Anoche tuve la dicha de participar en la mesa redonda que, con este título, organizó el Instituto Cervantes en Rabat, Marruecos, en el marco de la I Semana de las Letras en Español. Me correspondió compartir la mesa con Clara Janés (España), Jorge Volpi (México) y Ricardo Sumalabia (Perú). Doble dicha. Y triple todavía, pues el moderador fue mi buen amigo, el poeta mexicano Jorge Valdéz Díaz-Vélez, quien en su errancia diplomática recala ahora por estos rumbos.
Me
parece que hace 30 años o más, el título de nuestra mesa redonda
habría sido “Literatura y revolución”. El que hoy se titule
“Escritor y ciudadano”, es revelador del signo de los tiempos y
del giro que dio el debate político desde entonces.
Pero
no se me malinterprete: de ninguna forma estoy expresando algún tipo
de nostalgia por la utopía revolucionaria, ni, menos aún, por el
tono del debate político que prevalecía antes del derrumbe del
mundo soviético.
Todo
lo que quiero poner de manifiesto, es la semejanza entre el tema de
nuestra conversación, y aquel otro debate que décadas atrás hizo
correr ríos de tinta, y acerca del cual todo escritor (o aspirante a
serlo), debía pronunciarse y tomar partido.
Un
resumen apretado de las posiciones en dicho debate, sería el
siguiente: (1) El hecho literario debe ponerse al servicio de la
causa revolucionaria. (2) Salvaguaradando la autonomía estética del
hecho literario, el escritor tiene responsabilidades políticas y
debe poner su voz al servicio de la causa revolucionaria. (3) La
revolución me importa un pito y usted, señor, haga el favor de
dejarme en paz.
Creo
que, sin forzar demasiado las cosas, cabe hablar de las mismas
posiciones en relación con la conciencia y el compromiso ciudadanos
como fundamento de la convivencia democrática.
En
otras palabras: existen los escritores que conciben y crean su obra
literaria en función de fortalecer esa conciencia y debatir en torno
a los problemas de la convivencia democrática; los escritores (o
escritoras) que no necesariamente escriben sobre los problemas
políticos y la vida democrática de su país o de otros países,
pero en cambio no dudan en participar activamente en el debate
ciudadano y político, valiéndose de la visibilidad social y el
prestigio que les confiere su calidad de “escritores” e
“intelectuales”, y por último, aquellos escritores y escritoras
a quienes el debate político y ciudadano no les interesa y, en
consecuencia, no participan de él.
Confieso
que, cuando recibí la invitación del Instituto Cervantes y comencé
a reflexionar sobre el tema, mi primera impresión fue que yo
pertenecía al tercer tipo de escritor, pero conforme ahondé en mi
reflexión, consideré que pertenecía a la segunda categoría, para
concluir finalmente, no sin sorpresa, que tal vez pertenezco más
bien a los escritores del primer tipo.
Me
explico:
Desde
que comencé a escribir y publicar libros, hace más de veinticinco
años, lo he hecho obedeciendo a necesidades e impulsos de carácter
emocional, íntimo e inclusive psicológico, en una búsqueda
pasional cuyo fin último es la comunicación con esa entidad
fantasmática que construimos los escritores en nuestra imaginación,
a la que llamamos El Lector o La Lectora.
En
otras palabras: entre las motivaciones que me han impulsado a
escribir mis libros, no figura, no ha figurado, la búsquda
deliberada de fortalecer la conciencia ciudadana ni de enriquecer el
debate político.
Poco
después caí en la cuenta de que, no obstante lo anterior, en
diversos momentos, durante los últimos años, no he dudado en
manifestarme públicamente acerca de los problemas y dilemas que vive
mi país. Desde hace muchos años, he escrito regularmente artículos
de opinión en la prensa escrita; aunque los temas son variados y por
ningún motivo me impongo el comentario de la actualidad política,
tampoco he renunciado a hacerlo cuando me sentido inclinado a ello.
En
cierta momento especialmente convulso de la vida política de Costa
Rica, figuré entre los colaboradores habituales de la sección de un
telenoticiario en donde personalidades de las artes, la política e
inclusive los deportes, opinábamos acerca de lo que ocurría en el
país.
Debo
decir, sin embargo, que mis participaciones en el debate político de
mi país (si puede llamarse participaciones a mis intervenciones
esporádicas en ese sentido, y si puede llamarse debate político a
lo que tiene lugar en Costa Rica) no han obedecido a un compromiso
ideológico-político definido, ni mucho menos a una militancia
partidaria.
Más
bien, han sido una respuesta o una toma de posición personales ante
eventos de la vida pública. En ese sentido, mi posición se
parecería a la de un francotirador enloquecido que hoy dispara a los
de un bando, mañana a los del otro, y pasado mañana a los de más
allá. En más de una ocasión también he disparado contra los
francotiradores como yo, e inclusive contra mí mismo...
En
este punto de mi reflexión me pareció que mi posición
correspondía, más bien, a la de aquellos escritores cuya obra no se
inscribe en el debate político, pero no rehusan participar en él en
su condición de ciudadanos.
Sin
embargo, recordé enseguida la transformación que, para la
concepción de lo político, supuso la irrupción de los feminismos,
con la impugnación de los límites entre lo privado y lo público, y
la inclusión de lo privado como una esfera más de lo político.
Recordé
también algo de mis ya añejos estudios de filosofía, en concreto
de la “teoría de la acción comunicativa” de Jürgen Habermas,
según la cual toda enunciación verbal queda inscrita, necesaria y
fatalmente, dentro de las coordenadas de verdad y falsedad -y por
tanto de justicia e injusticia, del bien y del mal-, del sujeto que
la enuncia.
Asimismo,
vino a mi memoria una frase del escritor japonés Kenzaburo Oé, que
siempre me ha parecido esclarecedora de mi propia posición. Dice
así: “La segunda tarea más importante de la literatura, es crear
mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.”
Considerando
estas tres últimas perspectivas, a saber: (a) La impugnación de los
límites entre lo privado y lo público obrada por el feminismo y
otros movimientos políticos propios de la “posmodernidad”; (b)
La idea de que nuestras palabras son inevitablemente políticas en
tanto se inscriben dentro de una noción de verdad y de falsedad, de
justicia e injusticia, y (c ) Que la contestación de creencias y
mitos socialmente extendidos debe considerarse también una práctica
política..., no me quedó más remedio que admitir que, gran parte
de mis libros y de mi trabajo como escritor, responden a motivaciones
políticas y aspiran, de alguna forma, a enriquecer la conciencia y
el debate ciudadanos.
Aunque
los temas de mis libros son variados, y aunque su escritura responde
a las motivaciones emocionales y estéticas que mencioné al
principio, nacen también de la convicción de que, leyéndolos, el
lector o lectora accederá a un recodo, a una perspectiva o a un
aspecto de la realidad que ha sido silenciado, escamoteado o negado
por la mayoría o por la visión socialmente domininante... Esa
realidad negada o silenciada o escamoteada, puede ser del ámbito de
lo público o de lo privado (inclusive de lo intrapsíquico), pero ya
hemos visto que estas dimensiones deben incluirse dentro de una
concepción integral de lo político.
Hay
en mis libros un afán impugnador de mitos y creencias, como quería
Kenzaburo Oé; hay un deseo de hacer visibles aspectos o dimensiones
de la realidad usualmente escamoteados, y, en esa medida, hay un
compromiso con la verdad y, en sentido amplio, con la justicia. Desde
esta perspectiva, mis libros aspiran a enriquecer la conciencia
crítica -o mejor dicho, la conciencia sin adjetivos- de aquellas
personas que los lean.
Así
considerado nuestro asunto, debo concluir que mi actividad literaria
tiene una dimensión política y obedece a un compromiso, digámoslo
así, “ciudadano”, aunque quizás preferiría llamarlo,
simplemente, “humano”.