lunes, enero 27, 2014

DESDE EL FUTURO

Tendría doce, trece años de edad y con mis amigos de entonces imaginábamos lo que sería nuestra vida, nuestro barrio, nuestra ciudad, treinta o cuarenta años después… Desde luego, lo que imaginábamos entonces estaba determinado, en buena medida, por lo que veíamos en la televisión, en el cine y en los diarios, pero también por lo que nuestros padres y otros adultos nos transmitían en sus conversaciones. (Obviamente, sus visiones  también estaban influidas por los medios de comunicación, pero en ellas pesaba además  su experiencia vital.)
En aquellas visiones, el cambio tecnológico tenía un papel fundamental. En pleno desarrollo de la carrera espacial, en medio de la Guerra Fría, la tecnología era piedra angular de cualquier  visión del futuro, como creo que, para muchos, continúa siéndolo hoy. Ante cualquier innovación tecnológica que irrumpiera en el mercado o asomara en el firmamento, la reacción espontánea en boca de todos era: el futuro será así, pero más, mucho más de lo que ahora vemos e incluso de lo que somos capaces de imaginar… Pero, además de los cambios tecnológicos (por lo general relacionados con los armamentos, los medios de transporte y de comunicación), aquellas visiones abarcaban otras dimensiones de la vida, como la fisonomía del espacio urbano, el valor monetario de ciertos productos o la moda y las costumbres.
Hoy, al cabo de treinta o cuarenta años, puedo decir con certeza que muchas de aquellas imágenes se materializaron o están en camino de hacerlo. Quizás carezcan de la espectacularidad que les atribuíamos (o acaso nos hemos familiarizado con ellas), pero sin duda están aquí.  En otras palabras, esto que vivo hoy es el futuro que imaginaba cuando niño. Camino, me alimento y respiro en lo que entonces constituía el escenario incierto del futuro. Exploro el paisaje que me rodea y me pregunto cuánto se parece a lo que entonces imaginaba. ¿Cómo y en qué se asemejan las imaginaciones de entonces a lo que ahora me devuelven los sentidos?
Lo primero que debo decir, es que este futuro que vivo carece de la radicalidad del que imaginaba. Esto es el futuro, no hay duda de ello: mucho de lo que veo y recibo contrasta, a veces de manera dramática, con lo que había entonces. El paisaje alrededor se ha transformado de manera sustancial, pero si miro con atención, descubro aquí y allá restos, vestigios, trozos enteros de mi antigua realidad. Este futuro que vivo arrastra parcelas de aquello que fue: es híbrido, mixto, impuro, bastardo, mestizo… Más aún, si miro con atención descubro, entre algunas de las cosas que pasan por nuevas, el sello inconfundible de lo conocido y antiguo: se trata de reelaboraciones apenas  maquilladas de cosas que vienen de atrás y que, no obstante, se presentan como novedades.
Pero el futuro carece de la radicalidad que le atribuíamos también en otro sentido. Conforme exploro este mundo, me doy cuenta de que las marcas y distintivos del futuro están desigualmente distribuidos. En algunos sitios dominan el paisaje, pero en otros están apenas presentes, y el pasado –o en cualquier caso algo que no es el pasado, pero tampoco el futuro como lo imaginábamos–, es lo que domina. Hay regiones que quedaron afuera del futuro y también del pasado, una zona indefinida, parecida a un escenario de guerra; grandes agujeros donde no hay rastros del pasado ni señales del futuro, sino una especie de tierra arrasada donde, al cabo del tiempo, cualquier cosa puede surgir.
Recurriendo a la imagen del río, la favorita de siempre para representar el tiempo, diría que aquí la corriente arrastra cosas que vienen de muy atrás: al contrario de lo que suponíamos, el pasado persiste, resiste, está presente, asoma aquí y allá entre las aguas y se niega a hundirse y desaparecer.
Todo esto me lleva a pensar que el futuro, cualquier futuro, está referido siempre a un sujeto. No existe “el futuro” sino “mi futuro” o “nuestro futuro” o “su futuro”. Ciertamente, el escenario de mi futuro no será el mismo que el de mis hijos o mis nietos, pero tampoco, quizás, el mismo de mi vecino ni el de muchos de mis coetáneos. De la misma forma, “nuestro futuro” –cualquiera que sea el nosotros al que se aluda en la frase–, tampoco será necesariamente el mismo que “el futuro de ellos”, cualquiera que sea el ellos aquí designado. (Esto, con la salvedad de la muerte, que obviamente es el horizonte que nos aguarda a todos sin excepción.)
Lo dicho también me lleva a pensar en la imaginería revolucionaria. Históricamente, las revoluciones sociales han apelado a una suerte de “tábula rasa” con el pasado, tal y como lo hacía (y continúa haciéndolo) la imaginería del capitalismo avanzado, con sus imágenes de innovación tecnológica y velocidad.  (No es casual que uno de los estribillos recurrentes de la publicidad sea el que nos presenta a los nuevos productos como “revolucionarios”.) Pero, tal y como en el capitalismo avanzado “el futuro” carece de la radicalidad con que lo imaginábamos, ocurre con las revoluciones sociales. Incluso aquellas consideradas exitosas, como la francesa, han debido lidiar con el pasado que se niega a morir y se las arregla para regresar, en ocasiones transformado, investido de nuevos ropajes y características.
Para el cambio y las transformaciones no hay atajos, sobrevienen cuando las condiciones son propicias. Ello supone la obsolescencia y descomposición de lo viejo, la vitalidad impaciente de lo nuevo y un entorno general favorable. Pero en la complejidad multidimensional de la sociedad –y del individuo-, es improbable, por no decir imposible, que estas condiciones se den simultáneamente en todos los diversos planos o dimensiones que los integran.

Así pues, la naturaleza de los cambios societales –la transformación de las tecnologías, los valores, los usos y costumbres y las relaciones sociales– es un proceso lento,  contradictorio, de afirmaciones y rechazos. Y lo mismo ocurre con los cambios personales, intrapsíquicos. Salvo en la mentalidad mágica o infantil o en la comunicación propagandística y publicitaria, es imposible el reemplazo de todo lo existente por algo enteramente nuevo. El surgimiento o la implantación de lo nuevo es progresivo y ocurre en medio de contradicciones, tanteos y resistencias. El futuro es por definición impuro y en él confluyen nuestra historia y nuestros  anhelos: los míos, los tuyos, los nuestros y los de ellos...

domingo, enero 05, 2014

2666, de Roberto Bolaño

Evitemos frases grandilocuentes. 2666 es una novela, o un conjunto de novelas, desconcertantes y al mismo tiempo inquietantes. Desde mi punto de vista, de lo que Bolaño ha querido hablarnos aquí es de lo inexplicable de la conducta humana  y de lo absurdo de nuestra condición, así como también (y por ello mismo) de la irracionalidad de la Historia. Por eso la narración es casi siempre impredecible, los personajes actúan impulsados por motivos o razones que ellos ni justifican ni entienden y que nosotros, como lectores, rara vez logramos comprender, pero en donde sin embargo entrevemos cierta coherencia que se nos escapa. Supongo que, para abordar el mismo tema, un escritor francés de los años cuarenta o cincuenta (ciertamente, no Camus) habría puesto a los personajes a reflexionar y a dialogar acerca de lo absurdo de nuestra condición y de la Historia como el escenario donde esta se despliega, pero en lugar de hacer esto, Bolaño recrea este accionar absurdo y casi siempre incomprensible. El que todos los hilos narrativos queden deliberadamente abiertos, sin ningún asomo de algo que pueda  ni remotamente considerarse un "cierre" o "final", contribuye a este efecto.
Las historias que se nos relatan en el libro son, hasta cierto punto, accesorias, secundarias. No creo que lo importante aquí sean los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez, como algunos han querido ver. Los crímenes son útiles en tanto ilustran a la perfección (más como telón de fondo) el absurdo inabordable de nuestra condición. Lo mismo ocurre con la estupenda recreación que Bolaño hace de algunos episodios de la Segunda Guerra Mundial. Pero el mismo carácter inexplicable tiene la conducta, por lo demás inocua, de los críticos literarios especialistas en Archimboldi, el autor alemán cuya figura atraviesa (a veces más como una sombra) varios libros del conjunto. Tan inexplicables e incomprensibles como los crímenes de Ciudad Juárez son la mayoría de nuestras acciones.
Por ello pienso que lo esencial en 2666 es la visión de los personajes o, con mayor precisión, de la conducta de los personajes, de su accionar. Bolaño nos propone aquí su visión (o al menos una visión) del ser humano en donde, insisto, lo irracional, lo absurdo, lo inexplicable, son la nota central. Ni siquiera las pasiones humanas ni los vicios o las perversiones consiguen explicar nuestra conducta.
Creo que este es el sustrato más inquietante de esta obra, pues mal que bien, todos alentamos la ilusión de que nuestra vida (es decir, nuestro actuar), obedece a ciertos fines u objetivos, y que en virtud de ellos nos podemos redimir y justificar. El desierto de Sonora es el escenario donde todas las historias se extinguen, van a morir como arroyos devorados por las tierra reseca, y me parece que la imagen es lo bastante explícita como para obviar cualquier comentario.

En definitiva, creo que 2666 es una larga (tal vez demasiado, pero ese es Bolaño y al que no le guste, que lea Pedro Páramo) glosa de aquella frase de Shakespeare, en Macbeth: "La vida es un cuento contado por un idiota, llena de ruido de furia, que no significa nada."