sábado, febrero 17, 2024

DOS APUNTES


1

Es bien conocido el gusto de los mexicas, y de otros pueblos amerindios, por adornar sus templos con las calaveras de los sacrificados, pero ahora descubro que el cráneo de Miguel Hidalgo, el prócer de la independencia de México y de Latinoamérica, estuvo expuesto durante los últimos DIEZ AÑOS del régimen colonial español (1811-1821) frente al edificio de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato... ¡Adonde fueres, haz lo que vieres, parece la moraleja!

2

Comprendo que algunos costarricenses crean tener (todavía) algunas razones para sentirse (un poco) orgullosos de su país, pero de lo que no tengo la menor duda, es de que los ticos sobreestimamos en mucho la calidad de nuestra democracia.

La reciente relectura de las “Memorias” de Mario Sancho (1889-1948) así me lo confirma una vez más. Es evidente que los intríngulis, movidillas y matráfulas propios de la democracia parroquial y electorera de la que tanto se burla Sancho en su libro, no han desaparecido -en mi vida adulta he presenciado ya un buen número de ellas-, pero mi asombro no tiene límites cuando me entero de que, poco antes y poco después del estallido de la Guerra Civil Española, Costa Rica le negó la entrada al país nada más y nada menos que a León Felipe y a Rafael Alberti.   

Se trata de dos hechos completamente independientes entre sí. Resulta que en julio de 1936 Mario Sancho viajó a Panamá con su familia para asistir a una serie de conferencias que impartiría ahí León Felipe, con quien Sancho había establecido amistad previamente en México. Como consecuencia del levantamiento franquista, Felipe duda de regresar a su país y cae enfermo. Sancho lo invita a recuperarse en Cartago y a permanecer ahí durante un tiempo con su familia, pero el gobierno de entonces, presidido por León Cortés Castro, amparado en la “ley candado” recientemente aprobada  y haciéndose eco de la histeria anticomunista generalizada, le niega la visa de entrada… ¡a pesar de que el país mantenía relaciones diplomáticas con la República española!

De lo de Alberti me entero por un artículo de Vicente Sáenz, contemporáneo de Sancho, publicado en la revista “Liberación” y titulado “No viaje a Costa Rica quien no tenga dinero”.

Resulta que previo al estallido de la Guerra Civil, durante el último gobierno de Ricardo Jiménez (1932-1936) Alberti y su mujer, la también escritora María Teresa León organizan un viaje a Costa Rica, probablemente como parte de sus actividades para recaudar fondos en favor de la Huelga General o Revolución de Asturias, en 1934, pero el avión en el que llegan es rodeado tras tocar tierra por un grupo de policías que les impiden desembarcar… El Presidente Jiménez escribirá al día siguiente en los diarios que la razón para ello fue que no habían demostrado suficiente solvencia económica para entrar al país.

“Desconcertados -escribe con obligada ironía Sáenz- mostrábanse  el poeta y la escritora. ¡Apenas diez minutos podían estar en la Costa Rica democrática!”

Y así fue como León Felipe y Rafael Alberti… ¡nunca estuvieron en Costa Rica!

lunes, febrero 12, 2024

LA "DATÓSFERA" Y LA SOCIEDAD DIGITAL

 

Centro de Datos de Google. (Tomado de Internet)

Una ventaja de asistir a una transición tecnológica como la que vivimos --con sus dramáticos cambios económicos, sociales y culturales-- es atestiguar cómo con ella se impone un nuevo lenguaje, nuevas descripciones y pensamientos --una ideología, en suma--, que se propaga hasta convertirse en un elemento constitutivo y característico de la época.
 Así, por ejemplo, con la digitalización se entronizaron los “datos” y los “hechos”.

En décadas pasadas, se habló de “la sociedad de la información” y también de la “sociedad del conocimiento” para caracterizar a la sociedad que emergía con las tecnologías digitales. A la luz de su evolución, resulta evidente que ambas pecaban de excesivo optimismo y que, lejos de visibilizar, invisibilizaban el aspecto fundamental del asunto, a saber, que la digitalización se basa en la creación, utilización y el manejo de datos.

Allá por los años 90, en los inicios de la digitalización, solía hablarse de que las tecnologías digitales tenían dos componentes, el hardware y el software. Hoy sabemos que, en realidad, tienen tres: el software, el hardware y los datos, siendo estos últimos el objeto que los dos primeros crean y manipulan. Los datos son la creación por excelencia de la sociedad digital, no en vano, en épocas recientes con frecuencia escuchamos hablar de “minería de datos” y de “ciencia de datos”, nombres eufemísticos y más o menos reveladores del verdadero objeto de estos nuevos saberes y tecnologías, a saber, la manipulación y el empleo de los datos.

Los “datos” y los “hechos” de las tecnologías digitales no solamente crean y canalizan palabras, imágenes y representaciones, también están integrados en los objetos -¡incluso en nuestros alimentos y en nuestros cuerpos!- y mediatizan las relaciones sociales. Su presencia es palpable, y a menudo determinante, en casi todos los ámbitos de nuestra vida cotidiana.

Aunque no nacieron con las tecnologías digitales y son el resultado de una larga evolución del pensamiento filosófico y científico, los “datos” y los “hechos” asociados a ellos se tienen hoy por premisa y fundamento últimos y casi únicos del conocimiento, y están en la base de sus aplicaciones tecnológicas.  Sin embargo, “datos” y “hechos” no son la realidad, son construcciones humanas para reducir, interpretar y manipular la realidad.

Tomemos por ejemplo las imágenes. Mientras los registros audiovisuales llamados “analógicos” descomponían la luz incidente en el procesador electrónico de las cámaras en ondas o impulsos electromagnéticos registrados en una cinta, los registros digitales de hoy hacen lo mismo, pero descomponen los colores en bytes o paquetes de datos grabados en una memoria.

Aunque no se trata de una definición técnica, puede decirse que un pixel es un componente gráfico de la imagen digital que percibimos, y cada imagen está compuesta por varios cientos de miles (y hasta millones) de pixeles.  Ahora bien, cada pixel es, a su vez, la traducción o interpretación gráfica de un paquete de información compuesto por bytes o datos, reconvertido en color (o en sonido) por un programa informático.

De la misma forma en que el hermoso rostro de una muchacha que postea su fotografía en las redes sociales para recibir los “likes” de sus admiradores fue convertido primero en “bytes” (datos informáticos) y luego en “píxeles” (interpretación o traducción gráfica de aquellos), los “datos” y los “hechos” que en la sociedad digital se tienen por criterio último de realidad o de verdad, también son construcciones a partir de las cuales nos representamos e interpretamos el mundo.

Las imágenes que desde el espacio sideral transmiten los telescopios espaciales son un ejemplo inmejorable. Contemplamos con fascinación esas hermosas imágenes de objetos cósmicos situados a distancias espacio-temporales apenas concebibles, erizados de formas ondulantes y de colores sicodélicos, y rara vez nos detenemos a pensar que lo que vemos es una imagen elaborada por programas informáticos que convierten en formas y colores los datos capturados por instrumentos fabricados con ese propósito. Asumimos que aquella imagen es una representación fiel de la realidad cósmica, cuando es más bien (¡pero esto no es poca cosa!) la reconstrucción gráfica de paquetes de datos recogidos y procesados con tecnologías digitales.

Por tanto, no es solo que nuestra vida cotidiana esté cada vez más condicionada por aparatos e instrumentos basados en tecnologías digitales, como podría pensarse, sino que nuestra representación y entendimiento del mundo están igualmente mediatizados y determinados por esas tecnologías.

Los humanos nos servimos del lenguaje, de las palabras, de los conceptos, para reducir a formas inteligibles y estables el incesante flujo de sensaciones e impresiones provenientes del mundo. Las palabras, los conceptos, son herramientas para modelar la realidad, y mal haríamos si las tomáramos por reales, al menos de la misma forma y en el mismo sentido en que llamamos reales a un venado, a un zafiro o a un sombrero.

El lenguaje binario con el que se construyen los datos es también una forma de reducción y de modelaje de la realidad. Así pues, los “hechos” y los datos de la sociedad digital son, literalmente, hechos o construidos, lo que no significa forzosamente que sean meras falsificaciones o invenciones.

De la misma forma en que podemos mentir con el lenguaje, podemos crear una realidad autónoma con los datos y los hechos digitales. Los “hechos alternativos” de la Casa Blanca en el (¿primer?) gobierno de Donald Trump, el metaverso de Zuckerberg y las “guerras híbridas”, las fake news, troles y avatares, son solo los aspectos más visibles de cómo los “datos” y los “hechos” pueden construir realidades.

En el ámbito de la inteligencia artificial, se denomina “el conjunto de datos” o el “el dataset” al universo de datos con el cual esta trabaja y se entrena (la diferencia entre una cosa y la otra es ambigua o más bien inexistente, pues la IA se encuentra en un bucle de aprendizaje continuo). Le solicito al ChatGPT que proponga cinco nombres alternativos para dicho universo y me sugiere “Mosaico de Datos", "Reserva de Conocimiento", "Sinfonía de Datos", "Puzzle de Información" y "Ecosistema de Datos", pero ninguno me satisface.  Prefiero quedarme con la tontamente humana “datósfera” que figura en el título.

A modo de prueba introduzco el término “datósfera” en el ChatGPT, y genera la siguiente salida: “Datósfera es un término que podría ser utilizado para referirse al universo de datos que rodea a la sociedad moderna. Podría conceptualizarse como una esfera o esfera de influencia formada por la vasta cantidad de datos generados, compartidos y procesados en el mundo digital. Esta "datósfera" englobaría todas las formas de datos, desde los producidos por dispositivos conectados a internet hasta aquellos generados por interacciones humanas en línea, y podría considerarse como el entorno en el que se desenvuelve la tecnología de la información y la comunicación en la actualidad”. Definición insuperable. “Datósfera”, además, sugiere una relación con los términos atmosféricos e, ndirectamente, con “la nube” donde supuestamente se alojan los datos.

El aspecto central de la sociedad digital, es precisamente la creación de esta “datósfera” en constante crecimiento, y el rápido desarrollo de medios y plataformas para su manipulación y explotación comercial por un reducido grupo de corporaciones, cuyo ámbito de acción no son las naciones, ni siquiera los bloques comerciales, sino la humanidad entera. Estas compañías, de hecho, terminaron apropiándose de la “datósfera”, muy al contrario de las previsiones optimistas de lo que significaría la cyber esfera de la que algunos hablaban hace dos décadas. 

La creación, manipulación y explotación comercial de la “datósfera” es pues el rasgo distintivo de la sociedad digital, en donde las corporaciones tecnológicas se erigen además en actores políticos, sin que ningún gobierno ni entidad multinacional haya sido capaz, hasta ahora, de regularlas ni de imponerles límites de ningún tipo --no digamos ya de hacerlas pagar por el valor del que se apropian y del que usufructúan comercialmente--, con la sola excepción del gobierno chino, que desde el inicio segregó con una muralla digital su “datósfera” para ejercer control sobre ella, poniendo en evidencia una vez más las enormes posibilidades de control y de manipulación social que se abren con su  dominio efectivo.


martes, febrero 06, 2024

EL CARIBE Y NUESTRA HERENCIA AFRICANA

(En el Instituto Tecnológico de Costa Rica, el 11 de noviembre de 2023)


A propósito de la reciente celebración del día de la Persona Afrocostarricense, que hoy nos convoca aquí, debemos decir antes que nada que no es preciso tener orígenes africanos --aunque, como veremos enseguida, muchos los tenemos-- para celebrar este día y la herencia africana en lo que somos como nación.

Al hablar de lo afrocostarricense, la mayoría de los ticos partimos de una idea equivocada, pues asumimos que lo afro y lo caribeño son sinónimos o equivalentes, cuando lo cierto es que, en Costa Rica, no solo lo caribeño es afro, ni lo caribeño es exclusivamente afro. En otras palabras, la herencia africana va mucho más allá de nuestra costa caribeña, y en la costa caribeña de nuestro país, hay mucho más que la herencia africana.

Empezaré por lo primero. Nuestra herencia africana no se circunscribe a la costa caribeña del país, puesto que africanos esclavizados llegaron a lo que hoy es Costa Rica con las primeras expediciones de conquista españolas. El comercio de personas africanas sometidas a condición de esclavitud, fue una institución generalizada en toda América durante el periodo colonial, incluida desde luego la remota y miserable provincia de Costa Rica. El comercio de esclavos africanos también se dio en nuestro país.

Tatiana Lobo, escritora chileno-costarricense recientemente fallecida, recrea en su magnífica novela titulada Asalto al Paraíso una escena de trata de esclavos en el mercado de Cartago, a mediados del siglo XVIII. En otro de sus libros, titulado Negros y blancos, todo mezclado, esa misma escritora revela, mediante investigación genealógica, que muchas de las familias prominentes de Cartago, San José, Alajuela y Heredia, se mezclaron en distintos momentos con descendientes de aquellos esclavos y esclavas. Asimismo, muchos africanos o descendientes de africanos fueron llevados a trabajar o se establecieron como hombres y mujeres libres en lo que hoy es Guanacaste.

La herencia africana está presente en nuestra sangre, es decir, en nuestro fenotipo o fisonomía. Mestizos y mulatas, cholas y “pardos” -como se los llamaba entonces-, son el más profundo sustrato de nuestra nacionalidad, como la entendemos hoy.  Por ello, permítanme este



LLAMADO

El tambor bantú
redobla dentro de mí.

Su llamado de siglos
cruza océanos.

¡No te detengas, hermano!
¡Sigue tocando!

Hoy celebramos
a los ancestros lejanos.

Hoy también
soy africano.

No es por casualidad que el culto nacional promovido en Costa Rica por la iglesia Católica y el Estado, poco después de la independencia de España, sea el de una imagen a la que coloquialmente llamamos “la Negrita”, que apareció para más señas en “la puebla de los pardos”. ¿Y acaso no era moreno y de pelo murruco “el tambor”, Juan Santamaría? También dan testimonio de esa antigua presencia africana en el Valle Central toponimias como “Calle Morenos” y “la calle de los Negritos”.

La idea de una Costa Rica primordialmente “blanca” desde el punto de vista étnico, es una invención de algunos ideólogos e intelectuales del siglo pasado, como lo muestra el filósofo Alexánder Jiménez Matarrita en su libro “El imposible país de los Filósofos”.

La herencia y el legado africano también enriquecen nuestro lenguaje, nuestra cocina y nuestra música, para mencionar los aspectos más evidentes. ¿De dónde, si no, piensan que vienen palabras como “timba”,  “cachimba” o “bemba”? También “pachanga” y “cabanga” son de origen africano, según opinan varios entendidos, por mencionar solo algunos ejemplos.

En cuanto a la música, es inevitable recordar el origen africano de la muy típica marimba, así como también del quijongo. La cantautora guanacasteca Guadalupe Urbina ha investigado esta raíz africana de una parte de la música tradicional guanacasteca. Es probable que algunas toponimias de la región, como por ejemplo Cananga, un barrio de Nicoya, o Malambo, un cerro del cantón de Santa Cruz, también sean de origen africano.

Carlos Meléndez y Quince Duncan, en su libro “El Negro en Costa Rica”, recuerdan que en el siglo XIX un número importante de afromestizos llegaron al país procedentes de Cuba, junto con el general y prócer de la independencia cubana Antonio Maceo, y se establecieron en las inmediaciones de Mansión de Nicoya.

Si hablamos de alimentos, tubérculos como el ñame y la malanga vienen de África, y hoy son parte de nuestra dieta y están plenamente integrados a la olla de carne.

De modo que es un error suponer que lo afrocostarricense se restringe a la provincia de Limón y a las personas de fenotipo manifiestamente africano o “de raza negra”, como solía decirse. No: lo africano está desparramado en todo el territorio nacional y es, en muchos sentidos, indistinguible e inseparable de lo que entendemos como “lo costarricense” o “lo nacional”.

Otro error que solemos cometer, es creer que nuestro Caribe es única o primordialmente afro costarricense. Esto pudo haber sido así a finales del siglo XIX y durante la primera mitad del siglo XX -durante el apogeo de la migración afroantillana, y mientras la United Fruit Company operó como un enclave en esa región del país-, pero no lo era antes de esa época, y hoy, lo es cada vez menos.

El Caribe costarricense es también profundamente indígena -lo era mucho antes de Minor Keith y de los afroantillanos en la zona-.

Como hoy sabemos, la costa caribeña del país fue durante siglos territorio de caza de tortugas para el pueblo miskito, cuya presencia todavía atestiguan algunos nombres, como Cahuita. Y me  apresuro a agregar que los miskitos venían no solamente a cazar tortugas, sino también indígenas bribris, a los que esclavizaban para vender en Jamaica.

Pocos costarricenses saben que, durante los siglos XVII, XVIII y XIX, mientras España e Inglaterra libraban interminables guerras por el dominio imperial del mundo, el Caribe nicaragüense fue un protectorado inglés (como siguió siéndolo Belice hasta bien entrado el siglo XX).

Los ingleses nombraron un “rey mosco” o miskito, que dependía del gobernador británico en Jamaica. Pues bien, los reyes moscos o miskitos vendieron a empresarios británicos y alemanes lo que hoy es la costa caribeña de Costa Rica al menos en dos oportunidades, sin que en Cartago ni en San José siquiera se enteraran de ello. Aunque aquellos empresarios nunca llegaron a tomar posesión de sus tierras, el dato ilustra hasta qué punto los miskitos sentían que lo que hoy es la costa caribeña de nuestro país les pertenecía.

Pero el Caribe costarricense también ha sido y es hasta hoy profundamente bribri. Si bien los bribris no son un pueblo marítimo, la Baja Talamanca ha sido uno de sus territorios históricos desde hace siglos y continúa siéndolo hasta hoy. Y, como muchos adivinarán, el pueblo bribri también tiene su propia literatura, aunque hasta hace relativamente poco, esta se transmitiera exclusivamente de forma oral. A continuación, un poema tradicional bribri, traducido por el profesor Adolfo Constela Umaña:



En algún momento me puso
mi Originadora en este mundo;
en este gran mundo
me puso Ella.

Mis pensamientos no van hacia nada
de este gran mundo.

Hacia mi camino, hasta allá
van mis pensamientos.

Hacia el lugar de mi Originadora
van mis pensamientos,
aunque entre los vivos
estoy en este tiempo.

En este mundo, en la alborada,
¿quién amanece? Yo amanezco.

En el gran mundo clarea
y entonces, en el gran mundo, yo amanezco.

La presencia negra y africana en la costa caribeña se remonta al siglo XVII, cuando los criollos cartagineses establecieron en Matina haciendas de cacao. Las haciendas eran propiedad de españoles y criollos residentes en Cartago, pero estaban al cuidado de esclavos de origen africano, mulatos y pardos que permanecían en Matina y eran, además, el primer frente de defensa contra las invasiones de los piratas y de los zambos mosquitos.

El ferrocarril a Puerto Limón era un proyecto estratégico para facilitar la exportación de café hacia Europa. Como es sabido, la obra terminó siendo concesionada al estadounidense Minor K. Keith, quien hizo venir a obreros chinos e italianos para trabajar en el tendido de la vía férrea. De los chinos,  muchos murieron y los sobrevivientes regresaron a su país; de los italianos, muchos se establecieron en las ciudades del Valle Central. Más adelante, en el curso del siglo XX, muchos comerciantes de origen chino se establecieron en la provincia, no solamente en la ciudad de Limón, sino también en los pueblos de la costa y del interior.

No es hasta el último cuarto del siglo XIX, cuando Keith hizo venir a decenas de miles de antillanos, mayormente jamaiquinos angloparlantes, aunque también algunos originarios de otras islas del Caribe, para darle un empujón definitivo a la empresa. Como parte del pago que recibió Keith del Estado costarricense, se encontraban decenas de miles de hectáreas en las tierras bajas del Caribe, donde Keith plantaría bananales para exportar la fruta a los Estados Unidos. Este es el inicio de la United Fruit Company, que posteriormente se extendería por varios países de Latinoamérica y que puede ser considerada una de las primeras compañías transnacionales de la historia.

Los trabajadores que Keith hizo venir de las Antillas conservaban su pasaporte y nacionalidad, y se suponía que los cónsules inglés y norteamericano en Puerto Limón, velaban por sus derechos. No eran considerados costarricenses aunque sus hijos nacieran aquí y, por ese motivo, tenían restricciones para desplazarse libremente por todo el país.

Concluida la construcción del ferrocarril, algunos regresaron a sus islas de origen, pero otros se quedaron y pasaron a trabajar para la United Fruit Company. Algunos, además, hicieron venir a sus familiares que se establecieron como colonos y campesinos, inicialmente en tierras baldías pertenecientes al Estado y, más adelante, cuando la “enfermedad de Panamá” diezmó los cultivos y la transnacional trasladó el grueso de su operación al Pacífico Sur, en tierras abandonadas por la Compañía Bananera. Parte de este proceso histórico puede leerse en las novelas Limón Blues, de la escritora Anacristina Rossi, y Calypso, de la ya mencionada Tatiana Lobo.

Tan pronto la Compañía Bananera de Minor Keith inició sus operaciones en la región caribeña de Costa Rica, miles de jóvenes de la meseta central fueron a trabajar allá. También lo hicieron centenares o miles de nicaragüenses y hondureños atraídos por el trabajo fijo y los salarios en dólares.

Ambientada en las tierras bajas del Caribe, la literatura bananera costarricense incluye varios clásicos de nuestra literatura, como son Mamita Yunai, de CALUFA, y Puerto Limón y Murámonos Federico, de Joaquín Gutiérrez. Incluso Carmen Lyra, en su Bananos y Hombres, se aventura en tierras caribeñas en el marco de la explotación bananera. Aunque la presencia afro antillana y afro  costarricense es palpable en todas estas obras, nadie podría decir que estamos ante literatura “afro costarricense”. Otro tanto podría decirse de una obra que, desde mi punto de vista, también puede ser considerada un clásico. Me refiero al libro Más abajo de la piel, del expresidente Abel Pacheco, un conjunto de evocaciones poéticas de la costa caribeña y de la población afrocostarricense, hechas por tico-meseteño.

En nuestra literatura también existen voces originadas en esta migración antillana, y son cada vez más.

Los primeros afroantillanos se expresaron en su lengua materna, el inglés, y sus trabajos se difundieron en los periódicos que circulaban en la época en Puerto Limón. De ellas, debo admitir que no conozco nada.

No fue hasta inicios de la década de los 70 del siglo pasado, cuando los primeros descendientes de aquella migración antillana, ya plenamente costarricenses, publicaron sus obras en San José, y en idioma español. El primero de ellos fue Quince Duncan, quien abordó temas propios de la cultura afro limonense, pero también otros relativos a la disyuntiva política de la época y a los conflictos generacionales entre hijos y padres.

Contemporánea de Duncan fue la poeta Eulalia Bernard, fallecida hace poco más de un año. Bernard hace de sus ancestros y herencia africana el tema central de su obra; lo mismo hacen otras poetas más jóvenes, como Shirley Campbell Barr y Dlía McDolnald, ambas criadas en San José.

Igualmente contemporáneo de Duncan, y sin embargo, mestizo más que afrocostarricense, debe mencionarse a otro escritor limonense, Gerardo César Hurtado. Sin embargo, Hurtado no aborda el tema de lo caribeño y de lo afrocostarricense más que de manera tangencial.

Arabella Salaberry, poeta y narradora, también es de origen limonense y también ha tematizado la historia y la cultura del caribe costarricense, sin que por ello pueda ser considerada una voz “afro costarricense”.

Desconcertante y excéntrico es el poemario del filósofo español y costarricense Constantino Láscaris, titulado “De Salomón a Demóstenes Smith”, donde encontramos poemas como este:



ZUMBA

Zumba el zambo la zambomba,
Zumba bronco zombembé.
Jale amigo
Y vete a ver
al zambo que zambea
pacanga zombembé.


Zumba zambo bozambo
La danza del yeyé
Con la chamba y un zapato
Coloraditos de serd.

Chita llegó tarde
Al negro bailongo
Y el bongo lloraba
La conga del mongo.

De rodillas mi zamba
Negra, te zambearé
Y en tu hoyo chocolate
te jalaré.

 

Rodolfo Dada es otro autor originario del Valle Central, que ha hecho del Caribe, más concretamente, de la zona de Tortuguero, tema y motivo central de su obra poética y narrativa. 

¿Qué podremos decir del Caribe de hoy, multicultural, cosmopolita y mestizo, radicalmente transformado por migraciones recientes y por el turismo masivo?  La ya mencionada escritora Anacristina Rossi aborda el tema en su conocida novela corta La loca de Gandoca, y yo he hecho otro tanto en mi novelita Gina.

Concluyo, entonces, como inicié, afirmando que no se puede separar la herencia africana de la nacionalidad costarricense, pues esta es consustancial a lo que somos como nación y se remonta a los orígenes mismos de la conquista y la colonia. La gran migración afroantillana del último cuarto del siglo XIX, marcó profundamente a la región caribeña de nuestro país, pero nuestro Caribe acoge muchas otras herencias, empezando por la indígena y por la cultura mestiza del Valle Central, pero también la de migraciones centroamericanas, asiáticas y europeas recientes.

viernes, febrero 02, 2024

BYE-BYE, EUROPA

 “Los acontecimientos”, escribió Goethe, “llegan precedidos por su sombra”. En ocasiones, sin embargo, resulta difícil establecer con precisión la frontera entre la sombra y los hechos. ¿Dónde situarán los hombres y mujeres del mañana el punto de inflexión entre la época histórica en la que Occidente –entiéndase, los Estados Unidos y los países de Europa Occidental– imponían al mundo entero su dominio y su ley, y aquella otra que apenas avizoramos, en la que perdieron el poder de hacerlo? Para nosotros es imposible saberlo, como es imposible saber si lo que vivimos hoy, todavía es la sombra de esa época que se anuncia, o si ya entramos de lleno en ella.  

Supongo que al situar ese momento, cada quien lo hace según sus preferencias. Yo lo ubico en enero de 2017, cuando Donald Trump asumió el cargo como 45º Presidente de los Estados Unidos. No lo hago movido por la antipatía o repugnancia que me produce el personaje, sino porque bajo su mandato, Estados Unidos renunció al orden que trabajosamente se había empeñado en imponer urbi et orbi tras la desintegración del mundo soviético en 1989-91, es decir, al proyecto de la apertura comercial y financiera que habitualmente llamamos “globalización”.

Supongo que, desde el punto de vista doméstico, Trump tenía buenas razones para hacer lo que hizo, pues la desindustrialización de los Estados Unidos que resultó de la apertura de los mercados a escala global, llevó a un incremento alarmante del desempleo, la pobreza e incluso el hambre en ese país. Al mismo tiempo, nuevas y escandalosas fortunas se amasaban al amparo de las tecnologías digitales y de la llamada “economía de plataformas”. Sin embargo, el mensaje que los Estados Unidos transmitió al mundo en ese momento, no daba pie a equívocos: la globalización es buena si me favorece, pero mala si me perjudica. Tanto es así, que el Presidente que sucedió a Trump rectificó en muchas cosas lo que hizo su predecesor, pero no en esa.

Como pregonaron siempre los adalides de la globalización, en el proceso habría ganadores y perdedores. En el Lejano Oriente -China y algunos países del Sudeste asiático-, cientos de millones de personas habían salido de la pobreza, mientras que en los países de Europa Occidental se hacía cada vez más evidente que sus Estados de Bienestar resultaban insostenibles bajo las nuevas condiciones de competencia global. Y lo más importante: con el viento de cola de la apertura global de mercados,  China se había convertido en la segunda economía del planeta.  Los Estados Unidos y muchos países de Europa dependían en buena medida de la mano de obra barata de China para fabricar sus bienes industriales, y de su pujante mercado interno para comercializarlos -especialmente los bienes suntuarios-, mientras que muchos países de América Latina, África, Asia y Oceanía  encontraron en China un nuevo y voraz mercado que demandaba sus bienes primarios. Eso sí, las inversiones en Investigación y Desarrollo seguían –y siguen– fuertemente concentradas en los países de Occidente.

Con Trump, las élites políticas de Europa y América Latina –y supongo, también de otras regiones del mundo–, fueron presa del desconcierto, no tanto por su estilo y sus formas chabacanas, como porque quien estaba llamado a liderar el proyecto económico y político por el que ellos se habían jugado el pellejo (a menudo imponiéndolo a porrazos a sus ciudadanos), abandonaba el barco.

Ya antes de que Trump asumiera el cargo, el estallido de sucesivas crisis financieras que amenazaron con colapsar el sistema internacional (2008 y años subsiguientes), así como el referéndum del Brexit (2014), eran señales inequívocas de que, al menos en Europa y los Estados Unidos, el proyecto globalizador bajo la hegemonía occidental estaba en crisis, pero lo de Trump fue un mensaje clarísimo de que el tiempo de rectificar había llegado.

También podrían considerarse señales inequívocas del cambio de los tiempos los espectaculares avances de los programas espaciales chino y japonés, que colocaron sus primeros artefactos en la Luna en el año 2007, o bien, el reciente alunizaje (2023) de un ingenio de la India en el polo sur de nuestro satélite. La importancia de estos acontecimientos es más que simbólica, pues revela que   tecnologías avanzadas, hasta entonces de dominio exclusivo de los Estados Unidos y Rusia (en cierta medida, también de Europa), ya están en manos de esas naciones, es decir, que el influjo de la Modernidad europea terminó encarnado en las antiguas civilizaciones del Lejano Oriente.

Se impone en este punto una breve digresión.  A partir de los siglos XV y XVI se gestó en Europa Occidental una revolución filosófica y científica que rendiría sus frutos en los siglos subsiguientes. A Occidente lo hizo poderoso la “cosificación” (u objetivación) de la Naturaleza mediante el llamado Método Científico, que posibilitó el conocimiento y el dominio de la materia como nunca antes. Esto condujo al desarrollo de nuevas y cada vez más poderosas tecnologías: la máquina de vapor, la electricidad, el motor de combustión interna, la energía nuclear, etc. La superioridad tecnológica se tradujo en la hegemonía militar, política y económica de la que Occidente se benefició hasta hoy.

Lo que llamamos la Modernidad es un fenómeno preminentemente occidental y se caracteriza por la innovación constante –donde “todo lo sólido se desvanece en el aire”, como escribió Marx–, mientras que en el resto del planeta la tradición seguía siendo venerada como fundamento de la civilización.

Tan innegable es que la hegemonía de Occidente está asociada a ciertos valores –la cristiandad, la propiedad privada, la democracia electoral, los derechos humanos–, como que estos valores fueron impuestos a sangre y fuego al resto mundo, y que el llamado “mundo occidental” los ha pisoteado cada vez que resulta necesario para defender sus intereses económicos y políticos.

Es imposible predecir el curso de los acontecimientos y cómo se reacomodarán las fuerzas a nivel global, pero no hay duda de que se abre otro momento histórico. Independientemente de lo que opinemos acerca de sus causas, la guerra en Ucrania (2022- ¿?), es otra prueba de que el llamado “mundo occidental” ha dejado de ser amo y señor del planeta, pues sus esfuerzos por bloquear y aislar económica y militarmente a Rusia, fracasaron una y otra vez, como han terminado por reconocer altos funcionarios de la Comunidad Europea.

La era post occidental que asoma -como la llaman algunos especialistas-, nos invita. a los ciudadanos de las naciones que surgieron de la expansión y dominación colonial europea, a una reflexión profunda acerca de lo que hemos sido, de lo que somos y de nuestras posibilidades en este nuevo mundo que asoma. Ni siquiera hablo aquí de impugnar el actual modelo del capitalismo globalizado –para el que no parece existir de momento alternativa viable, salvo un regreso a la economía de bloques–, sino tan solo de repensar nuestro lugar y nuestro papel en él.