lunes, julio 02, 2012

BANDERAS





España acaba de golear a Italia en la final de la Eurocopa 2012 y, como decenas de miles, salgo a la calle y me dirijo a la Cibeles. Como casi todo el “planeta fútbol”,  yo también me rindo ante el juego sorprendente, preciso y orquestado del equipo español, pero a diferencia de casi todos los que están acá, no vengo a celebrar sino a ser testigo de la celebración.
A pesar de que ya estamos en julio, la noche es fresca; la hermosa luna creciente se enseñorea sobre la plaza y el Paseo de la Castellana. Ni siquiera el calor de la multitud ahuyenta por completo el frescor de la brisilla que se cuela entre la marejada humana. Sin embargo, los chicos y las chicas visten pantalonetas, shorts, camisetas del equipo español, y no faltan los (que no las, desafortunadamente) que van a torso desnudo. Aquí y allá se ven disfraces originales –pelucas, anteojos gigantes-, suenan bombos y se corean cánticos. Por momentos, los chicos saltan abrazándose y desplazándose hacia los costados como en una fiesta de ska.  Se impone la juventud; esa misma juventud que no encuentra trabajo a pesar de ser la generación mejor preparada de la historia española.
La cerveza corre a raudales; un ejército silencioso de chinos y  paquistaníes circulan presurosos ofreciéndola a quienes festejan. A veces ni siquiera hablan español; para venderla cargan un muestrario de los productos que ofrecen –cerveza, agua, refrescos-, para que el cliente señale lo que desea. (En este instante caigo en la cuenta de que en esta ocasión había solamente a hombres ofreciendo los productos; un día normal, en las calles y plazoletas de la ciudad, son indistintamente mujeres y hombres…)
Alegra y conmueve mirar, entre quienes festejan, a una nueva generación de españoles hijos de latinoamericanos y de africanos subsaharianos. Es verdad que a diferencia de lo que ocurre en Francia, donde la migración es muy anterior,  todavía resultan un poco “atípicos” entre la multitud española; es verdad que en sus gestos, en su forma de festejar, adivino (¿imagino?, ¿proyecto?) un sentimiento particular, esa extraña contradicción de ser y no ser al mismo tiempo, de formar y no formar parte de aquello, pero tienen su lugar ahí y nadie cuestiona su derecho a celebrar con los demás.
He visto el partido en casa de mi amigo Miguel, con su familia y dos familias más, esposas e hijos e hijas de algo más de 10 años. Conforme llegaron los goles y disminuyó la tensión, la conversación en la sala se animó. Tanto Miguel como sus amigos fueron reticentes a pintarrajearse la cara con los colores de la bandera, y más aún a levantar y agitar banderas. Para ellos, criados en la época del franquismo, cualquier gesto nacionalista adquiere abominables visos filo franquistas. Sus hijos e hijas, en cambio, no tienen reparo alguno en pintarrajearse y salir a la calle envueltos en la bandera española.
Los adultos comentan que sus hijos -dichosos ellos-, están habituados a los triunfos de la selección española, hasta el punto de que deben resultarles algo natural. Todo lo contrario de lo que les ocurrió a ellos, habituados a no ganar nunca y en capacidad por tanto de aquilatar lo extraordinario de lo que está ocurriendo. Me permito un aporte de talante pesimista: en adelante, lo que le quedará a los chicos será la nostalgia, la añoranza, pues es obvio que lo que lo que ha ocurrido, lo que está ocurriendo, lo que ocurre con este equipo español, es extraordinario y no se repetirá fácilmente…
“¡España / entera / se va / de borrachera!”, gritan a voz en cuello a mi alrededor.  Lo increíble es que utilizan la misma tonadilla del sempiterno “¡El pueblo / unido/ jamás / será vencido!”  Definitivamente el nuestro es un mundo extraño.  Apenas ayer se celebró “el día del orgullo Gay” y España entera –o buena parte de ella, gay o no-, se emborrachó a rabiar. Hoy de nuevo las calles están abarrotadas, latas y botellas vacías ruedan por las calles; nadie que vea esto creería que España está en la más profunda crisis económica desde la Guerra Civil.
En los meses que llevo aquí, he podido constatar como aumenta el número de gente que duerme y vive en las calles. Mirando sus rostros, es fácil adivinar que para muchos es la primera vez que se encuentran en esa situación. No se trata de multitudes; nada que ver con las imágenes de “Las uvas de la ira”, la película de John Ford. No en vano, tras la crisis de los años 30 que retratara Steinbeck en su novela, el mundo industrializado y rico inventó el Estado Social de Bienestar. Eso todavía funciona aquí y es lo que impide que hoy veamos imágenes como aquellas y veamos en cambio esta multitud de jóvenes que festeja entre gritos, cantos y cervezas.
A diferencia del cántico báquico, la mayoría de las consignas son, en efecto, expresiones puras de reafirmación del orgullo nacionalista: “Español, español, soy español”, y cosas parecidas. “¡España, coño!”, grita alguien a mi alrededor, y aunque no rima qué bien sueñan las dos eñes arracimadas. Como han dicho otros y lo han dicho mejor, la selección española de fútbol es uno de los pocos temas en donde catalanes y vascos deponen, al menos transitoriamente, sus reivindicaciones nacionalistas y se encuentran con andaluces, extremeños, castellanos y demás…
Dos jóvenes y frondosas muchachas se acercan y me piden que les saque una fotografía. Juntan sus rostros hasta tocarse las mejillas, sonríen hasta derretirme. Trato de concentrarme en lo que me solicitan y pregunto: “¿Qué quieren como fondo? ¿El edificio, la fuente?” Separan sus rostros apenas un momento, miran a su alrededor y la que me dio la cámara responde, como si fuera una obviedad: “Banderas, banderas, banderas…”