jueves, mayo 10, 2012

ESCRITOR Y CIUDADANO

Anoche tuve la dicha de participar en la mesa redonda que, con este título, organizó el Instituto Cervantes en Rabat, Marruecos, en el marco de la I Semana de las Letras en Español. Me correspondió compartir la mesa con Clara Janés (España), Jorge Volpi (México) y Ricardo Sumalabia (Perú). Doble dicha. Y triple todavía, pues el moderador fue mi buen amigo, el poeta mexicano Jorge Valdéz Díaz-Vélez, quien en su errancia diplomática recala ahora por estos rumbos.



Me parece que hace 30 años o más, el título de nuestra mesa redonda habría sido “Literatura y revolución”. El que hoy se titule “Escritor y ciudadano”, es revelador del signo de los tiempos y del giro que dio el debate político desde entonces.

Pero no se me malinterprete: de ninguna forma estoy expresando algún tipo de nostalgia por la utopía revolucionaria, ni, menos aún, por el tono del debate político que prevalecía antes del derrumbe del mundo soviético.

Todo lo que quiero poner de manifiesto, es la semejanza entre el tema de nuestra conversación, y aquel otro debate que décadas atrás hizo correr ríos de tinta, y acerca del cual todo escritor (o aspirante a serlo), debía pronunciarse y tomar partido.

Un resumen apretado de las posiciones en dicho debate, sería el siguiente: (1) El hecho literario debe ponerse al servicio de la causa revolucionaria. (2) Salvaguaradando la autonomía estética del hecho literario, el escritor tiene responsabilidades políticas y debe poner su voz al servicio de la causa revolucionaria. (3) La revolución me importa un pito y usted, señor, haga el favor de dejarme en paz.

Creo que, sin forzar demasiado las cosas, cabe hablar de las mismas posiciones en relación con la conciencia y el compromiso ciudadanos como fundamento de la convivencia democrática.

En otras palabras: existen los escritores que conciben y crean su obra literaria en función de fortalecer esa conciencia y debatir en torno a los problemas de la convivencia democrática; los escritores (o escritoras) que no necesariamente escriben sobre los problemas políticos y la vida democrática de su país o de otros países, pero en cambio no dudan en participar activamente en el debate ciudadano y político, valiéndose de la visibilidad social y el prestigio que les confiere su calidad de “escritores” e “intelectuales”, y por último, aquellos escritores y escritoras a quienes el debate político y ciudadano no les interesa y, en consecuencia, no participan de él.

Confieso que, cuando recibí la invitación del Instituto Cervantes y comencé a reflexionar sobre el tema, mi primera impresión fue que yo pertenecía al tercer tipo de escritor, pero conforme ahondé en mi reflexión, consideré que pertenecía a la segunda categoría, para concluir finalmente, no sin sorpresa, que tal vez pertenezco más bien a los escritores del primer tipo.

Me explico:

Desde que comencé a escribir y publicar libros, hace más de veinticinco años, lo he hecho obedeciendo a necesidades e impulsos de carácter emocional, íntimo e inclusive psicológico, en una búsqueda pasional cuyo fin último es la comunicación con esa entidad fantasmática que construimos los escritores en nuestra imaginación, a la que llamamos El Lector o La Lectora.

En otras palabras: entre las motivaciones que me han impulsado a escribir mis libros, no figura, no ha figurado, la búsquda deliberada de fortalecer la conciencia ciudadana ni de enriquecer el debate político.

Poco después caí en la cuenta de que, no obstante lo anterior, en diversos momentos, durante los últimos años, no he dudado en manifestarme públicamente acerca de los problemas y dilemas que vive mi país. Desde hace muchos años, he escrito regularmente artículos de opinión en la prensa escrita; aunque los temas son variados y por ningún motivo me impongo el comentario de la actualidad política, tampoco he renunciado a hacerlo cuando me sentido inclinado a ello.

En cierta momento especialmente convulso de la vida política de Costa Rica, figuré entre los colaboradores habituales de la sección de un telenoticiario en donde personalidades de las artes, la política e inclusive los deportes, opinábamos acerca de lo que ocurría en el país.

Debo decir, sin embargo, que mis participaciones en el debate político de mi país (si puede llamarse participaciones a mis intervenciones esporádicas en ese sentido, y si puede llamarse debate político a lo que tiene lugar en Costa Rica) no han obedecido a un compromiso ideológico-político definido, ni mucho menos a una militancia partidaria.

Más bien, han sido una respuesta o una toma de posición personales ante eventos de la vida pública. En ese sentido, mi posición se parecería a la de un francotirador enloquecido que hoy dispara a los de un bando, mañana a los del otro, y pasado mañana a los de más allá. En más de una ocasión también he disparado contra los francotiradores como yo, e inclusive contra mí mismo...

En este punto de mi reflexión me pareció que mi posición correspondía, más bien, a la de aquellos escritores cuya obra no se inscribe en el debate político, pero no rehusan participar en él en su condición de ciudadanos.

Sin embargo, recordé enseguida la transformación que, para la concepción de lo político, supuso la irrupción de los feminismos, con la impugnación de los límites entre lo privado y lo público, y la inclusión de lo privado como una esfera más de lo político.

Recordé también algo de mis ya añejos estudios de filosofía, en concreto de la “teoría de la acción comunicativa” de Jürgen Habermas, según la cual toda enunciación verbal queda inscrita, necesaria y fatalmente, dentro de las coordenadas de verdad y falsedad -y por tanto de justicia e injusticia, del bien y del mal-, del sujeto que la enuncia.

Asimismo, vino a mi memoria una frase del escritor japonés Kenzaburo Oé, que siempre me ha parecido esclarecedora de mi propia posición. Dice así: “La segunda tarea más importante de la literatura, es crear mitos. Pero la primera, y más importante, es destruirlos.”

Considerando estas tres últimas perspectivas, a saber: (a) La impugnación de los límites entre lo privado y lo público obrada por el feminismo y otros movimientos políticos propios de la “posmodernidad”; (b) La idea de que nuestras palabras son inevitablemente políticas en tanto se inscriben dentro de una noción de verdad y de falsedad, de justicia e injusticia, y (c ) Que la contestación de creencias y mitos socialmente extendidos debe considerarse también una práctica política..., no me quedó más remedio que admitir que, gran parte de mis libros y de mi trabajo como escritor, responden a motivaciones políticas y aspiran, de alguna forma, a enriquecer la conciencia y el debate ciudadanos.

Aunque los temas de mis libros son variados, y aunque su escritura responde a las motivaciones emocionales y estéticas que mencioné al principio, nacen también de la convicción de que, leyéndolos, el lector o lectora accederá a un recodo, a una perspectiva o a un aspecto de la realidad que ha sido silenciado, escamoteado o negado por la mayoría o por la visión socialmente domininante... Esa realidad negada o silenciada o escamoteada, puede ser del ámbito de lo público o de lo privado (inclusive de lo intrapsíquico), pero ya hemos visto que estas dimensiones deben incluirse dentro de una concepción integral de lo político.

Hay en mis libros un afán impugnador de mitos y creencias, como quería Kenzaburo Oé; hay un deseo de hacer visibles aspectos o dimensiones de la realidad usualmente escamoteados, y, en esa medida, hay un compromiso con la verdad y, en sentido amplio, con la justicia. Desde esta perspectiva, mis libros aspiran a enriquecer la conciencia crítica -o mejor dicho, la conciencia sin adjetivos- de aquellas personas que los lean.

Así considerado nuestro asunto, debo concluir que mi actividad literaria tiene una dimensión política y obedece a un compromiso, digámoslo así, “ciudadano”, aunque quizás preferiría llamarlo, simplemente, “humano”.