miércoles, mayo 16, 2012

CON ADONIS EN RABAT

Mi ignorancia es tan enorme que desconocía todo sobre el gran poeta sirio libanés Eli Esber, mejor conocido por su seudónimo Adonis. No obstante, tuve la suerte de coincidir con él en Rabat, en el marco de la Semana de las Letras en Español organizada por el Instituto Cervantes. Tuve también la suerte de que Clara Janés me sacara un poquito de mi ignorancia haciéndome ver la gran oportunidad que representaba escucharlo, y prolongué mi estadía en la ciudad con ese propósito. Adonis hizo una lectura de poemas y sostuvo un animado encuentro con el público. El auditorio estaba abarrotado, en gran parte por jóvenes, en gran parte por mujeres, todos ansiosos por escuchar su poesía y sus opiniones sobre los acontecimientos en Siria y en el mundo árabe. Fue fácil comprender los motivos de su bien cimentada reputación.

Federico Arbós  Ayuso y Adonis (Eli Esber) en Rabat

El evento inició con una lectura a dos voces, en la que el poeta estuvo acompañado por el traductor de sus poemas al español, el director del Cervantes en Rabat, Federico Arbós Ayuso, quien leyó en nuestra lengua algunos poemas; lo siguió Adonis, en árabe. La lectura fue breve, pues los asistentes estaban ansiosos por entablar diálogo con el poeta.

Esber respondió generosamente a las inquietudes y preguntas del público sobre los tópicos más variados: desde los puramente poético-literarios, hasta los de la candente actualidad política de su país y del mundo árabe.

Fascinante su explicación de la poesía árabe como una tradición en la que prevalece la exaltación de lo corpóreo y material, en contraposición con buena parte de la poesía europea (y occidental, en sentido amplio), en donde las ideas y la abstracción  a menudo se imponen.

Pero  el auditorio quiso rápidamente escuchar sus opiniones políticas. Escuchándolo, tuve la impresión de entender, por primera vez, la posición trágica de los demócratas del mundo árabe, acorralados entre la voracidad de las corporaciones petroleras y el fundamentalismo religioso de los islamistas. Para un árabe como Esber, orgulloso de la civilización islámica, de sus aportes en las ciencias  y las artes, es -y así lo dijo- ridículo e indignante que buena parte de la discusión política ahí gire alrededor de temas tan banales como si las mujeres pueden o no conducir coches. Con idéntica dureza criticó la hipocresía de Europa y los Estados Unidos, que con el pretexto de defender los derechos humanos, orquestan las más desfachatadas intervenciones militares para proteger sus intereses económicos  y estratégicos, mientras históricamente han aupado a una legión de déspotas, emires y tiranuelos de la más baja estofa, violadores consuetudinarios de esos mismos derechos.




lunes, mayo 14, 2012

ROAD TO KABUL

El  cine Royal, en una de las principales avenidas de Rabat, es un viejo y hermoso edificio de los años cincuenta o sesenta. La sala es enorme, de tres pisos, con unas (calculo) 600 ó 700 butacas. Un cartel me informa que Road to Kabul alcanza ya su tercera semana de proyección; otro me indica que la semana próxima iniciará la exhibición de otra película.

Es sábado, sesión de las tres de la tarde. La sala está bastante llena y el público son hombres y mujeres marroquíes de todas las edades. La sala cuenta con un solo proyector, de modo que, cuando debe cambiarse el rollo de película, la proyección se interrumpe, las luces de la sala se encienden, y los parlantes emiten música árabe contemporánea. La cinta está subtitulada al francés, lo que me permite seguir bastante bien los diálogos. 


- O -


Cuatro  amigos residentes en una gran ciudad marroquí --¿Casablanca, Rabat, Marrakech?-- resuelven emigrar a Europa. No se trata de jóvenes veinteañeros sino de hombres en sus treintas, cuya vida no ha terminado de arrancar. Trabajan precariamente, ninguno ha hecho familia, y su afición y actividad principal es fumar hachís. Esto los coloca bajo la bota y el chantaje permanente de un corrupto policía local. Dada su afición por el hachís, escogen Holanda como destino final. Para emigrar, entran en contacto con un pillo y estafador quien, por una enorme suma de dinero, se compromete a hacerlos llegar a su destino. Les asegura que, para evitar los controles migratorios europeos,  la forma de llegar a Holanda es vía oriente medio, Turkmenistán, etc. Los amigos intentan reunir el dinero pero comprenden que será imposible  hacerlo y deciden que uno solo de ellos sea quien viaje; una vez en Holanda, él se encargará de conseguir y enviarles el dinero para que los demás se le unan. Tras someterlo a la suerte, uno de ellos resulta elegido y emprende viaje. Tras varios meses sin recibir noticias suyas, los amigos  lo descubren por casualidad en la imagen de un telenoticiario originada en Afganistán. El viajero, quien asume que la nota será vista por sus amigos en Marruecos, se dirige a la cámara vocalizando un silencioso pedido de auxilio. 

Sin más, los tres amigos resuelven partir al rescate del amigo extraviado. Lo primero que hacen es buscar al pillo estafador que prometió hacerlo llegar a Holanda, a quien someten y obligan a viajar con ellos. A este grupo se suma la madre del amigo perdido, una mujer mayor que gana buen dinero en oficios adivinatorios y de brujería.

En la frontera entre Afganistan y Turkmenistan el grupo es interceptado por una patrulla militar que los despoja de todas sus pertenencias, incluyendo la ropa. Se salva de la humillación la madre del amigo, ausente en ese momento. Tras robar unos hiyabs a una mujer que los lavaba en el río, los cuatro amigos se visten con ellos. Disfrazados de mujeres, consiguen llegar a un pueblo remoto en Afganistán. Ahí son ayudados por un niño cuyo padre y madre han muerto (en la guerra, se sobre entiende) y a quien el grupo termina adoptando. Ahí también se reencuentran casualmente con la madre del amigo buscado.

Lo primero que hacen los viajeros es comprar ropas masculinas. Uno de ellos es comisionado para ir al pueblo y regresa con unos trajes anaranjados idénticos a los que llevan los prisioneros en Guantánamo. Vestidos así, los cuatro hombres salen a la aldea para proseguir su viaje. Sin embargo, dos soldados norteamericanos los descubren y persiguen. El grupo consigue huir de la pequeña y miserable aldea.

Tras su huída, entran en contacto con una banda de traficantes de armas afganos, a quienes hacen creer que comprarán armamentos. Tras algunas negociaciones, los traficantes adivinan el engaño y tratan de matarlos. Pero los amigos consiguen huir. En su huida, encuentran a un hombre secuestrado por los traficantes, a quien liberan tras algún titubeo. Resulta ser un desertor del ejército  norteamericano -se trata al parecer de un musulmán, ¡llamado John Wayne!-, que se ha enamorado locamente de una bella mujer afgana. A pesar de haber sido salvado por el grupo marroquí (y el niño afgano), John Wayne traiciona a sus libertadores y huye en el precario  vehículo que ellos, a su vez, habían robado para huir.

El grupo debe adentrarse en las montañas a pie. Tras sortear un campo minado, son capturados por una patrulla del ejército norteamericano y llevados a una base militar de ese país. Ahí son torturados para que confiesen su vinculación con los terroristas, incluso la vieja señora. Los militares norteamericcanos resuelven trasladar a los prisioneros a Guantánamo. (Las secuencias de la tortura hacen referencia explícita a las fotografías de la prisión de Abu Ghraib que todos conocimos.) La noche antes del traslado, el jefe militar de la base llega a fumar hachis con ellos. Aprovechando un descuido de los celadores, el grupo consigue escapar.

De nuevo en la huida, el grupo llega a un sitio donde se alzan unas gigantescas estatuas de piedra, parcialmente destruidas. Justo cuando ellos las admiran y se preguntan quién podría haberlas destruido, las esculturas terminan de volar en pedazos alcanzadas por misiles. Pronto, el grupo de viajeros se ve rodeado por el grupo de talibanes que disparó los misiles. Los capturan y, tras un juicio absurdo en el curso del cual les leen la ley del país (constituida por tres únicos artículos, en el primero de los cuales ya son declarados culpables, mientras que en el tercero les piden perdón en el caso de haberse equivocado y ser inocentes), los viajeros son, efectivamente, condenados a morir a la mañana siguiente, acusados de colaborar con los invasores norteamericanos. En vano, ruegan clemencia argumentando que son devotos del mismo Profeta y de la misma fe.

Justo cuando la sentencia va a ejecutarse, una orden externa conmuta la pena. Un emisario los lleva ante quien ha resuelto salvarlos en el último momento y es... ¡el amigo perdido! No tiene relación directa con los talibanes sino que se ha convertido en un experto catador de hachís. En esa condición, ha intercedido por ellos y conseguido su liberación. Reencuentro feliz de los amigos, y de la madre con su hijo. Fin.

Colofón: carteles en la pantalla nos informan de la suerte de los personajes tras su regreso a Marruecos. No recuerdo bien la de todos, salvo la de aquel que  fue a Afganistán. De él, se nos dice que decidió regresar a ese país, para continuar ejerciendo su oficio de catador de hachís. Se nos dice también que su madre volvió a ir a Afganistán en su búsqueda.

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Cuando termina la proyección y abandono la sala, hay una fila considerable de gente esperando para hacer su ingreso a la siguiente sesión.

En el tratamiento que el director ha dado a esta rocambolesca trama,  predominan los acentos picarescos. No obstante, la película bascula entre este tono y el filme de aventuras. Las escenas en que los hombres deben vestirse de mujeres hacen las delicias del público (especialmente de las chicas, me parece).  Durante las escenas de tortura que evocan las  imágenes de Abu Ghraib, la sala se mantiene en absoluto silencio y advierto (o imagino) la tensión entre los espectadores. No ocurre lo mismo cuando los protagonistas son sentenciados a muerte por los talibanes. El código de la ley bajo el cual son juzgados los personajes, suscita la ruidosa carcajada de algunos espectadores (yo entre ellos).

Interpreto que, a los ojos de los personajes (y espectadores) marroquíes, Afganistán resulta una tierra remota, pobrísima y, en algún sentido, ajena y semi-bárbara. En su aventura afgana el grupo se encontrará con diversos connacionales, incluyendo el abogado que debe "defenderlos" en el juicio al que son sometidos por los talibanes, quien, tras leerles la "ley" constituida por los tres artículos que mencioné, les pide dulce y amablemente firmar su confesión, sin darles otra alternativa.

La producción es relativamente pobre, aunque los responsables se han esforzado para que las escenas de persecuciones, explosiones y tiroteos (hay bastantes) alcancen cierto realismo. En una escena, aparecen dos o tres helicópteros. Los soldados y oficiales norteamericanos son, en algunos casos, interpretados por personas de fenotipo sajón; en otros (presumo) por marroquíes que hablan inglés. Los norteamericanos que interpretan a los oficiales tienen, casi todos, rostros y expresiones muy lejanos de los de un militar, más parecidos a los de alcohólicos, vagabundos o ex-hippies estacionados en Marruecos. En cierta escena, los uniformes de los oficiales fueron reemplazados por uniformes de pilotos aviación civil.

La historia tiene vacíos y elipsis difíciles de encajar, como la que hace pasar a los personajes de la ciudad marroquí donde viven, a la frontera entre Afganistán y Turkmenistán, o los mágicos reencuentros con la madre del amigo perdido cada vez que el grupo se disgrega. No obstante, los espectadores parecen asimilarlo todo sin protestar.

Comparto el enlace al trailer de la película: http://www.youtube.com/watch?v=0BFlqo0zKIw De paso, apunto que el trailer sugiere de manera equívoca que se trata de una película de acción, omitiendo la dimensión picaresca y cómica del tratamiento. El cartel publicitario en el cine, por el contrario, enfatiza este último aspecto, pues muestra a cuatro hombres en calzoncillos y camisetas en una carretera en medio de un desolado paisaje montañoso que asociamos fácilmente con Afganistán.








jueves, mayo 10, 2012

ESCRITOR Y CIUDADANO

Anoche tuve la dicha de participar en la mesa redonda que, con este título, organizó el Instituto Cervantes en Rabat, Marruecos, en el marco de la I Semana de las Letras en Español. Me correspondió compartir la mesa con Clara Janés (España), Jorge Volpi (México) y Ricardo Sumalabia (Perú). Doble dicha. Y triple todavía, pues el moderador fue mi buen amigo, el poeta mexicano Jorge Valdéz Díaz-Vélez, quien en su errancia diplomática recala ahora por estos rumbos.



Me parece que hace 30 años o más, el título de nuestra mesa redonda habría sido “Literatura y revolución”. El que hoy se titule “Escritor y ciudadano”, es revelador del signo de los tiempos y del giro que dio el debate político desde entonces.

Pero no se me malinterprete: de ninguna forma estoy expresando algún tipo de nostalgia por la utopía revolucionaria, ni, menos aún, por el tono del debate político que prevalecía antes del derrumbe del mundo soviético.

Todo lo que quiero poner de manifiesto, es la semejanza entre el tema de nuestra conversación, y aquel otro debate que décadas atrás hizo correr ríos de tinta, y acerca del cual todo escritor (o aspirante a serlo), debía pronunciarse y tomar partido.

Un resumen apretado de las posiciones en dicho debate, sería el siguiente: (1) El hecho literario debe ponerse al servicio de la causa revolucionaria. (2) Salvaguaradando la autonomía estética del hecho literario, el escritor tiene responsabilidades políticas y debe poner su voz al servicio de la causa revolucionaria. (3) La revolución me importa un pito y usted, señor, haga el favor de dejarme en paz.

Creo que, sin forzar demasiado las cosas, cabe hablar de las mismas posiciones en relación con la conciencia y el compromiso ciudadanos como fundamento de la convivencia democrática.

En otras palabras: existen los escritores que conciben y crean su obra literaria en función de fortalecer esa conciencia y debatir en torno a los problemas de la convivencia democrática; los escritores (o escritoras) que no necesariamente escriben sobre los problemas políticos y la vida democrática de su país o de otros países, pero en cambio no dudan en participar activamente en el debate ciudadano y político, valiéndose de la visibilidad social y el prestigio que les confiere su calidad de “escritores” e “intelectuales”, y por último, aquellos escritores y escritoras a quienes el debate político y ciudadano no les interesa y, en consecuencia, no participan de él.

Confieso que, cuando recibí la invitación del Instituto Cervantes y comencé a reflexionar sobre el tema, mi primera impresión fue que yo pertenecía al tercer tipo de escritor, pero conforme ahondé en mi reflexión, consideré que pertenecía a la segunda categoría, para concluir finalmente, no sin sorpresa, que tal vez pertenezco más bien a los escritores del primer tipo.

Me explico:

Desde que comencé a escribir y publicar libros, hace más de veinticinco años, lo he hecho obedeciendo a necesidades e impulsos de carácter emocional, íntimo e inclusive psicológico, en una búsqueda pasional cuyo fin último es la comunicación con esa entidad fantasmática que construimos los escritores en nuestra imaginación, a la que llamamos El Lector o La Lectora.

En otras palabras: entre las motivaciones que me han impulsado a escribir mis libros, no figura, no ha figurado, la búsquda deliberada de fortalecer la conciencia ciudadana ni de enriquecer el debate político.

Poco después caí en la cuenta de que, no obstante lo anterior, en diversos momentos, durante los últimos años, no he dudado en manifestarme públicamente acerca de los problemas y dilemas que vive mi país. Desde hace muchos años, he escrito regularmente artículos de opinión en la prensa escrita; aunque los temas son variados y por ningún motivo me impongo el comentario de la actualidad política, tampoco he renunciado a hacerlo cuando me sentido inclinado a ello.

En cierta momento especialmente convulso de la vida política de Costa Rica, figuré entre los colaboradores habituales de la sección de un telenoticiario en donde personalidades de las artes, la política e inclusive los deportes, opinábamos acerca de lo que ocurría en el país.

Debo decir, sin embargo, que mis participaciones en el debate político de mi país (si puede llamarse participaciones a mis intervenciones esporádicas en ese sentido, y si puede llamarse debate político a lo que tiene lugar en Costa Rica) no han obedecido a un compromiso ideológico-político definido, ni mucho menos a una militancia partidaria.

Más bien, han sido una respuesta o una toma de posición personales ante eventos de la vida pública. En ese sentido, mi posición se parecería a la de un francotirador enloquecido que hoy dispara a los de un bando, mañana a los del otro, y pasado mañana a los de más allá. En más de una ocasión también he disparado contra los francotiradores como yo, e inclusive contra mí mismo...

En este punto de mi reflexión me pareció que mi posición correspondía, más bien, a la de aquellos escritores cuya obra no se inscribe en el debate político, pero no rehusan participar en él en su condición de ciudadanos.

Sin embargo, recordé enseguida la transformación que, para la concepción de lo político, supuso la irrupción de los feminismos, con la impugnación de los límites entre lo privado y lo público, y la inclusión de lo privado como una esfera más de lo político.

Recordé también algo de mis ya añejos estudios de filosofía, en concreto de la “teoría de la acción comunicativa” de Jürgen Habermas, según la cual toda enunciación verbal queda inscrita, necesaria y fatalmente, dentro de las coordenadas de verdad y falsedad -y por tanto de justicia e injusticia, del bien y del mal-, del sujeto que la enuncia.

Asimismo, vino a mi memoria una frase del escritor japonés Kenzaburo Oé, que siempre me ha parecido esclarecedora de mi propia posición. Dice así: “La segunda tarea más importante de la literatura, es crear mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.”

Considerando estas tres últimas perspectivas, a saber: (a) La impugnación de los límites entre lo privado y lo público obrada por el feminismo y otros movimientos políticos propios de la “posmodernidad”; (b) La idea de que nuestras palabras son inevitablemente políticas en tanto se inscriben dentro de una noción de verdad y de falsedad, de justicia e injusticia, y (c ) Que la contestación de creencias y mitos socialmente extendidos debe considerarse también una práctica política..., no me quedó más remedio que admitir que, gran parte de mis libros y de mi trabajo como escritor, responden a motivaciones políticas y aspiran, de alguna forma, a enriquecer la conciencia y el debate ciudadanos.

Aunque los temas de mis libros son variados, y aunque su escritura responde a las motivaciones emocionales y estéticas que mencioné al principio, nacen también de la convicción de que, leyéndolos, el lector o lectora accederá a un recodo, a una perspectiva o a un aspecto de la realidad que ha sido silenciado, escamoteado o negado por la mayoría o por la visión socialmente domininante... Esa realidad negada o silenciada o escamoteada, puede ser del ámbito de lo público o de lo privado (inclusive de lo intrapsíquico), pero ya hemos visto que estas dimensiones deben incluirse dentro de una concepción integral de lo político.

Hay en mis libros un afán impugnador de mitos y creencias, como quería Kenzaburo Oé; hay un deseo de hacer visibles aspectos o dimensiones de la realidad usualmente escamoteados, y, en esa medida, hay un compromiso con la verdad y, en sentido amplio, con la justicia. Desde esta perspectiva, mis libros aspiran a enriquecer la conciencia crítica -o mejor dicho, la conciencia sin adjetivos- de aquellas personas que los lean.

Así considerado nuestro asunto, debo concluir que mi actividad literaria tiene una dimensión política y obedece a un compromiso, digámoslo así, “ciudadano”, aunque quizás preferiría llamarlo, simplemente, “humano”.