En alguna ocasión, el cineasta Luis Buñuel confesó que, cuando una de sus películas no era suficientemente larga para completar la duración convencional, su fórmula infalible consistía en introducir en ella uno o dos sueños. De ese modo todos quedaban contentos: el público porque no salía del cine con la sensación de haber recibido menos de aquello por lo que había pagado; los críticos porque sin excepción encontraban en los sueños claves que daban pie a largas y rebuscadas interpretaciones, y él mismo, porque esos pasajes le permitían filmar, poco más o menos, lo que le diera la gana...
Aunque admire la astucia del cineasta aragonés, tengo la certeza de que en el lenguaje de los sueños hay algo que no puede comunicarse plenamente. Ante el sueño de otra persona uno puede sentir extrañeza, curiosidad e inclusive cierta fascinación, pero difícilmente su significado resonará en nosotros con la misteriosa intensidad con que lo hace en el corazón del soñante.
Y es que, mientras soñamos, tenemos la sensación de estar caminando a tientas, reconociendo las siluetas de un paisaje abandonado mucho tiempo atrás. Cuando soñamos somos como ciegos en un territorio vagamente conocido. Todo se asocia y se contagia; una cosa lleva a la otra como en un laberinto. Esa es su magia, su gracia y su misterio.
Tantas veces he visto películas o leído libros en donde los sueños no terminan de encajar, y tantas otras, al tratar de comunicar yo mismo uno de mis sueños, he constatado mi impotencia, la incapacidad de trasladar sus significados a un lenguaje comprensible y convencional.
Pongamos por caso la aparición de una pera, de un pájaro o de un toro, en uno de mis sueños. En mi mundo más hondo, cada uno de estos objetos rezuma misteriosos significados, palpita como una llave preñada de insinuaciones. Pera: profundidad carnosa, hondonada dulce, invitación, tentación, seducción, pureza. Pájaro: aleluya emplumado, canción de cuna hecha carne, inspiración del instante. Toro: retumbo de la tierra profunda, emanación del volcán, poderosa verga erguida de luna.
El médico vienés y fundador del sicoanálisis Sigmund Freud pensaba que la mayoría de los sueños podían ser interpretados o bien como deseos –reprimidos o no–, o bien como temores –asumidos o no–. Yo prefiero creer que no todos los sueños son susceptibles de recibir el mismo tratamiento, y que no todos merecen la misma atención. De la misma forma como a menudo decimos tonterías, los sueños que nos poseen son muchas veces irrelevantes. Pero, de igual manera, en ocasiones tenemos sueños inspirados, profundos, significativos, que acaso nos transportan a dimensiones que de otro modo jamás visitaríamos...
¿Quién podría negar que en el sueño de un bruto puede manifestarse la más profunda sabiduría? La mente de un tarado puede ser escenario del más lúcido y revelador de los sueños, y la de un genio, con seguridad lo es a menudo de sueños irrelevantes y banales.
En cierta manera, en el soñar todos somos iguales, y las diferencias –históricas, sociales, culturales, personales–, desaparecen y son abolidas. Por ello me gusta la creencia de muchos pueblos antiguos según la cual en algunos sueños nos habla el Espíritu.
Si esto fuera así, sin embargo, el lenguaje de los sueños sería unívoco y universal, y cada uno de nuestros sueños –al menos de los grandes y significativos–, podría ser compartido y comprendido sin dificultad por los demás. Cosa que, como dijimos, es lo opuesto de lo que sucede.
¿Quién escribe, entonces, el guión de tus sueños? ¿Vos, tus miedos y deseos reprimidos, los emisarios de Dios, la sombra de Luis Buñuel?