signos aciagos


Cosas así pasan todos los días: un adicto ladronzuelo se mete una noche cualquiera a robar en un taller mecánico, con tan mala suerte de que el sitio es resguardado por una pareja de perros rot-wailer, que de inmediato lo olfatean, se lanzan contra él y lo muerden ferozmente. Hasta aquí todo bien. El vigilante del taller encuentra unos minutos después a los perros trenzados sobre el hombre y trata de apartarlos, pero no lo consigue. Hasta aquí todo bien. Llama a la policía para que vengan a recoger al tipo y, de paso, le ayuden a apartar a los perros, que yace en medio de un charco de sangre, con los perros prendidos de sus extremidades. Hasta aquí todo bien. Llega la policía, llega la Cruz Roja, llega la televisión, y el hombre se desangra a vista y paciencia de todo el mundo. Nadie dispara a los perros. Finalmente, al cabo de un par de horas, los bomberos consiguen apartar a los animales con agua a presión. El hombre muere antes de llegar al hospital. Su agonía ha sido un espectáculo público que complació la sed de sangre de los telespectadores.

La historia, rigurosamente verídica, ocurrió en Costa Rica en estos días.

El hombre era nicaragüense pero eso nadie lo sabía cuando agonizaba entre las mandíbulas de los perros. Sin embargo, para un buen porcentaje de la población del país, ese detalle pasa a ser lo primordial. Una especie de vindicación, de exorcismo de un creciente odio colectivo ante los emigrantes provenientes de ese país, encuentra entonces expresión. La vida de los perros es de pronto más importante que la de ese hombre.

En la prensa, algunos juristas justifican lo ocurrido argumentando que el tipo se hallaba dentro de una propiedad privada. Una encuesta de opinión revela que cerca del 70% de mis connacionales está conforme con el desenlace de la situación.

Yo me muero de rabia y de vergüenza. Anoto estas fechas como un eslabón más –tal vez el más significativo– en el extravío que sufre mi país. Y me preparo para lo peor.

sábado, noviembre 19, 2005

Me adentro en la década de mis 40...

Me adentro en la década de mis 40 años, más o menos como lo hice en la de mis 30: separándome de una mujer, y con la convicción, entre esperanzada y ansiosa, de que tal vez en el futuro habrá otras.

Sin embargo hay diferencias...

El miedo, por ejemplo. Antes me gobernaba sin que yo fuera conciente de él; ahora nos hemos visto a la cara y sé por qué caminos inocula su veneno en mi ser. A mí el miedo nunca me ha paralizado; por el contrario, me ha empujado a actuar. Por ello puedo decir que he sido, en cierta forma, su títere, su esclavo.

Otra diferencia es la densidad del pasado, la nostalgia. Hace diez años vivía mi presente de manera más directa e inmediata; ahora hay un cúmulo mayor de experiencias, de historias, de recuerdos que me acompañan –médano, humus, fermento y lodo en el que a veces germino y otras me hundo-. Hoy los días caen sobre una capa de hojas que ya se han descompuesto y apelmazado... Esa es la naturaleza del tiempo en la conciencia humana: sedimentarse como estratos superpuestos, que nos van constituyendo.

La certeza de haber amado y de haber sido amado es hoy más viva que antes, aunque también lo son la certeza de los equívocos y del poder del ladrido amargo de la neurosis. “Neurosis”: fea palabra de cuño médico, científico, pero no encuentro otra para designar el ruido interno que a veces nos tiraniza, la fatalidad que nos lleva a actuar como autómatas en la dirección de nuestra desdicha.

Hoy, esta noche serena, una luz amable ilumina mi vida, pero hace apenas unas horas eran la ansiedad, la compulsión, la fantasía rota y enfermiza disparada en cualquier dirección.

miércoles, noviembre 16, 2005

Dos

"Somos hijos de nuestras creaciones"

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"La fealdad no es otra cosa que lo informe"

sábado, noviembre 12, 2005

En diálogo con Jünger

¿Pero existe, en verdad, alguna diferencia de fondo entre los campos de exterminio nazis y el lanzamiento de las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki?

jueves, noviembre 10, 2005

El barquero de la Luna

Encaramado en el lomo de la luna
con la perdiga impulsa

pausado

la nave

Silencio Tránsito suspenso

La noche chapotea su espuma
y a lo lejos se alza el día

¿A quién canta
el barquero de la luna?

¿Quién lo acompaña en su viaje?


noviembre 2005

Mirada y percepción

Miramos con los ojos pero percibimos con el ser, y el ser es, entre otras cosas, la historia. Por eso es imposible que, ante un mismo objeto, dos personas perciban lo mismo.

miércoles, noviembre 09, 2005

In Memoriam, Manuel Cárdenas

Hace algunos meses desperté en plena madrugada presa de un ataque de pánico. Aunque estaba completamente despierto, me dominaba la sensación de que había “alguien” dentro de mi habitación. No conseguí reunir el valor suficiente para voltearme hacia el costado donde adivinaba que se hallaba esa presencia. Finalmente, luego de unos minutos angustiosos, pude serenarme y conciliar nuevamente el sueño.

Esa madrugada, más tarde, tuve un vívido sueño con don Manuel Cárdenas, a quien tenía muchos meses –y quizás años–, sin ver.

Don Manuel fue un rebelde con causa, lúcido y disconforme durante toda su vida. Vegetariano que no despreciaba un cigarrito o una cerveza cuando se le presentaba la oportunidad, ambientalista comprometido, amigo personal de Edmond Bordeaux y, en su juventud, secretario personal del líder liberal colombiano Jorge Eliécer Gaitán, vino a recular a Costa Rica, como tantos extranjeros, en una suerte de exilio que le fue, al mismo tiempo, duro y acogedor.

Recuerdo ahora una conversación en la que me contó acerca de un proyecto de vivienda popular que había dirigido años antes, en Ecuador. Defendió la tesis y persuadió a los beneficiarios de que no debían recibir las casas gratuitamente, pues aquello iba en contra de su dignidad y los denigraba. También recuerdo otra conversación en la que me habló del ajedrez como la escenificación de un combate entre las fuerzas luminosas y las fuerzas oscuras del mundo.

Tras soñar con él aquella madrugada, escribí un breve poema que entonces no publiqué porque no tenía forma de saber si, en efecto, Don Manuel había muerto, como me lo anunciaba el sueño. Ahora un amigo común me confirma que don Manuel había muerto varios meses antes de que aquella madrugada en que me soñé con él:


“El descanso no es un regalo:
hay que ganárselo”

me decías en el sueño
en el que nos despedíamos

Y me decías también:

“Veintiséis años caminamos juntos”

(Y yo me preguntaba
–y me pregunto–
“¿Tantos?”)

Te daba un beso en la sien
y así nos separábamos

Que la tierra te guarde
con la misma ternura
que nuestros corazones


lunes, noviembre 07, 2005

Anochece...

La angustia se me enrosca en el vientre y me estrangula despacio. Mi vida comparece como una cadena ininterrumpida de fracasos. El vacío reina alrededor, aunque a lo lejos las montañas resplandezcan y la atmósfera de esta tarde de noviembre sea límpida y liviana. Alcanzo a percatarme de ello pero lo miro todo como si no tuviera que ver conmigo. No hay autocompasión ni patetismo en mi ánimo, solo esa sensación de naufragio, de algo hundiéndose en lo hondo; algo pesado e inútil astillándose.

Durante demasiado tiempo he vivido eludiendo estos momentos. Siempre hay una forma de huir: hacia unos brazos que te esperan, hacia la pequeña y salvadora rutina doméstica, hacia las calles y su torbellino anónimo. O el Yoga, claro (o los aeróbicos o el futsala, da igual...) Agarrarse del cuerpo y su respiración, de la sabiduría de las células para no desarmarse, para no partirse. Concentrarse en lo más primario, en lo más elemental, como quien se aferra a un tronco... Huir de la nada, huir del naufragio... Ese pequeño naufragio que llega cada día, al anochecer.

Otras veces he estado aquí. Es pasajero, lo sé. Es la noche abriéndose paso... Sé bien que al cabo de unas horas todo esto me resultará extrañamente irreal; será como si nunca hubiese ocurrido. Sentiré mis pies afirmados sobre la noche y no hundiéndose en estas arenas movedizas (pues no es la noche la que me resulta turbia y amenazante, sino este sucumbir, este deslizarse, este irremediable desvanecerse del mundo...) Y sin embargo, esa certidumbre no hace menos real estos sentimientos, estas sensaciones. Este instante.

Anochezco. Anochezco despacio...

Texto, tejido, tapiz...

Componer un texto como un tejido: no solo hilando diferentes historias o hilos narrativos, sino superponiendo a ellos “encajes” y “bordados”, es decir, otros planos textuales. Estas “figuras” sobreimpuestas a los hilos propiamente narrativos, serían las encargadas de darle riqueza, profundidad y relieve al tejido. Desde este punto de vista, el arte máximo es el tapiz, donde los hilos son los que dibujan o “componen” las imágenes o figuras. De alguna forma, algo de esto se adivina en el “Cuarteto de Alejandría” de Durrell. Las narraciones dibujan una suerte de figura plástica, de mosaico que solo es visible al final. Esta es otra forma de acceder a la alegoría, a ese “segundo nivel” de significación que es lo que diferencia, muchas veces, una obra literaria de una simple anécdota.

domingo, noviembre 06, 2005

Jünger y sus “Diarios de la II Guerra Mundial”

Sorprendente la cantidad de imágenes vívidas –de vivencias–, acerca de la naturaleza, alcances y características de aquella guerra que contienen estos diarios. Jünger se pasea por los campos de batalla como un testigo lúcido del desastre –“de la aniquilación”, como gusta decir él–, pero en ningún momento pierde la perspectiva del dolor humano como centro de sus observaciones. En el frente ruso, antes de Stalingrado, avizora con absoluta claridad el desenlace del conflicto. Y desde luego, dentro de los límites de sus posibilidades, pone siempre de manifiesto su rechazo del nazismo. Dudo que una obra de ficción pueda recoger y condensar tal cantidad de experiencias. Y, a diferencia de lo que podría ser una novela testimonial –o peor aún: una obra de exaltación de los héroes o de una causa política o nacional–, aquí los sueños, las visiones y la imaginación, tienen una importancia enorme...

Además de las imágenes sobre el conflicto, las páginas de estos diarios abundan en anotaciones y reflexiones sobre el mundo animal –especialmente los insectos y los pájaros-, vegetal y humano; tampoco escasean las reflexiones sobre el arte y la literatura, sobre los paisajes, sus lecturas y su época. Ciertamente existen también los pasajes oscuros –hay un esoterismo manifiesto en muchas de sus anotaciones–. En cualquier caso, Jünger se aparta de cualquier tópico ideológico o político; es un individuo que en ninguna circunstancia renuncia a su derecho a una mirada personal –y por tanto única–, sobre las situaciones que le han tocado en suerte. Así, el texto es un tejido en el que superponen sus observaciones sobre varios planos o niveles de la realidad.

Sorprende también su ecuanimidad en medio de las circunstancias límite en que le correspondió vivir. Como un hombre que se ha propuesto “cultivar su espíritu”, se concibe a sí mismo como su propio producto, como su propia obra... La densidad y riqueza de su pensamiento –que a veces roza las alturas proféticas–, convierten a estos diarios en una obra que, más que leer de un tirón, conviene frecuentar de tanto en tanto. Para muestra un botón: “Cuestión digna de estudio: las vías por las que la propaganda pasa a convertirse en terrorismo. Precisamente sus comienzos han ofrecido muchas cosas que se olvidarán. El poder camina con patas de gato; astuto y sutil.” (1 de mayo de 1941)