Nos relacionamos con nuestro cuerpo como si fuera una cosa, algo ajeno y exterior a nosotros mismos, y así perdemos toda comunicación con él y terminamos tiranizándolo. Nos tiranizamos de la misma forma como tiranizamos a los demás (si nos lo permiten), a los animales y a las cosas... Liberarnos acaso empieza por liberar nuestro cuerpo, y liberar nuestro cuerpo acaso empiece por reestablecer la capacidad de comunicarnos con esa dimensión de nosotros mismos. Además de las convenciones sociales, los horarios inflexibles y la opresiva dinámica social que nos subyuga imponiéndonos ese ritmo agotador, frenético, vivimos dominados por los miedos. “¿Y qué pasaría si hago lo que quiero, lo que mi cuerpo y mi ser me piden que haga? ¿Rompería todo lo que he construido? ¿Mi familia, mi trabajo, mi pareja, mi vida?” Así terminamos por hacer nada. Bajamos el cogote y seguimos empujando, pariendo a poquitos la muerte de cada día. Hasta que, en otra vuelta del camino, regresa la comezón, el cosquilleo incesante que nos invita a intentar algo distinto, a no conformarnos con la interminable agonía
Liberarse es un proceso. Hay que atrevernos a hacer cosas distintas para romper la monotonía y recuperar el asombro, para despertar la mente-cuerpo adormecido, idiotizada por la rutina y por la propia tiranía. Cada uno de nosotros ha criado un tiranosaurio rey en su interior, y uno mismo es su alimento. Al final, el bicho posa su garra sobre nuestro cuerpo agonizante y lanza su última dentellada sobre el corazón que aún palpita. En ese mismo instante él también desaparece: el tiranosaurio nos suicida.