España acaba de golear a Italia
en la final de la Eurocopa 2012 y, como decenas de miles, salgo a la calle y me
dirijo a la Cibeles. Como casi todo el “planeta fútbol”, yo también me rindo ante el juego sorprendente,
preciso y orquestado del equipo español, pero a diferencia de casi todos los
que están acá, no vengo a celebrar sino a ser testigo de la celebración.
A pesar de que ya estamos en
julio, la noche es fresca; la hermosa luna creciente se enseñorea sobre la
plaza y el Paseo de la Castellana. Ni siquiera el calor de la multitud ahuyenta
por completo el frescor de la brisilla que se cuela entre la marejada humana.
Sin embargo, los chicos y las chicas visten pantalonetas, shorts, camisetas del
equipo español, y no faltan los (que no las,
desafortunadamente) que van a torso desnudo. Aquí y allá se ven disfraces
originales –pelucas, anteojos gigantes-, suenan bombos y se corean cánticos. Por
momentos, los chicos saltan abrazándose y desplazándose hacia los costados como
en una fiesta de ska. Se impone la
juventud; esa misma juventud que no encuentra trabajo a pesar de ser la
generación mejor preparada de la historia española.
La cerveza corre a raudales; un
ejército silencioso de chinos y paquistaníes
circulan presurosos ofreciéndola a quienes festejan. A veces ni siquiera hablan
español; para venderla cargan un muestrario de los productos que ofrecen –cerveza,
agua, refrescos-, para que el cliente señale lo que desea. (En este instante
caigo en la cuenta de que en esta ocasión había solamente a hombres ofreciendo
los productos; un día normal, en las calles y plazoletas de la ciudad, son
indistintamente mujeres y hombres…)
Alegra y conmueve mirar, entre
quienes festejan, a una nueva generación de españoles hijos de latinoamericanos y de africanos
subsaharianos. Es verdad que a diferencia de lo que ocurre en Francia, donde la
migración es muy anterior, todavía
resultan un poco “atípicos” entre la multitud española; es verdad que en sus
gestos, en su forma de festejar, adivino (¿imagino?, ¿proyecto?) un sentimiento
particular, esa extraña contradicción de ser y no ser al mismo tiempo, de
formar y no formar parte de aquello, pero tienen su lugar ahí y nadie cuestiona
su derecho a celebrar con los demás.
He visto el partido en casa de mi
amigo Miguel, con su familia y dos familias más, esposas e hijos e hijas de
algo más de 10 años. Conforme llegaron los goles y disminuyó la tensión, la
conversación en la sala se animó. Tanto Miguel como sus amigos fueron
reticentes a pintarrajearse la cara con los colores de la bandera, y más aún a levantar
y agitar banderas. Para ellos, criados en la época del franquismo, cualquier
gesto nacionalista adquiere abominables visos filo franquistas. Sus hijos e
hijas, en cambio, no tienen reparo alguno en pintarrajearse y salir a la calle
envueltos en la bandera española.
Los adultos comentan que sus
hijos -dichosos ellos-, están habituados a los triunfos de la selección española,
hasta el punto de que deben resultarles algo natural. Todo lo contrario de lo
que les ocurrió a ellos, habituados a no ganar nunca y en capacidad por tanto de
aquilatar lo extraordinario de lo que está ocurriendo. Me permito un aporte de
talante pesimista: en adelante, lo que le quedará a los chicos será la
nostalgia, la añoranza, pues es obvio que lo que lo que ha ocurrido, lo que está
ocurriendo, lo que ocurre con este equipo español, es extraordinario y no se
repetirá fácilmente…
“¡España / entera / se va / de
borrachera!”, gritan a voz en cuello a mi alrededor. Lo increíble es que utilizan la misma
tonadilla del sempiterno “¡El pueblo / unido/ jamás / será vencido!” Definitivamente el nuestro es un mundo
extraño. Apenas ayer se celebró “el día
del orgullo Gay” y España entera –o buena parte de ella, gay o no-, se
emborrachó a rabiar. Hoy de nuevo las calles están abarrotadas, latas y botellas
vacías ruedan por las calles; nadie que vea esto creería que España está en la
más profunda crisis económica desde la Guerra Civil.
En los meses que llevo aquí, he podido
constatar como aumenta el número de gente que duerme y vive en las calles.
Mirando sus rostros, es fácil adivinar que para muchos es la primera vez que se
encuentran en esa situación. No se trata de multitudes; nada que ver con las
imágenes de “Las uvas de la ira”, la película de John Ford. No en vano, tras la
crisis de los años 30 que retratara Steinbeck en su novela, el mundo industrializado
y rico inventó el Estado Social de Bienestar. Eso todavía funciona aquí y es lo
que impide que hoy veamos imágenes como aquellas y veamos en cambio esta
multitud de jóvenes que festeja entre gritos, cantos y cervezas.
A diferencia del cántico báquico,
la mayoría de las consignas son, en efecto, expresiones puras de reafirmación
del orgullo nacionalista: “Español, español, soy español”, y cosas parecidas. “¡España,
coño!”, grita alguien a mi alrededor, y aunque no rima qué bien sueñan las dos
eñes arracimadas. Como han dicho otros y lo han dicho mejor, la selección
española de fútbol es uno de los pocos temas en donde catalanes y vascos
deponen, al menos transitoriamente, sus reivindicaciones nacionalistas y se
encuentran con andaluces, extremeños, castellanos y demás…
Dos jóvenes y frondosas muchachas
se acercan y me piden que les saque una fotografía. Juntan sus rostros hasta
tocarse las mejillas, sonríen hasta derretirme. Trato de concentrarme en lo que
me solicitan y pregunto: “¿Qué quieren como fondo? ¿El edificio, la fuente?”
Separan sus rostros apenas un momento, miran a su alrededor y la que me dio la
cámara responde, como si fuera una obviedad: “Banderas, banderas, banderas…”