sábado, septiembre 23, 2006

No es lo mismo

Definitivamente alguien nos ha cuenteado. Porque no, no es lo mismo... Desde siempre me hicieron creer que había una expresión bíblica –para más señas, una expresión de Jesús–, que decía: “El que no está conmigo está contra mí” (o contra nosotros, da igual). Recuerdo bien que en épocas de la Guerra Fría, unos y otros la utilizaban –explícita o embozadamente– para legitimar o consumar ese espantoso chantaje moral que los dos bandos ejercieron. “El que no está conmigo está contra mí”. O sea: no tenemos opción... Si queremos ser buenos chicos tenemos que firmar contrato a ciegas y ad eternum con usted, señor redentor del mal. (¿Verdad que ya no sorprende que ambos utilizaran exactamente el mismo argumento?)

Pues no. Revisando los Evangelios, resulta que la expresión de Jesús es muy diferente: “El que no está en mi contra, está conmigo.” Tan diferente es, que resulta cabalmente lo opuesto.

La primera afirmación es excluyente y lo coloca a uno en una disyuntiva: si no te doy mi adhesión (explícita, incondicional y eterna) te convertís automáticamente en mi enemigo. La segunda, por el contrario, es incluyente hasta el extremo de sugerir que solo aquellos que se coloquen conciente, abierta y declaradamente en mi contra, no están conmigo. Todos los demás –sabiéndolo o ignorándolo, queriéndolo o no–, están conmigo...

¿No es lo mismo, verdad?

jueves, septiembre 21, 2006

Los calzones del capitalismo

Se ha dicho muchas veces, pero ante el espectáculo siempre renovado de la canallada y el cinismo, renace el asombro y hay que repetirlo: ¿cómo diablos se las arreglan los adalides y defensores del capitalismo salvaje para taparle los calzones y hacer como si estos no estuvieran llenos de huecos? En otras palabras: ¿cómo pretenden convencernos –y cómo convencen a millones–, de que es normal, decente, inevitable, razonable, sensato –e inclusive “justo”–, que mientras unos cuantos naufragan en el hastío de la sobreabundancia, otros muchos –la gran mayoría– carezcan incluso de lo indispensable o sobrevivan en la precariedad? ¿Qué ocurre para que unos y otros –y los que no pertenecemos plenamente a ninguno de esos grupos– lleguemos a considerar que las cosas son irremediablemente así, y que cualquier iniciativa para cambiarlas está condenada de antemano al fracaso?
Sin pretender ser riguroso ni exhaustivo, se me ocurren al menos dos cosas.
En primer lugar está el ocultamiento, la negación. Está claro que los que se benefician más directamente del actual orden de cosas, procuran con todos sus medios –que son muchos– que la monstruosidad de lo que ocurre no salga a la luz, o que lo haga solo a medias y en discursos cifrados como la estadística. Otros aseguran que la obscenidad es hoy permanentemente expuesta en los medios, y que eso nos abruma y termina paralizándonos. Sostienen que esa es precisamente la intención de quienes nos bombardean de continuo con estas imágenes: aturdirnos, cegarnos, inmovilizarnos.
En cualquier caso, es innegable que este ocultamiento o negación cuenta con aliados, y que a él contribuye una debilidad humana (el que esté libre de pecado, lance la primera piedra) según la cual quienes están pasándola bien aborrecen todo lo que venga a turbar su bienestar. Mientras disfruta de una agradable cena, ¿quién no maldice al mendigo o al borrachito que se acerca a pedir unas monedas?
En segundo lugar debemos mencionar la creencia –tan difundida y arraigada– de que se hace todo lo posible para mejorar las cosas. Infinidad de cumbres, encuentros, foros, conferencias, simposios, debates, seminarios y talleres se dedican año tras año a discutir las formas de erradicar la miseria, combatir la pobreza, remediar la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en fin, a hacernos creer que existe una firme voluntad de cambiar las cosas. El ruido es tan grande y nuestro aturdimiento tan profundo, que rara vez nos detenemos a preguntarnos: ¿Pero será cierto que el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Interamericano de Desarrollo, la Agencia para el Desarrollo Internacional de los Estados Unidos, por citar solo algunas de las más conspicuas agencias, tienen de verdad algún interés en erradicar la pobreza? Rara vez nos detenemos a pensar: ¿Por qué, si se invierten miles de millones cada año, la situación permanece idéntica? Ante la evidencia de tanta inutilidad, uno se siente inclinado a pensar que esos miles de millones se invierten cada año, más bien, para que la situación permanezca idéntica. ¿O no?
Pues -¡atención!- aquí viene el otro elemento: erradicar la miseria y la pobreza, acabar con la exclusión, promover la justicia y la equidad y, en general, todos los altos y honorables fines que dicen perseguir organizaciones como las citadas arriba, es imposible si no se piensa al mismo tiempo en reducir la desigualdad, es decir, en redistribuir, es decir, en quitarle a unos para darle acceso a otros. No es necesario ser un especialista para saber que es impensable un mundo en el que todos los habitantes del planeta accedan a los niveles de consumo de que gozan hoy los ricos –no sé quién podrá creerlo, pero tampoco desearlo–. Así pues, resulta claro que los ricos deben consumir menos, mucho menos, y los más pobres más, bastante más, si queremos un mundo más decente.
Esos son, entonces, los calzones del capitalismo que se nos ocultan a diario mediante artificios retóricos, bombardeos mediáticos y mascaradas políticas.
Por otro lado, es indispensable estar prevenidos contra el engaño del simplismo. Suponer que es sencillo remediar los males que aquejan a la humanidad o que para lograrlo bastan solo mayor voluntad y decisión, es inaceptable. En un mundo tan complejo como el nuestro, se requieren también conocimientos, políticas, experiencias y, en fin, abundantes recursos para avanzar en una empresa semejante. Pero lo contrario es igualmente cierto: de nada valen las políticas, las experiencias, los conocimientos y los recursos, sino existe la decisión y la voluntad de que las cosas cambien.
Y esto es, precisamente, lo que hemos visto y vivido durante mucho tiempo y lo que continuamos viendo hoy.

martes, septiembre 19, 2006

pruebas

La duración de una prueba no es algo que decida la persona que está sometida a ella. Precisamente, parte del carácter de una prueba, es que no tenemos control sobre aquello que estamos viviendo. En esos trances, lo que se mide es más bien la capacidad de control sobre nosotros mismos en circunstancias adversas.

viernes, septiembre 15, 2006

LOS AGUAFIESTAS

A los artistas nunca se les queda bien. Siempre están molestos o quejándose por algo; siempre están buscando el lunar en la sopa y la mosca en la mejilla; siempre están inquietos o inconformes, irritables o furiosos. En las reuniones, suelen apartarse y mirar con avidez o desconfianza, o por el contrario, resultan energúmenos que no conocen límites para el baile, la bebida o los demás placeres. Son excesivamente callados o de una locuacidad exasperante. No conocen los términos medios –ni siquiera cuando comen carne-.
Descentrados y un poco excéntricos, arrebatados, rotos, los artistas son los aguafiestas en el festín de los poderosos y los que quieren convencernos de que todo marcha bien, los que viven diciéndonos que soportemos, que votemos por ellos, que sigamos siendo buenos porque el año entrante o cuando ellos decidan será todo mejor, maravilloso y bello. Los artistas son fermento pero también esperanza. Son de los primeros en apuntarse a las revoluciones, pero también de los primeros en abandonarlas. Por eso siempre los están matando.
No es que sean indiferentes a la belleza del mundo, ni que ignoren que la vida es un regalo único: por el contrario, diría que pocos tan sensibles como ellos. Pero están convencidos de que verdad y belleza van de la mano.
Y hay verdades duras, como la muerte, el dolor y la enfermedad; verdades amargas como la mezquindad y el egoísmo; verdades terribles como la maldad incubada por el odio; verdades ruines como la traición, y dolorosas como la decrepitud y el olvido; en fin, sabemos de sobra que la verdad no siempre es agradable. Pero aún las verdades más terribles, miradas a los ojos y de frente, revelan un destello de secreta hermosura, pues entonces podemos elevarnos sobre ellas y afirmar lo mejor de nosotros mismos.
En otras palabras: el artista no persigue la belleza sino la verdad, pero su búsqueda conduce a la belleza, porque nos revela que somos el odio y la posibilidad de trascenderlo, la traición y la posibilidad de la lealtad, el egoísmo y la posibilidad siempre abierta de encontrarnos.
No es que los artistas no mientan. Por el contrario, a menudo son grandes mentirosos; pero la mentira del arte –el artificio o la invención-, apuntan siempre a una verdad más honda. Lo detestable es la mentira que envilece, la mentira que corrompe, destruye, deforma, falsea y denigra lo humano. Y de ella, según nos enseña esa raza de artista como Dostoievski, Cortázar, Kundera, Picasso, Klee, Rivera, Satie, Kahlo, y tantos, tantos otros que admiro y amo, nadie está a salvo.
Lo dijo de modo insuperable Ernest Hemingway: “el verdadero, el único requisito para ser un escritor, es tener un buen detector de mierda.” Y más amigablemente, el japonés Kenzaburo Oé: “La segunda tarea más importante de la literatura es crear mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.” Yo haría extensivas ambas afirmaciones a todas las artes y a todos los artistas.
Desafortunadamente, vivimos en un mundo en el que muchas, demasiadas cosas, están podridas y huelen mal. La mentira, el engaño y la manipulación son monedas de pago. Por eso, a menudo escuchamos la risa burlona, los arrebatos de furia y los lamentos amargos de los creadores.
No es bonito que nos recuerden a cada paso lo que no anda bien, sobre todo cuando ese alguien no tiene autoridad, prestigio ni poder, ni sale en las revistas de moda ni anda en Mercedes Benz, y según dicen las malas lenguas, ni siquiera trabaja, y si lo hace, no gana bien... En fin, ¿qué demonios se creen esos melenudos para andar aguándonos la fiesta a las personas decentes?
Si alguna autoridad tiene el artista, es la de realizar esta búsqueda en su propio ser. Puede mirar y denunciar la mentira y la fealdad porque la reconoce y combate en su interior. El artista es un laboratorio ambulante, su vida es un experimento y su obra máxima. Al hacer de esta búsqueda un trabajo público, si un artista se engaña resulta grotesco. A veces los artistas se parecen a Pinocho, porque a ojos vistas les crece la nariz. Siendo, como suelen ser, vanidosos hasta la exasperación, el precio que pagan por hacer trampa es el de transformarse en monstruos afectados y ridículos.
Es verdad que a los artistas a veces los compran con embajadas y otros puestos, y los hay que terminan convirtiéndose en bufones o escribanos a sueldo, pero por cada uno de esos, aparecen muchos otros indóciles, molestos e inconformes.
Porque alguien tiene que hacer ese trabajo. Alguien tiene que decirnos que vivimos un sueño si creemos que todo marcha bien; alguien tiene que revelarnos la dignidad y la belleza de la insaciable búsqueda humana de la verdad, por dolorosa o terrible que esta sea; alguien tiene que recordarnos que la caca y la basura siguen aquí, dentro y con nosotros, y que nuestra vida será lo que hagamos con ellas, pues por más estaciones orbitales que se construyan, pasará mucho tiempo antes de que nos podamos ir. ¿A dónde?

1998.

viernes, septiembre 08, 2006

Escribir desde Centroamérica

Como bien decía Camilo José Cela: "Hemingway es Hemingway más los cañones norteamericanos...." Ser un gran creador -o siquiera un creador mediocre- es difícil en cualquier lugar del mundo, pero no es lo mismo ser francés o gringo (o en otra escala, mexicano, cubano o argentino) que centroamericano... Centroamerica no existe sino para nosotros mismos, pero nosotros tenemos los ojos puestos en Francia y en Estados Unidos. De modo que Centroamérica no existe para ni siquiera para nosotros. Esa ansiedad de putilla en horas de trabajo con la que los creadores centroamericanos nos apostamos en las aceras europeas y gringas esperando qe se fijen en nosotros, es uno de los rasgos más patéticos de nuestro medio, pero hasta cierto punto es comprensible. Después de todo, Centroamérica no existe: es una geografía, pero no una región; cinco países pero no cinco naciones...

viernes, septiembre 01, 2006

Las artes como "pensamiento negativo"

Ser productivo es hacer algo necesario, útil o enriquecedor para los demás. En este empeño nadie parte de cero, todos tomamos lo que la naturaleza y los otros seres humanos nos ofrecen, y lo transformamos con nuestros conocimientos, con nuestro trabajo y con nuestra perspectiva o sensibilidad. Toda actividad productiva es un intercambio en el que tomamos algo de nuestro entorno y lo transformamos para ofrecerlo a los demás... De ese intercambio extraemos la energía suficiente para vivir y reproducirnos.
Sin embargo, si nos preguntamos qué cosas son necesarias, útiles o enriquecedoras, tenemos que admitir que las respuestas difieren entre las personas, entre las clases sociales, entre las culturas y las épocas históricas –incluso en diferentes momentos de la vida de una persona–. ¿Cómo y por qué llegamos a apreciar lo que apreciamos, y a rechazar aquello que rechazamos? El tema de la construcción, transmisión y reproducción social de los valores se insinúa así en toda su importancia.
Un acercamiento inicial nos revela que en tanto organismos, en tanto materia viva, nuestro cometido primordial es perseverar, sobrevivir, perpetuarnos: "La ilusión de todo ser vivo es seguir vivo”, resume agudamente Jorge Wagensberg. Este mandato está inscrito a nivel genético y se manifiesta incluso en la vida celular. De esta forma la vida nos enseña a preferir las fórmulas probadas y demostradamente exitosas, antes que arriesgar o aventurarnos por otros caminos. Ser “conservadora” es –diríamos–, un aspecto importante de la “estrategia de sobrevivencia” de la vida. En general tendemos a valorar positivamente lo que nos afirma: en tanto organismos, en primer término, pero también en nuestras costumbres, valores y creencias.
Tomando en cuenta lo anterior, no es sorprendente que la mayoría de los productos, bienes y servicios que circulan –incluyendo desde luego los productos simbólicos, los discursos–, tengan como finalidad “afirmarnos”: satisfaciendo una necesidad, haciéndonos la vida más cómoda o más fácil, confirmando nuestras creencias y valores, etc.
Las clases más privilegiadas y las sociedades más ricas, los pueblos que históricamente gozaron de largas épocas de abundancia y las culturas aisladas durante períodos muy prolongados, nos ofrecen, sin embargo, abundante evidencia de que la pura afirmación de nuestros deseos, costumbres y creencias nos convierte en seres más vulnerables que aquellos otros sometidos a una cierta tensión entre el ser y el no ser, entre la seguridad y la precariedad, entre la permanencia y el cambio. La afirmación constante conduce a la atrofia, al aislamiento, al deterioro, a la parálisis o la entropía: en suma, a la muerte.
Hay, pues, una utilidad y un valor –para nada evidentes–, en aquellos productos o expresiones que no afirman sino ponen en entredicho nuestras inclinaciones, costumbres y creencias. A esas manifestaciones las llamamos pensamiento negativo. En las sociedades llamadas “tradicionales” –en el sentido antropológico del término–, los dementes están llamados a cumplir ese papel –el bufón quizás lo encarne a la perfección en el medioevo europeo–, mientras que en el orbe occidentalizado y tributario de la modernidad, ese ha sido uno de los cometidos de las artes.
Desde luego no todas las expresiones “artísticas” se inscriben dentro de esta perspectiva, ni solo ellas lo hacen. De la misma forma como a menudo encontramos en la filosofía, en la religión y quizás incluso en la ciencia, expresiones de esta actitud o posición, existe también una enorme cantidad de manifestaciones artísticas encaminadas a reafirmar nuestras inclinaciones, costumbres y creencias, en suma, los valores dominantes de una época, de un grupo, de una clase social.
Un elemento común a todas las manifestaciones del pensamiento negativo, es que aspiran a transportarnos a un punto entre lo conocido y lo desconocido, entre lo viejo y lo nuevo, entre la afirmación de lo que somos y su cuestionamiento o negación. Esas manifestaciones desafían nuestros límites, nos incitan a ir más lejos, a no darnos por satisfechos con lo que percibimos, creemos y creemos saber. Por ello, siempre producen un cierto extrañamiento que nos hace ver el mundo con ojos nuevos, redescubriéndonoslo. Quienes entienden esto solo desde una perspectiva superficial, a menudo lo confunden con la búsqueda de “originalidad”, y otros, más despistados aún, con la simple “novedad”.
Por otra parte, el valor –no el monetario, sino el valor social-, de nuestros productos está determinado por su aceptación. Si lo que hacemos es gustado y aceptado, podemos decir que es valioso para los demás. (El objetivo del mercadeo es lograr que la gente conozca algo, y el de la publicidad, persuadirnos de su valor. Desde ambas perspectivas los otros interesan solo en su condición de –y son reducidos a– potenciales consumidores...)
En virtud de esa suerte de inercia que, como vimos, nos compele a la repetición, a la afirmación mecánica de lo ya conocido y probado, las manifestaciones del pensamiento negativo no gozan en general de aceptación. Aunque el análisis nos revele su utilidad social, esta no puede calibrarse, como en otros casos, por la aceptación que obtienen, al menos en términos inmediatos. Por ello deben ser valoradas con otros parámetros. (Desde luego, a contrapelo de lo que muchos creen, su valor tampoco es correlativo al rechazo que conciten o a la indiferencia con que se los reciba.) En otras palabras, el valor social de estos productos o manifestaciones no es adecuadamente captado, reflejado ni expresado por las leyes del mercado.
¿Cómo han existido en diferentes épocas y momentos históricos estas manifestaciones? ¿Qué parámetros pueden o deben ser utilizados para ponderar su valor o “utilidad” social? ¿Cómo garantizar la existencia de estos productos y manifestaciones? Aunque pertinentes, tales preguntas nos alejarían del terreno de esta reflexión.
Al lado de la repetición de lo ya conocido y demostradamente exitoso, la afirmación y perpetuación de la vida requiere de la búsqueda, de la transformación y el cambio constantes. Desde esta perspectiva, las artes y demás manifestaciones del pensamiento negativo son potencialmente análogas a lo que, en el plano biológico, vienen a ser las mutaciones.
¿Puede pensarse en algo más parecido a una “mutación” que lo ocurrido al Imperio Romano tras la conversión al cristianismo de Constantino? ¿No es acaso una “mutación” de lo que se entendía por “belleza” lo ocurrido en Florencia en los siglos XV y XVI, o en Paris en las últimas décadas del XIX? ¿No fue el inicio del siglo XX europeo de “mutación” constante, en ese mismo sentido? ¿Y no propició el llamado boom una “mutación” completa de la narrativa hispanoamericana?
En todos estos casos el patrón es similar: una expresión o manifestación del pensamiento negativo es, en muy corto tiempo, convertida en modelo, paradigma o patrón a imitar. El antivalor deviene en valor; aquello que se percibía como algo “ajeno”, “amenazante”, y “externo”, o bien como ridículo e indigno de tomarse en consideración, se revela bruscamente como lo opuesto, revelándonos, de paso, un mundo nuevo, una nueva forma de percibir el mundo y la vida, nuevos horizontes y posibilidades. Por unos instantes, la libertad centellea y nos revela algo hasta entonces desconocido de nosotros mismos. ¿No es, acaso, un destello de nuestra propia, humana y modesta libertad lo que entrevemos en esos trances? Somos libres para cambiar, es el mensaje que nos decimos en tales momentos críticos, dramáticos. Las ataduras son mentales; la libertad vive en nosotros, es nuestra, somos de ella.
Aunque marginal –en el sentido de que por definición será minoritario y se mantendrá fuera de las corrientes principales de cada época o momento histórico–, esa tarea, ese papel de incómodo aguijón que nos pica cuando nos sentimos demasiado conformes, satisfechos o asentados en nuestras costumbres, creencias y valores, tiene un valor y una utilidad social: es la posibilidad de cambio y el cambio como posibilidad lo que se quiere significar.
La condición para que el cambio opere como metáfora de la libertad, es que sea una excepción y no la regla. Es una paradoja de la modernidad –ampliamente señalada por filósofos y pensadores de las más variadas orientaciones– que, al erigir el “cambio” en valor central, nuestra época termina despojándolo de significado y convirtiéndolo en una pura repetición igualmente mecánica y vacía. Peor aún, el cambio es convertido en simple recurso o herramienta comercial. Como en una siniestra frase orwelliana en la que las palabras invierten su sentido, hoy podemos decir que el cambio es repetición.
En un contexto como este, ¿cuáles son los posibles caminos para el pensamiento negativo?
Con su amplio repertorio de recursos discursivos, la sensibilidad posmoderna esbozó una tentativa de respuesta: el distanciamiento irónico, el pastiche, la transposición y fusión de estilos, técnicas y procedimientos de origen diverso... No obstante, esta tentativa quedó de alguna forma atrapada en los engranajes del mecanismo que pretendía impugnar, al proponerse, asimismo, como ruptura, renovación o novedad. El auge de los “culturalismos” puede interpretarse también como un esbozo de respuesta: si el cambio es repetición, la única forma de cambiar es una suerte de “retorno a los orígenes”. No obstante, sabemos que esa mirada suele estar distorsionada por el sentimiento romántico de nostalgia por una pasado idealizado.
Pero no se trata de reiterar aquí las contradicciones de la modernidad, ni mucho menos de emprender una revisión de los discursos del arte a inicios del siglo XXI.
Antes bien, la única pretensión de estos apuntes, es reiterar la utilidad e importancia de todas las manifestaciones de eso que hemos venido llamando pensamiento negativo, cuyo valor social, a contrapelo de lo que ocurre con la inmensa mayoría de los bienes, servicios y productos que consumimos, no puede ser medido por su aceptación. Estas expresiones escapan a la lógica del mercado, y constituyen una suerte de metáfora de la libertad humana: el cambio como posibilidad y la posibilidad del cambio.