miércoles, mayo 11, 2005

Todos queremos ganar

Por supuesto, todos queremos ganar. Quienes nos dedicamos a las artes y a estos menesteres cuya retribución no es precisamente económica, nos sentimos siempre merecedores de todos los reconocimientos y más. Y quizás los merezcamos. Quizás merecemos un reconocimiento por dedicarnos a quehaceres “inútiles” (aunque, por supuesto, hay que tener presente “la utilidad sutil de lo inútil” de la que hablaba Jolan Chang); merecemos un reconocimiento por atrevernos a desnudar nuestros temores, nuestras fantasías, nuestros sueños y nuestras perversiones, y por poner de manifiesto, de esta forma, que los seres humanos somos mucho más parecidos de lo que en principio estamos dispuestos a admitir, pues hay un limo, un fondo, un sustrato de sentimientos y de sensaciones comunes, y el trabajo de exhibirlo y devolvérselo a la sociedad, es valioso y meritorio.

Todos queremos ganar. Queremos un poco más de visibilidad, queremos tener la escucha y la atención de los demás. Queremos un poquito de fama –¿por qué no?– y, desde luego, queremos y necesitamos dinero, como cualquier mortal. Por eso todos queremos ganar un premio –cualquier premio, pero no hay muchos en nuestro país–, y sentimos que lo merecemos...

Yo he sido eterno candidato, nominado eterno a un Premio Nacional. (Obtuve uno con mi primer libro, hace más de 20 años, pero desde entonces ¡nada! ¡Qué barbaridad!) Y cada vez que publico un libro alguien me susurra al oído que mi nombre suena fuerte, que esta vez sí... A lo que respondo que no me interesan los reconocimientos oficiales, que los premios están desprestigiados, que se trata de un albur que no dice nada de la calidad de mi trabajo, pues son solo una expresión del gusto de los jurados, etc. Y luego, cuando los premios se fallan y compruebo una vez más que no he recibido nada, no dejo de sentir cierta frustración, no dejo de pensar que otra vez se ha cometido una injusticia contra mí, sin tomar en consideración los méritos de los libros premiados (por cierto, indiscutiblemente buenos este año...).

Y claro, se cometen injusticias, es verdad. Y me repito la lista que todos conocemos: ni a Borges ni a Virginia Woolf les concedieron nunca el Nobel, etc. Y para no ir más lejos, esa magnífica poeta que es Ana Istarú, jamás ha recibido un premio de poesía en este país. ¡Vergüenza!, me digo. Y por arte de magia me equiparo con Borges, con Virginia Woolf y con Ana Istarú, y soy uno más en la oprobiosa lista de las Grandes Injusticias de los Premios Literarios. Y eso, desde luego, significa un consuelo. “Ya vendrá la Posteridad a enmendar esta ignominia; así tendrán su merecido aquellos que hoy me ignoran y desprecian...”

Todos queremos ganar. Es natural. Es comprensible. Es humano. Y acaso todos lo merezcamos. Pero hay un problema: al distinguir una obra, de manera inevitable los premios crean la impresión de que las otras no son meritorias, y eso, desde luego, no es necesariamente así. Por otra parte –duele admitirlo-, tal vez no seamos tan geniales como suponemos, y los jurados, por cierto, también son humanos: tienen gustos, una visión de mundo, inclinaciones, intereses, relaciones, simpatías y antipatías, y todo lo demás.

Así, aunque me pese, debo admitir que el no me premien no obedece necesariamente a una perversidad ni a una conspiración en mi contra, como a veces me susurra al oído la vanidad herida. No: tal vez, simplemente, quienes debían decidir encontraron más meritorio otro trabajo. ¡Horror de horrores! ¿Habráse visto cosa igual?

Por eso, a estas alturas, solo queda decir: si los premios llegan, bienvenidos, pero de ninguna manera podemos permitir que secuestren nuestra imaginación, que se conviertan en un objetivo y nos desvíen de nuestro camino... La actitud ideal es la ataraxia estoica, una cierta impasibilidad ante el “éxito” y el “fracaso”, ante el reconocimiento y el desconocimiento entendidos en esos términos.

Desde luego, es más fácil decirlo que lograrlo. Por mi parte, espero que esta confesión sea al menos un comienzo: todos queremos ganar, es cierto.

Tiranosauro Rey

Nos relacionamos con nuestro cuerpo como si fuera una cosa, algo ajeno y exterior a nosotros mismos, y así perdemos toda comunicación con él y terminamos tiranizándolo. Nos tiranizamos de la misma forma como tiranizamos a los demás (si nos lo permiten), a los animales y a las cosas... Liberarnos acaso empieza por liberar nuestro cuerpo, y liberar nuestro cuerpo acaso empiece por reestablecer la capacidad de comunicarnos con esa dimensión de nosotros mismos. Además de las convenciones sociales, los horarios inflexibles y la opresiva dinámica social que nos subyuga imponiéndonos ese ritmo agotador, frenético, vivimos dominados por los miedos. “¿Y qué pasaría si hago lo que quiero, lo que mi cuerpo y mi ser me piden que haga? ¿Rompería todo lo que he construido? ¿Mi familia, mi trabajo, mi pareja, mi vida?” Así terminamos por hacer nada. Bajamos el cogote y seguimos empujando, pariendo a poquitos la muerte de cada día. Hasta que, en otra vuelta del camino, regresa la comezón, el cosquilleo incesante que nos invita a intentar algo distinto, a no conformarnos con la interminable agonía

Liberarse es un proceso. Hay que atrevernos a hacer cosas distintas para romper la monotonía y recuperar el asombro, para despertar la mente-cuerpo adormecido, idiotizada por la rutina y por la propia tiranía. Cada uno de nosotros ha criado un tiranosaurio rey en su interior, y uno mismo es su alimento. Al final, el bicho posa su garra sobre nuestro cuerpo agonizante y lanza su última dentellada sobre el corazón que aún palpita. En ese mismo instante él también desaparece: el tiranosaurio nos suicida.

Sueños

En alguna ocasión, el cineasta Luis Buñuel confesó que, cuando una de sus películas no era suficientemente larga para completar la duración convencional, su fórmula infalible consistía en introducir en ella uno o dos sueños. De ese modo todos quedaban contentos: el público porque no salía del cine con la sensación de haber recibido menos de aquello por lo que había pagado; los críticos porque sin excepción encontraban en los sueños claves que daban pie a largas y rebuscadas interpretaciones, y él mismo, porque esos pasajes le permitían filmar, poco más o menos, lo que le diera la gana...

Aunque admire la astucia del cineasta aragonés, tengo la certeza de que en el lenguaje de los sueños hay algo que no puede comunicarse plenamente. Ante el sueño de otra persona uno puede sentir extrañeza, curiosidad e inclusive cierta fascinación, pero difícilmente su significado resonará en nosotros con la misteriosa intensidad con que lo hace en el corazón del soñante.

Y es que, mientras soñamos, tenemos la sensación de estar caminando a tientas, reconociendo las siluetas de un paisaje abandonado mucho tiempo atrás. Cuando soñamos somos como ciegos en un territorio vagamente conocido. Todo se asocia y se contagia; una cosa lleva a la otra como en un laberinto. Esa es su magia, su gracia y su misterio.

Tantas veces he visto películas o leído libros en donde los sueños no terminan de encajar, y tantas otras, al tratar de comunicar yo mismo uno de mis sueños, he constatado mi impotencia, la incapacidad de trasladar sus significados a un lenguaje comprensible y convencional.

Pongamos por caso la aparición de una pera, de un pájaro o de un toro, en uno de mis sueños. En mi mundo más hondo, cada uno de estos objetos rezuma misteriosos significados, palpita como una llave preñada de insinuaciones. Pera: profundidad carnosa, hondonada dulce, invitación, tentación, seducción, pureza. Pájaro: aleluya emplumado, canción de cuna hecha carne, inspiración del instante. Toro: retumbo de la tierra profunda, emanación del volcán, poderosa verga erguida de luna.

El médico vienés y fundador del sicoanálisis Sigmund Freud pensaba que la mayoría de los sueños podían ser interpretados o bien como deseos –reprimidos o no–, o bien como temores –asumidos o no–. Yo prefiero creer que no todos los sueños son susceptibles de recibir el mismo tratamiento, y que no todos merecen la misma atención. De la misma forma como a menudo decimos tonterías, los sueños que nos poseen son muchas veces irrelevantes. Pero, de igual manera, en ocasiones tenemos sueños inspirados, profundos, significativos, que acaso nos transportan a dimensiones que de otro modo jamás visitaríamos...

¿Quién podría negar que en el sueño de un bruto puede manifestarse la más profunda sabiduría? La mente de un tarado puede ser escenario del más lúcido y revelador de los sueños, y la de un genio, con seguridad lo es a menudo de sueños irrelevantes y banales.

En cierta manera, en el soñar todos somos iguales, y las diferencias –históricas, sociales, culturales, personales–, desaparecen y son abolidas. Por ello me gusta la creencia de muchos pueblos antiguos según la cual en algunos sueños nos habla el Espíritu.

Si esto fuera así, sin embargo, el lenguaje de los sueños sería unívoco y universal, y cada uno de nuestros sueños –al menos de los grandes y significativos–, podría ser compartido y comprendido sin dificultad por los demás. Cosa que, como dijimos, es lo opuesto de lo que sucede.

¿Quién escribe, entonces, el guión de tus sueños? ¿Vos, tus miedos y deseos reprimidos, los emisarios de Dios, la sombra de Luis Buñuel?