domingo, diciembre 23, 2012

INFANCIA

Todavía hace pocos años lo que hoy llamo infancia no existía, era apenas un paisaje borroso sobre el que se erigían mis recuerdos más antiguos, que se remontaban a los diez, a los once años de edad. Luego ese otro periodo, anterior,  emergió como las crestas más altas de una cordillera submarina, y ahí está mi padre, una noche que es muchas noches, bebiendo tragos y escuchando tangos con sus amigos: ríen, cantan, celebran mientras el humo de los cigarros enturbia en el aire y la voz de Gardel hechiza a la serpiente esquiva del bandoneón… La pestilencia de los ceniceros, la exploración sigilosa que, a la mañana siguiente, realizábamos los hermanos en pos de pistas que nos revelaran los  misterios de la noche.
Otra mañana de cielo plomizo me levanto muy temprano con la ilusión de asistir a la escuela; me alejo de casa con una merienda que alguien, quizás mi madre, quizás María, la empleada doméstica que trabajaba entonces en casa, me preparó a modo de guiño, a sabiendas de que aún faltaba un año antes que asistiera a la escuela preparatoria. Vívidamente evoco aquella emoción, la ilusión de saber que pronto asistiría a la escuela –aunque un año parecía entonces infinito—, como mi hermano mayor.
Examino emocionado las fotografías que publican los diarios sobre el viaje del Apolo 11; memorizo los pormenores, los nombres de los astronautas, y asisto somnoliento a la transmisión televisiva del alunizaje, los primeros pasos, la bandera, la sensación de irrealidad. (Sospecho que mi abuela materna estaba con nosotros; sospecho que yo experimentaba cierta condescendencia hacia ella a causa de su incredulidad y estupor…)
Se trata de imágenes de una definición irreal, excesiva, como en esos paisajes de Giorgio de Chirico en donde los objetos aparecen sobrenaturalmente nítidos, atenazados por un silencio que grita,  y donde diversos elementos comparten el espacio del lienzo pero nos transmiten la sensación de pertenecer, cada uno, a universos distintos.
Veo también el perfil azulado, el señorío asombroso de los volcanes de Guatemala, donde vivíamos entonces. Viajo en el asiento trasero del carro de unos vecinos y, por la ventanilla, admiro la cresta coronada de nieve del Volcán de Fuego. ¿Era nieve? ¿De veras era nieve? Recuerdo haberlo preguntado a la hermosa mujer que conducía, nuestra vecina, pero en cambio no recuerdo lo que me respondió.
Y las zompopas, las hormigas eternas y obstinadas, que encerraba por decenas en frascos de vidrio para luego contemplarlas durante horas, extasiado. Aún escucho el sonido quebradizo de su agitación dentro del frasco, y percibo el olor penetrante que se desprendía de sus cuerpos, acaso una suerte de alarma química que secretaban ante el peligro…
En el lago de Amatitlán, con el agua a la cintura, diviso no muy lejos de mí un pez: tiene el tamaño de mis dos manos extendidas, me acerco despacio y constato que no huye (acaso enfermo o herido, pensaría después.) Me prepongo capturarlo y, contra mis propias expectativas, lo consigo… Orgulloso, salgo del agua con mi presa y la muestro a los adultos y a los otros niños que comen o corretean por ahí. Los adultos me miran con estupor y los niños con envidia, y yo tengo la sensación de haber logrado una proeza que recordaré y recuerdo hasta hoy…
¿De qué me hablan, qué se empeñan en decirme estas imágenes? Las contemplo, las examino y constato que de ellas se desprende, cuando mucho, el aroma de un tiempo, de una época, pero nada dicen, nada explican de esto que soy ahora, ¿o sí?
Mi abuela Mima: la piel cuarteada de su rostro y de sus brazos (el asombro que esto me producía), sus largos cabellos canos ligeramente ondulados… De pronto se yergue sobre su cabeza en una postura de yoga. En mis horas malas, de adulto, he acudido a su nombre, a su recuerdo, en busca de consuelo, y a su amparo, al calor de su abrazo, he vencido la angustia y el miedo.
Los villancicos que cantábamos durante las Navidades, en las “posadas” que nos llevaban, cada noche, de casa en casa por el vecindario… “En el nombre del cielo, os pedimos posada, pues no puede andar, mi amada…” Cantábamos en el porche de las casas y, cada vez, un vecino distinto acogía a los demás para compartir palabras, calor, bebida y alimentos…
Y la atmósfera difusa del terror, en los años de la lucha guerrillera en Guatemala. Los aviones de la Fuerza Aérea sobrevuelan la casa (viejos DC3, también escuadrillas de cazas a reacción cuyo modelo, vaya ironía, recuerdo a la perfección: T-33)… Abundan los retenes policiales y, por las noches, mi padre está obligado a conducir el auto con una linterna iluminándole el rostro… Hasta mis oídos llegan noticias confusas de atentados, de asesinatos, de secuestros… Cerca de nuestra casa vive  un político prominente y a menudo merodean por ahí soldados  y escoltas armados con metralletas… Yo admiro sus armas y fantaseo con la guerra.
Bailábamos, sí, escuchábamos rock´n roll: los Credence, los Monkeys, los Kinks, mientras sobre cartulinas blancas dibujábamos paneles de control (botones, palancas, lucecitas de colores) que luego pegaríamos a una pared para desde ahí conducir las naves que nos llevaban al espacio exterior. Mi madre insiste en que mi hermano y yo los acompañemos al cine a ver 2001 Odisea del Espacio pero, tras la proyección, admito humillado que no entendí nada de la película… Perdidos en el Espacio, Mi Marciano Favorito… Y allá, anclado en lo más profundo de mi inconciencia, brilla como una mandala la imagen muda del “patrón de ajuste” que proyectaban los televisores antes de iniciar su transmisión: un intrincado diseño de imágenes geométricas en negros, blancos y grises…
El olor amable y la textura de los elotes, el maíz bañado con mantequilla que comprábamos en las calles de Antigua Guatemala: la suavidad porosa de la carne en  contraste con la superficie tensa y lisa de la piel, el ollejo; el placer de reducir, poco a poco, la superficie poblada de granos hasta dejar la tuza limpia. Y el olor ácido y penetrante del membrillo, la dureza victoriosa de esa fruta que solo muchos años después, en Madrid, volvería a gustar.
Antigua Guatemala: sus iglesias ruinosas, sus calles empedradas, los oscuros pasadizos de los monasterios derruidos… Jugábamos a las escondidas y nos escabullíamos por los pasillos, explorando de pasada los rudimentarios sistemas de comunicación ideados por los monjes y los constructores españoles para conducir las voces de un aposento a otro, por ductos secretos.
Durante muchos años, soñé con esos pasillos, con esos pasadizos:

SOLO EN SUEÑOS

Sólo en sueños vuelvo
a los oscuros laberintos
a los antiguos monasterios y a la plaza
de la Catedral en suspenso

Sólo en sueños las empedradas callejas
las cruces y las fuentes
de Santiago de los Caballeros

Sólo en sueños regreso
a la ciudad donde mis siete años
crecieron

Sólo
en sueños

la encuentro

Y el terror, el espanto que me producía el sonido de la motocicleta del hombre que venía a casa a inyectarme cuando enfermaba: Salvador, era su nombre. Parece un chiste. Tan pronto escuchaba el sonido de la moto, rompía a llorar y corría a esconderme bajo la cama…
Mi hermano mayor reproduce a la perfección la risa desquiciada del Pájaro Loco, o bien hace sonidos extraños con su boca o realiza pequeñas proezas con sus manos: dedos que se doblan y parecen multiplicarse, trucos que me dejan estupefacto, todo lo cual me esfuerzo por imitar…
Y los trajes coloridos de los indígenas guatemaltecos, los diseños en el límite entre lo figurativo y lo geométrico… En esos colores, en esos diseños, me contemplo y me sueño…
¿Pero qué pretendo, qué sentido tiene engarzar aquí una imagen tras otra, como las cuentas de un rosario? ¿Qué se supone que dice esta amalgama de recuerdos? ¿O acaso sería más justo cederle la voz a la razón, para que sea ella quien relate, organice e interprete lo que ocurrió?
El pasado es tan incierto e impenetrable como el futuro, y tan predecible como él.

sábado, noviembre 24, 2012

AMOR POR LAVAPIÉS

                               “Donde quiera  que se esté bien, ahí está la patria.”

                               Marcus Pacuvius

          -1-

Por la estrecha calle bajan
tres dominicanos bebiendo ron
suben dos senegalesas  
trajeadas como frutas

La cuesta asciende
hasta las tiendas donde chinos y gatos  
asienten

El olor a curry
a té de menta
el mango silencioso

Promesas omnipresentes

Ecuatorianos orgullosos
de su hermosa sonrisa y de
sus cabellos
negros a prueba de balas

Marroquíes  e hindúes
de todos los sabores posibles
y ahí
un pequeño cartel :
Karam Kate
(fotografía sonriente)
tu familia te quiere y te busca
Por favor llámanos
(un número lejano)

Patatas tiernas y cámaras
 de videovigilancia por doquier

Grandes vitrinas donde el mundo se cae a pedazos
y multitudes indignadas se levantan
por tanta sinrazón

Él lo admira todo
y goza en silencio
la yuca y el boniato de las verdulerías
la danza de los ángeles  
que venden hachís


             -2-

Frente al cordero desangrado
en las carnicerías  
se alzan vivas a San Lorenzo
patrón de Lavapiés
                                   Va
escoltado por altos percherones
policías montados

Y bajo el inclemente sol
de agosto
damas con mantilla y peineta
caballeros con boina y pañuelo
bailarán un chotis
entre salchichas humeantes
y sonrisas desconcertadas


           -3-
           
La calle Argumosa  arde
esta noche también

El bar es el Aleph  donde todo
confluye

La multitud vocifera y bebe
la sangre de un rojo  
corazón 

 ¿Tu pañuelo es palestino?
               El lago Tanganica
                        Hace días no me afeitaba
Palabras arrebatadas al río 
de la noche

(aquella muchacha  tiene graves
 dificultades para sentirse cómoda y
deseada a la vez
más  la civilizada obligación de fingir
lo facilita siempre)

televisores  y fútbol

pero en definitiva nadie
baila


       - 4-

En silencio celebra 
si lo reconoce alguien
pues  quiere ser
de aquí
Sacar carnet
en la iglesia  arrasada durante la Guerra

Pisar cacas de perro y comprar bicicleta

Quiere  convertirse en otro
vendedor ambulante de cervezas


             -5-

La Plaza es el teatro donde todos   
somos espectadores
y actores  a la vez

Aquí  
nos apretujamos  para acompañarnos
para darnos calor
de madrugada

(la policía no asoma  ahora)

Como a un dios presiente
la promesa difusa
de un hogar

De ahí esa fiera
felicidad en su mirada

Vino para celebrar
esta dicha

Amor 

Flotar sin disolverse
ligereza y gravedad

Deseo de permanecer

jueves, noviembre 22, 2012

EN LA OSCURANA (Capítulo 3)



-        3 -

         La reunión terminó hacia las cinco y media. Tras telefonear en vano a la casa de Daniel y al celular de Nazira, decide acercarse donde los Forester, con la esperanza de encontrar a Tadeo y esperar ahí a que llegara su hermano.
          Esforzándose por controlar su malhumor y la frustración que le produce tener que abandonar su investigación y dedicarse a otro tema, se sumerge en la música de la radio que, en oleadas sinfónicas, inunda la cabina de su destartalado Nissan Sentra. Para evadir la congestión del centro, tomará la ruta de San Francisco de Guadalupe, pero aun así demorará casi media hora para hacer el corto recorrido desde las oficinas de Semana, en Barrio Tournón, hasta la casa de los Forester, en las inmediaciones del Parque Bolívar.
         Un desfile de escolares avanza torpemente con faroles encendidos bajo la llovizna pertinaz de setiembre, alimentando el caos vial que todos maldicen, lo que le recuerda que es el día de la independencia. El redoble lejano de unos tambores, que se impone por momentos a la música de la radio, se lo confirmará. Se pregunta cuántos años de la independencia de España se conmemoran y, tras unos instantes de vacilación, admite que no lo sabe. Jamás ha sido afecta a las fiestas patrias por considerarlas alimento de un nacionalismo ramplón, pero ahora se avergüenza de su ignorancia. Se suponía –¿pero quién lo suponía?– que alguien como ella debía manejar esos datos al dedillo. Ella misma lo suponía. Por lo demás, salvo para los estudiantes obligados a participar en los desfiles y para el ministro de Educación de turno, obligado también a dar un discurso con ese motivo, la independencia carecía desde hace mucho tiempo de significado. ¡Qué destino el de estos países! Haber sido desde el inicio, y continuar siendo hasta el día de hoy, botín en disputa, patio delantero, lateral o trasero, finca bananera o paraíso turístico, de los poderosos y los ricos... España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, después quizás vendrían los chinos... ¿Qué más da? Siempre era, siempre había sido lo mismo... ¿Sería siempre igual?
         Era evidente que la música no lograba arrancarla de esa oleada de frustración y, ahora pesimismo, que se adueñó de ella tras la reunión. Opta por apagar la radio y, puesto que apenas llovizna, baja la ventanilla para que el aire húmedo la refresque. En ese momento rebasa el desfile de chiquillos que ocupa la mitad de la calle. Uno de ellos se voltea para mirarla, sin disimular el orgullo que le produce que su farolito, con una vela encendida adentro, resista los embates de la llovizna y el viento.
   —¡Bravo, campeón! —le dice Sylvia de manera inesperada (incluso para ella) y el chiquillo le devuelve una sonrisa diáfana, que surtirá efecto inmediato sobre su ánimo. Recuerda que, de niña, participó como bastonera en varios desfiles de la independencia. Conserva un par de fotografías de tales ocasiones: muy sonriente y orgullosa de su traje rojo, con minifalda, capa y sombrero incluidos. Su madre y, alguna vez su padre, la acompañaron a lo largo del recorrido y le compraron un helado al finalizar. A diferencia de los desfiles de faroles, aquellos tenían lugar bajo el sol candente de la mañana, antes que los aguaceros vespertinos descargaran su furia sobre la ciudad. El hecho de que su padre entonces viviera teñía sus recuerdos de un sabor dulce y melancólico.
         Tan pronto Sylvia emboque la calle a cuyo término se alza la casa de los Forester, comprenderá que Daniel aún no regresa, pues las luces del segundo piso están apagadas. Abajo, en cambio, hay algunas encendidas; quizás Tadeo esté de buen humor y le abra. Estaciona frente a la casa y, protegiéndose de la llovizna con su maletín, sube a grandes zancadas la escalera que, trazando un semicírculo, desemboca en la puerta principal de la casona. Daniel identificaba el timbre de su apartamento con su nombre y apellidos, el de Tadeo, en cambio, nada decía. Lo pulsa una sola vez y, hasta donde se encuentra, llega un sonido metálico y estridente. Poco después se abrirá la ventanilla de la puerta enmarcando el rostro de Tadeo: su largo y enmarañado cabello castaño, la nariz recta y prominente, las cejas tupidas y bien delineadas bajo la frente que se distiende y los labios que, poco a poco, desplegarán algo semejante a una sonrisa. Al tiempo que se cierre el rectángulo de la ventanilla, se abrirá la puerta: vestido con ese pantalón holgado y esa camiseta desteñida con un motivo impreso ilegible, Tadeo recupera algo del aire adolescente del que, al parecer, tanto le está costando desprenderse.
         A sus treinta y siete años se las arregla para llevar una vida parecida a la de un estudiante universitario: sin trabajo fijo, atiende a una clientela conformada sobre todo por amigos y conocidos, brindando mantenimiento a sus computadoras y sacándolos de apuros en todo lo relativo a ellas. Se saludarán con un beso en la mejilla y avanzarán unos pasos hasta el antiguo recibidor de la casa, el sitio donde, tras la remodelación, se dividen los dos apartamentos. La puerta del de Tadeo está abierta, ofreciéndole a Sylvia una vista de la sala en desorden, adentro suena una música que ella no identifica.
   —Daniel debe de estar por llegar, si querés pasar un rato y esperarlo.— A Tadeo ni siquiera se le ocurre pensar que lo visite a él. A pesar de que la distancia que los separa en edad es menor que la que la hay entre Sylvia y Daniel, la amistad con este último es más estrecha y espontánea. Con Tadeo la mayoría de las conversaciones tienen lugar en el recibidor o bien en el apartamento de Sylvia, mientras él trabaja en la computadora de ella.
         Sylvia acepta agradecida y, con pasos tímidos, se adentra en la sala sumergida en una penumbra agradable. La varita de incienso que arde inundando el ambiente de un olor dulzón, no oculta por completo el aroma de la marihuana. Sylvia no tenía claro en qué momento Tadeo se convirtió en ese hombre huraño y, hasta donde ella sabe, más bien solitario. En sus recuerdos infantiles, Tadeo es un muchacho alegre y desenfadado que juega al fútbol o corre por el patio de la casa de Turrúcares, como los demás. Después, durante algunos años, lo dejó de ver y cuando lo rencontró más adelante, mientras ella estudiaba en la universidad, él ya había perfilado ese carácter impenetrable, o más bien impredecible que, conforme pasan los años, no deja de acentuarse. Aun así, Sylvia lo quería casi de la misma manera que a su hermano.
          A veces Sylvia y Daniel repasaban el vínculo de parentesco que los unía –el abuelo de los Forester por el lado materno, fallecido décadas atrás y a quien Sylvia ni siquiera conoció, era primo en segundo grado de la madre de Sylvia–, pero los tres sabían que la fuerza de su afecto e incluso de su amor, el carácter cuasifamiliar e íntimo del sentimiento que los unía, derivaba de la amistad que cultivaron sus padres desde su juventud, acaso secretamente unidos por el remoto, y en el caso del padre de Sylvia por completo olvidado, origen irlandés en común. El haber sido compañeros en el Liceo de Costa Rica fue la piedra fundacional de aquella amistad que se extendería durante el resto de sus vidas; más tarde, en época de juventud, completaron juntos una épica caminata hasta San Salvador; hubo también, recién casados ambos, una finca de cacao cerca de Matina que fracasó por la epidemia de monilia que arrasó las plantaciones; más tarde compartieron una lancha de recreo cuyos costos de mantenimiento se hicieron insostenibles; por último, con otros amigos, compraron en sociedad la quinta de recreo en Turrúcares, a la que la familia de Sylvia debió renunciar tras la inesperada y prematura muerte del padre, a los 45 años, cuando ella estaba en plena pubertad. Pero los lazos que se habían tendido eran tan sólidos que las familias siguieron frecuentándose y Sylvia, su madre y sus hermanos, no dejaron de visitar, invitados por los Forester, la quinta de Turrúcares, como si aún fueran parte de la sociedad... Más adelante, conforme los muchachos crecían y definían su camino, la quinta fue quedándose vacía, hasta que un año de tantos los dueños se resignaron a venderla y la sociedad se disolvió. Aun así, los padres de Daniel y Tadeo no abandonaron nunca a la madre de Sylvia y solo la muerte de ambos –una seguidilla fatal en el curso de apenas dos años– los separó en definitiva.
         Tadeo le ofrece un té y la invita a sentarse en un sofá amplio y cubierto con una tela roja bastante raída, en uno de cuyos extremos dormita, plácida, su gata Lirio.  La casona, construida en el punto donde inicia el barranco que desciende abruptamente hasta las aguas moribundas del río Torres, tiene una vista estupenda de las montañas de Heredia. Tadeo había colocado el sofá frente a un ventanal muy amplio que se daba el gusto de mantener sin cortinas pues, debido al desnivel del terreno, la casa de enfrente quedaba muy por debajo de la suya y no amenazaba su privacidad. Sylvia se dejará caer sobre el sofá y despertará a Lirio que, tras desperezarse, se acercará a ella con la esperanza de recibir mimos. Pero Sylvia no es amiga de los gatos y se levantará para ir donde Tadeo vierte agua caliente en dos tazones con bolsitas de té.  Hablarán de tonterías para ganar tiempo; Tadeo preguntará si los últimos programas que instaló en su computador funcionan bien y también por su trabajo en la revista, a todo lo cual responderá Sylvia sin entrar en detalles, dominada por la pereza de alimentar una conversación que desde el inicio saben que no va a ninguna parte. La puerta del apartamento de Tadeo se mantenía entreabierta y ambos escuchan cuando se abre la que da a la calle. Enseguida irrumpe la voz ligera de Beto que le dice algo a su padre y Sylvia siente en su interior un golpe de alegría. 
          Daniel y Beto ya están dentro del antiguo recibidor de la casa y, alertados por el carro estacionado afuera y por la puerta entornada del apartamento de Tadeo, asoman al interior. Tan pronto descubre a Sylvia, Beto corre hacia ella alargándole sus brazos, a pesar de sus casi nueve años y de ser más bien alto, Sylvia consigue alzarlo a la altura de su cara para besarlo en las mejillas, mientras los hermanos se saludan con esa mezcla de familiaridad e indiferencia de los que han convivido mucho tiempo. Sylvia apura lo que restaba de su té y se despide de Tadeo recordándole que la próxima semana debe instalarle un programa y ciertos accesorios para telefonía por Internet.
          Tras abrir la puerta del apartamento de Daniel, quedan frente a la escalera que, trazando un semicírculo que prolonga el que sube desde la acera hasta la puerta principal, lleva al segundo piso de la casona.  Mientras ascienden, Sylvia le adelanta a Daniel, con tono quejumbroso, que su jefe le ordenó posponer la investigación sobre Guanacaste y escribir un reportaje sobre las amenazas al turismo. A la respuesta distraída de Daniel, Sylvia replicará que, desde luego, el independentismo también constituye una amenaza al turismo, pero ella no se referirá al tema para no “quemarlo”.
         La escalera desemboca en la sala-comedor del apartamento de Daniel, amplia y amoblada con los viejos sillones de los Forester. Sylvia los conoce desde su niñez –un sofá triple y dos sillones tapizados de cuero negro, ahora muy resquebrajado– y por ello le despiertan una grata sensación de familiaridad. Siempre que entra al apartamento de Daniel, se sorprende de la abundancia y nitidez de los recuerdos y las sensaciones que despiertan los objetos, algo que no experimenta en casa de su madre, pues ella tiene la compulsión de reemplazar cada tanto el mobiliario y los adornos y, con muy raras excepciones, los objetos de su infancia y juventud sucumbieron a esa manía.
         Daniel y su hijo depositan sobre la mesa de cedro las bolsas que traían, enseguida Beto se escabulle hacia su habitación, de donde regresará poco después con un cuaderno y varios libros, para instalarse a realizar sus deberes escolares. Daniel preguntará a Sylvia si  comió y prometerá unas pastas deliciosas mientras saca una botella de cabernet chileno del armario que utiliza como depósito.
         Como es su costumbre, conversarán desordenadamente sobre varios temas sin atacar a fondo ninguno, hasta que Sylvia recuerde que el objeto principal de la reunión de la tarde fue presentar a Carlos Claramunt y le pregunte a Daniel si lo conoce.
     —No —responde Daniel, tras pensarlo unos momentos—, pero conocí hace años a un tal Diego Claramunt que era un reverendo maricón. En la de menos son parientes, porque no hay muchos Claramunt en el país.
     —No se dice maricón, se dice “gay” —interviene Beto, abandonando por un momento su tarea. Daniel y Sylvia reirán la gracia y el chiquillo volverá a sumergirse en sus decimales.
         Para sus nueve años, era espantosa su conciencia de lo políticamente correcto. ¿Serían todos los niños de hoy así? Muchos de los hijos de sus amigos y amigas le resultaban a Sylvia una fotografía en alto contraste de sus padres, de ella misma, de su pequeño círculo. Al mirarse reflejada en ellos, Sylvia tomaba conciencia de su desmesura, esa capacidad innata de sospechar de todo y de ponerlo todo en entredicho, esa necesidad de ser siempre dueños de la última palabra, de lucir más inteligentes y sagaces. Lo peor era que los padres se enorgullecían y alardeaban de esas características en sus hijos, sin reparar en su monstruosidad. No, se decía Sylvia, casi a su pesar: definitivamente ella no tendría un hijo. 
    —¿Y qué pitos tocaba el Diego ese?
    —Fue alumno mío en la universidad —Durante años Daniel ejerció la docencia y aún lo hace esporádicamente—. En un curso creo que de cálculo. Quería estudiar ingeniería, pero ahí le hicieron la vida imposible y lo obligaron a salir. Su familia era rica, tenían fincas por el lado de Cañas, si mal no recuerdo.
    —¿Y qué fue de él?
    —No sé... Le perdí la pista. ¡Ah, no! Ya recuerdo, alguien me dijo que al final se fue a estudiar a México.
    —¡Puta! ¿Por qué se le ocurriría meterse a ingeniería? A un gay le iría mejor en teatro o  bellas artes... ¡Pero ingeniería!
         Son poco más de las ocho de la noche y Sylvia y Daniel ya doblaron el ecuador de la botella de cabernet chileno que domina, como un dolmen, la vieja mesa de la sala. No hay el menor indicio de la pasta prometida por Daniel y Sylvia sufrirá el asedio de un apetito creciente. (“¿Qué había almorzado hoy?” –se pregunta mientras paladea un sorbo de vino–. ¡Ah, sí! Doña Jovita le preparó una ensalada con apio y pollo desmenuzado. Con razón estaba hambrienta, fue un almuerzo liviano). Sin más rodeos, le pregunta a Daniel por la pasta; no habrá terminado de decirlo, cuando su amigo se incorporará de la silla con la expresión de quien ha cometido un error gravísimo. Por un momento, Beto y Sylvia quedan en silencio mientras en la cocina se escucha el trajinar de Daniel.
   —La salsa está lista, solo hay que cocinar la pasta —informa él con tono a la vez urgente y conciliador.
         En lugar de responderle, Sylvia se dirige en voz baja al chiquillo.
      —¿Y hoy te dio de almorzar o también se le olvidó?
         Beto levanta su vista del cuaderno salpicado de números y puntitos rojos, endereza sus anteojos sobre la nariz y le responde, asimismo, en voz baja:
      —Comimos empanadas en una soda.
      —¿Y estaban ricas?
         El chiquillo hace un gesto para expresar que “más o menos”. Sylvia se propone regañar una vez más a Daniel. El güevón vivía quejándose de que Irene le daba la mala vida por la forma en que trataba al niño, pero él le brindaba abundantes motivos para hacerlo. En estas situaciones es inevitable que Sylvia se solidarice con la exmujer de su amigo, aunque por todo lo demás la deteste. (Era –pensaba en ocasiones Daniel Forester, pero nunca se lo había dicho a Sylvia– como si ante la crianza de un niño las mujeres desplegaran una suerte de solidaridad secreta, inquebrantable y perversa, que las hacía estar siempre de acuerdo y cerrar filas. ¿Qué sabían ellas de las necesidades de un niño varón? ¿No tenía él, al menos, la ventaja de haber sido niño una vez? Pero no... Respecto a la crianza de su hijo, siempre estaría en desventaja y su opinión carecería de validez...).
         Algo debió de sospechar Daniel, pues desde la cocina levanta su voz:
       —Hoy almorzamos rico... ¿Verdad, Beto?
         El niño y Sylvia cruzan una mirada de complicidad –Sylvia arquea sus cejas como pidiéndole que por ningún motivo la delate– y luego, con un gruñido, el chiquillo responde que sí.
         La fama de buen cocinero de Daniel era más que justificada, corrobora Sylvia pasadas las nueve, cuando su amigo por fin sirve la pasta, pero la de que descuida la alimentación de su hijo, también, porque Beto no quiso saber nada de la salsa con alcachofas que las acompañaban y hubo de contentarse con el plato de cereal y la rodaja de pan con mermelada que Daniel improvisó para él. Aun así, Beto se fue a dormir contento, tras concluir su tarea y conversar un rato con ellos acerca de uno de sus compañeros de escuela, cuyos padres se estaban separando. Daniel e Irene se habían divorciado antes de que él cumpliera su primer año y la sola idea de que los padres de su amiguito vivieran juntos, le resultaba extraña.
         Cuando Daniel regrese a la sala, después de haber acostado a su hijo, Sylvia lavará los platos en el fregadero. Por más que Daniel le pida que desista, ella se empeñará en hacerlo, “si no me dejás hacer al menos esto, no voy a sentirme libre de volver cuando quiera, entendé, es pura conveniencia...”, suele decir Sylvia siempre que se presenta esta escena. 
         Su amistad está cimentada en la repetición de una serie de rituales, de códigos secretos y a la vez explícitos cuya reiteración a lo largo del tiempo reafirma en ambos la certeza del vínculo y la sensación de familiaridad. Ahora que son adultos, los años que los separan en edad perdieron relevancia, sin embargo, en algunos recuerdos infantiles de Sylvia, Daniel aparece ya como un muchacho. A veces, cuando comparaba al Daniel de sus recuerdos con ese de ahora –alto y delgado, con el pelo lacio, corto y castaño oponiendo una resistencia inútil al avance arrollador de la calvicie–  le costaba creer que se tratase de la misma persona. Quizás a él le sucedía lo mismo, quizás por eso la reiteración de ciertos rituales era tan importante para ambos y se hallaba en la base de su amistad.
         Más tarde, cuando conduzca de vuelta hacia su apartamento con la extraña sensación de flotar en la espesa niebla aposentada sobre la ciudad, Sylvia se propondrá averiguar si hay algún parentesco entre Carlos y Diego Claramunt e intentará, sin éxito, esquivar los baches en las calles, mientras maldecirá porque uno de los faros del carro se fundió, dificultando aún más la tarea de sobrevivir a la ciudad de San José. Mañana tendrá que ir donde Calilo para que le cambie el bombillo y, de paso, le eche un ojo al motor: de unos días para acá hace un ruido extrañísimo, nunca antes lo había oído.
         Adentrándose en la niebla, juega con posibles títulos para su reportaje: Paraíso amenazado, Paraíso sitiado, Espinas en el paraíso,  ¿por qué demonios esa necedad con el paraíso? ¿De cuándo acá le daba por los símbolos bíblicos? Intenta por otro lado: Una industria amenazada, insoportable, La gallina de los huevos de oro amenazada, ridículo, risible –y la niebla tan espesa y quieta– y muy a su pesar reverberan en su mente imágenes de una gallina degollada, ese recuerdo infantil que la impresionó tantísimo, el bicho descabezado corriendo sin dirección hasta caer tendido sobre el césped y doña Jovita –sí, desde siempre doña Jovita– dando gritos tras ella porque, en el trance de sacrificarlo, el animal se le escapó... Luego surgen Fin de fiesta –nada que ver–, Un camino con ¿piedras?, ¿huecos?, ¿riesgos? y ninguno funciona, pero se dice que tendrá que referirse al desastroso estado de las carreteras y de los caminos, los turistas siempre se quejan y cada tanto hay accidentes a veces fatales.
         Abandona el título del reportaje y se entrega a la visión de San José. Amaba esa etapa de la estación lluviosa en que noche a noche las nieblas devoraban la ciudad: unas pocas semanas, entre setiembre y octubre, cuando las luces amarillentas del alumbrado público flotaban como islas en medio del naufragio general. Hacía algunos años Sylvia había llegado a la conclusión de que solo por las madrugadas, cobijada por el silencio y la oscuridad, o de esta forma, abrazada por la niebla, revelaba San José su humilde y esquiva poesía, su encanto pobre y popular.


martes, noviembre 13, 2012

"EN LA OSCURANA" (Capítulo 2)


- 2 -


          En esos días trabajaba de lleno sobre el resurgir del movimiento autonomista en Guanacaste, pero el tono perentorio de la convocatoria presagiaba que debería abandonar la investigación y dedicarse a otro tema. Solo ante la evidencia de que las oficinas administrativas están desiertas -las luces de los cubículos apagadas-, Sylvia cae en la cuenta de que la citaron a una reunión el día de la independencia; el resto del personal está libre, solo los periodistas fueron convocados.
         Cuando entra en la sala de reuniones los demás ya están ahí, Tomás López se interrumpe en mitad de una frase, acompaña el ingreso de Sylvia con un silencio cargado de reproches y sigue su trayectoria con la mirada. Ella balbucea una disculpa y, apagando el teléfono celular y alisándose la falda, se dirige hacia la única silla libre.
         De ordinario, los periodistas free-lance solo eran convocados a las reuniones de la redacción en ocasiones especiales, cuando surgían temas que requerían la coordinación de todo el equipo o cuando tenía lugar un cambio importante en el área gerencial, administrativa o directiva de la revista. Tan pronto como Sylvia descubre en la silla junto a López a un hombre rubio, vestido con un elegante traje azul y corbata roja a rayas, comprende que en esta ocasión se trata de lo último. Mientras se desliza en su asiento y López la pone al tanto con un par de frases –Carlos Claramunt era el nuevo gerente administrativo desde la semana anterior, se implementaría una nueva política en este campo–, el tipo individualiza a Sylvia con una mirada. Enseguida, López cede la palabra a  Claramunt, quien por un momento parece titubear entre levantarse para hablar o hacerlo desde su asiento. Por fin se incorpora y comienza a hablar con cierto nerviosismo.
         Entonces es el turno de Sylvia de mirarlo con atención: blanco, mucho más alto que López y con bastante sobrepeso, hace gala de modales refinados y salpica su charla con términos técnicos que nadie, ni siquiera López, parece comprender. Tras un arranque más bien vacilante, encuentra la suficiencia y convicción que distingue a los hijos de las clases poderosas, y sus palabras y sus gestos confirman esa impresión. Sylvia calcula que no tendrá más de treinta años, aunque la formalidad del traje y del peinado lo hacen parecer mayor. Claramunt habla durante algunos minutos hasta caer en cuenta de que nadie comprende muy bien su cháchara. Entonces se interrumpe de golpe y, a modo de conclusión, agrega que los cambios serán graduales y se verán en la práctica, en cualquier caso no quiere hacerles perder tiempo explicándoselos ahí, algo en lo que todos coinciden y agradecen en silencio.  Finaliza diciendo que está a las órdenes para lo que pueda ser de utilidad, que confía en que podrán trabajar de la mejor manera juntos, etc. Cuando  Claramunt se sienta hay un vago murmullo entre los presentes, ese tipo de murmullos de donde sobresalen, aisladas, palabras que nunca se sabe quién pronunció: “¡bienvenido!”, “igualmente...”, “¡buena suerte!” y otras de ocasión.
         Tras la salida de Claramunt el ambiente se distiende y durante algunos minutos germinan, simultáneas, varias conversaciones. López se ha puesto de pie como para dirigirse al grupo, pero Goicoechea había llegado hasta él para decirle algo. Sylvia intercambia un escueto saludo con Yolanda, sentada frente a ella, y con Herrera, a su izquierda, y revisa en la pantalla de su teléfono si recibió mensajes: no. Cuando alza de nuevo la vista, Goicoechea retorna a su sitio y López se dispone a hablar. Sin necesidad de decir palabra, el Jefe de Redacción impondrá silencio, luego llevará los anteojos hasta la punta de su nariz, arqueará las cejas y fruncirá la boca, en un gesto de frustración que a Sylvia le resultará cómico.
     —Y... ¿qué le vamos a hacer? —dice por fin—. La misma carajada de siempre...
          Dedican el resto de la reunión a ponerse al día sobre lo que están haciendo. Cuando  le llega el turno a Sylvia –la última, a modo de castigo por su llegada tardía, según dictaba la tradición–, ella refiere sus dificultades para ahondar en la organización clandestina que, durante los últimos meses, ha sembrado una creciente agitación en la provincia norteña, reviviendo añejos sentimientos regionalistas y reivindicando la singularidad del estatuto colonial de Guanacaste como fundamento para reclamar su independencia. No es la primera vez que surgen movimientos de este tipo –todos, menos Sylvia y Oscar, recordarán que a mediados de los años 80 del siglo XX hubo un movimiento similar, que propugnaba la anexión de la provincia a los Estados Unidos en calidad de “Estado Libre Asociado”; otros mencionarán a un grupo de familias que, años después, pretendió fundar una “república” en una estrecha franja limítrofe entre Costa Rica y Nicaragua–; lo particular, en este caso, reside en la cantidad de recursos con los que el movimiento parece disponer y que en varias ocasiones realizaron acciones de sabotaje y declararon que no renunciaban al terrorismo como medio de lucha.
         Tras una desordenada discusión en la que varios opinan sobre el tema (de la cual Sylvia no sacará nada en claro), López le pregunta cuánto tiempo más necesitará para concluir su reportaje y como ella titubea y es incapaz de responder algo concreto, López le pide conversar al finalizar la reunión. 
     —Llevás casi dos meses metida en eso y necesito que me echés una mano con otras cosas —le dice López sin preámbulos, cuando la reunión ha concluido y los otros conversan en la sala o se alejan por los pasillos. Aunque jamás alzaba la voz, sus palabras emergían comprimidas de la boca; siempre da la impresión de estar tenso.
     —¡Jefe! Usted sabe que el asunto es complicado... Necesito un poco más de tiempo, por favor...
         Veinte años mayor que Sylvia, bajito y con la tupida cabellera platinada, López enmascaraba su timidez tras sus gruesos lentes y tras una dureza seca y aguerrida. Era un periodista incómodo y maleducado, de esos que todos –pero en especial los políticos–, temen y rehúyen. Fue profesor de Sylvia en la facultad y también quien la acercó a la revista, solicitándole colaboraciones esporádicas al inicio y ofreciéndole luego una relación más formal, aunque siempre en calidad de colaboradora. “Vos sabés que, en época de neoliberalismo y de reformas del mercado laboral, nadie quiere personal de planta ni se contrata a alguien permanentemente. Ese privilegio se acabó con mi generación...”.
         Durante años, Sylvia admiró en él algo que solo se le ocurría llamar “su entereza”, refiriéndose a cierta tozudez, a cierta terquedad para defender sus posiciones a contrapelo de las conveniencias y los vientos de moda. Con los años, la luz con que lo consideraba dejó de ser tan favorable y, con frecuencia, le resultaba intransigente y arrogante, una suerte de jacobino adelantado a su revolución, con opiniones definitivas sobre lo que ocurría, que juzgaba por anticipado a las personas y se entregaba sin reparos a pronósticos y visiones apocalípticas. Eso sí, Sylvia le agradece que nunca, durante los casi diez años que tienen de conocerse, haya aventurado una insinuación de otra índole. Y es que López –se decía Sylvia a veces– era una suerte de ser asexual, alguien para quien el trabajo y sus otras dos pasiones –la política y, desafortunadamente para ella, el fútbol– significaban todo. En alguna ocasión Sylvia conoció a uno de sus hijos –un muchacho pálido y tímido, apenas unos años menor que ella– y sabía (porque en la redacción siempre se sabía todo), que su mujer lo dejó tras declarar y asumir su lesbianismo.
     —Lo siento... Hay cosas más urgentes... No tenés que abandonarlo definitivamente, pero necesito que me echés una mano...
         Sylvia sabe que es inútil discutir, todo lo que hace es bajar la vista hacia su falda de corduroy azul oscuro en la que brillan, impertinentes, algunas hebras de hilo blanco que ella atrapará con sus dedos y con las que hará velozmente una pelotita.
     —Está bien, jefe... ¿Qué le voy a decir? Si no hay más remedio... —Y colocando la pelotita de hilo entre el índice y el pulgar derechos la catapulta hasta el centro de la mesa de reuniones—.  ¿Qué es el asunto?
         (En su mente relampaguea la imagen de James Bond, citado por sus superiores para recibir la encomienda de una nueva misión: el escritorio pulcrísimo del comisionado, las enormes ventanas con vista al Támesis y el perfil brumoso de la ciudad de Londres... Ese ambiente elegante e impenetrablemente masculino, en el que Bond se conducía como pez en el agua... Así, apenas reclinado contra el escritorio de su superior, Bond agradecía impávido la felicitación por el éxito de su misión recién concluida y, antes de escuchar los pormenores de su nuevo objetivo, tomaba, solicitándolo apenas con un gesto, un enorme habano de la caja de madera que reposaba sobre el escritorio de su jefe... La evocación estuvo a punto de desembocar en una sonrisa que, no obstante, Sylvia ahoga).
     —Estamos preparando un especial sobre el impacto del turismo en el país. Necesito algo sobre las amenazas al turismo y ahí es donde entrás vos... ¿Recordás el caso de la holandesa que asesinaron hace poco en Nosara? —López no le dio oportunidad de responder—.  El asunto de la inseguridad en las playas, los robos a los turistas, la infraestructura vial, todo eso... Necesito que me ayudés. Me gustaría que te le metás al caso de la holandesa, porque tuvo mucha prensa afuera. Entiendo que los sospechosos ya cayeron. Sería cosa de ir a verlos. En fin, vos sabrás. Pero lo necesito y rápido.
—Fue en Sámara...
—¿Cómo?
—Que fue en Sámara, no en Nosara...
—Sámara, Nosara… alguna de esas playas, lo mismo da. ¿Qué te parece un borrador para el fin de semana?
—¿El fin de semana? ¡No bromee, jefe! (James Bond termina de desvanecerse en su imaginación).
 —No puedo darte más.
         López se incorpora y pone fin a la conversación. Sylvia permanece sentada unos momentos y busca, en vano, la pelotita de hilo blanco en el caos de la mesa repleta de tazas de café a medio vaciar y platitos con servilletas sucias y galletas mordisqueadas.



lunes, noviembre 12, 2012

VENTANA


Su ventana  da
a un patio interior donde se multiplican
voces y ecos

Una anciana ensucia su boca
hablando del coño
de mamadas
con la saña enferma de quien nunca  gozó

Un joven ordena a los demonios
salir de su cuerpo
se recrimina a solas
implora a dios

Un góspel desafinado
chapoteo de niños
                      en la piscina
el monótono bote
de las pelotas
de tenis

En ocasiones la tarde se tiñe
con el vibrato grave de las trompetas
de Jericó

Dentro del patio giran las golondrinas  
enloquecidas como en un carrousel

domingo, noviembre 11, 2012

IN THE SKY WITH DIAMONDS


Su habitación cambia
constantemente de color
(naranja rosado violeta blanco)
y de tamaño

También la gente a su lado cambia

Hoy
hay un gordito con bigote posmoderno
mirando la televisión
Mañana dos gatos quisquillosos y esquivos
Ayer un cenicero
atiborrado con colillas


Hoy los techos son altos como cumbres
Mañana será imposible desnudarse
sin pedir permiso a las paredes


La puerta corrediza del baño se descuelga siempre
Entrar  supone atravesar un oscuro pasillo


Perros y gatas
           latas de cerveza
                           leyes ajenas siempre

Las dueñas de casa trabajan
como bestias
barren y friegan los domingos
duermen cuando pueden
prolongadas siestas

A veces hablan a gritos
A veces susurran lo inaudible
A veces callan de rabia o lloran de frustración

Admira  el rojo de sus labios
la sonrisa  encarnada esta noche
antes de salir por fin
al bar

viernes, noviembre 09, 2012





A veces
abandonándose a una correntada
que emanaba de los árboles
y la tierra
y también de sus células

rompía la soledad

y se descubría en el mismo parque
donde ya no estaba solo sino
con los demás

no aparte sino parte de aquél
prodigioso equilibrio

Pero el deseo
(así fuera el deseo elemental de compartir
 lo que vivía)
lo arrebataba precipitándolo
en la búsqueda de alguien más

y de esa forma caía a
otra soledad
ahora ríspida y amarga

Caminaba ansiosamente
sin dirección
aguardando en una esquina
en un chat      en un email
una señal       un guiño
que lo redimieran de sí mismo

Acariciaba a tientas el teléfono en su bolsillo
preguntándose a quién llamar


                                               

jueves, noviembre 08, 2012

SILENCIO, VERANO, ATARDECER


Todo enmudeció  en ese instante:

Las preguntas
Mi dolor
El rechazo
Las caminatas nocturnas por la ciudad en pie
La búsqueda ansiosa de un rostro que me reconociera
Los vinos vividos
Mi irredento amor por Lavapiés
Las noches devotas en la Filmoteca
El ardiente deseo de entender

Todo enmudeció

Todo quedó en silencio  
bajo la luz dorada del atardecer

el alado potro en que la Gracia
se paseaba por el parque

al fin del verano

miércoles, noviembre 07, 2012

INDIGNADOS


Herido de muerte declina el día

Más él despierta acariciado por la luz 
del sol hecho añicos 
y por los gritos de la multitud 
en su ventana

La ciudad es una  enorme 
hoguera  
en el centro de la Plaza  del  Sol

¿Será esta llamarada
otro estéril fuego fatuo
bajo la noche indiferente?

Quizás se extinga
la hoguera en la plaza


Más no la ira en su corazón

(Aunque llueva fuego)


jueves, octubre 11, 2012

EN LA OSCURANA


- 1 -


          Cada vez que baje a la ciudad, Sylvia aprovechará para visitar a Daniel Forester y compartir con él una taza de café o una botella de vino, según corresponda, y, en cualquier caso, una buena conversación. De no encontrar a Daniel timbrará donde su hermano, pero Tadeo no siempre le abre: a veces por estar en compañía de una mujer –sospecha ella–, otras, quizás, tan solo porque no le da la gana. En cualquier caso, las conversaciones con Tadeo suelen ser más breves y tienen lugar en el recibidor de la vieja casona de los Forester, dividida tras las muerte de los padres en dos apartamentos amplios, de techos altos y paredes de madera cuya pintura se resquebraja a vista y paciencia de sus moradores.
         Otras veces Sylvia visitará a Mirta Abreu o a Nazira, pero necesitará de mucha suerte para hallarlas en casa sin haber concertado cita con ellas. En cualquier caso, evitará  regresar a su apartamento en San Antonio de Escazú sin haber sacado el máximo provecho del viaje a San José: si no encontró a nadie, se detendrá en alguno de los cafés que proliferaron en la ciudad en los últimos años, donde tomará un capuchino o un mocca y mordisqueará, culposa, un par de chocolates amargos rellenos con mermelada de naranjas, o bien hará escala en un supermercado donde se paseará por los pasillos, paralizada por la duda entre dejarse seducir por los productos importados cada vez más abundantes, y cierto recato, cierta moderación heredada de sus valores de clase media.
         A sus treinta y tres años cumplidos, sin hijos ni mayores compromisos, y con la seguridad de recibir cada fin de mes un número variable de cheques por sus colaboraciones en la revista Semana, Sylvia Morán  siente que disfruta de una serie de privilegios inmerecidos respecto de los cuales no sabe muy bien cómo conducirse: rechazarlos o aprovecharse de ellos, denunciarlos o sacarles partido... La estabilidad laboral, su creciente prestigio en el medio periodístico, el apartamento, el carro, la colocan en una posición en la que no termina de sentirse cómoda, como si, de un lado, todo lo que ha hecho la condujera inexorablemente allá, pero del otro, ese sitio, esa posición, ese prestigio, representaran aquello de lo que siempre ha huido, aunque no sepa bien porqué.
         Rara vez aprovechará el viaje para ir donde su madre. Estas visitas están rigurosamente programadas y Sylvia se cuida de anotarlas en su agenda para no olvidarlas, como le ha ocurrido ya en alguna ocasión, alimentando los resentimientos de doña Ileana, que advierte los esfuerzos que la mayor de sus hijas debe hacer para visitarla. Sylvia determinó hace algunos años que dos visitas mensuales son lo máximo que puede tolerar, de modo que al inicio de cada mes estudia su agenda y ubica, de acuerdo con su disponibilidad, las fechas en que realizará esa tarea. Un par de días antes, telefonea a su madre para preguntarle si estará disponible, aunque sepa de antemano que ella rara vez tiene algo que hacer. (De vez en cuándo recibe amigas en su casa, pero la diabetes y la presión alta –y sobre todo, el no tener carro ni haber aprendido nunca a manejar–, la limitan si la reunión se realiza en otro sitio.)
         Desde muy joven, incluso antes de comprar su primer carro, Sylvia comprendió que, de no tomar distancia física, terminaría oficiando de chofer de su madre, de modo que apenas tuvo ocasión de alquilar apartamento, lo buscó lo más lejos posible de la casa familiar en Barrio Escalante. Centró su búsqueda en los cerros de Escazú, que desde niña miró con avidez, como una promesa muda de que otros mundos existían muy cerca del suyo. Aunque la casa familiar goza de una hermosa vista al Volcán Irazú,  Sylvia lanzaba esquivas miradas hacia aquellos cerros, cuya cercanía y apariencia de inexpugnables, la fascinaron siempre. Después, durante su adolescencia, si alguno de sus compañeros  birlaba o conseguía prestado el carro de su padre y peregrinaban en grupo por la ciudad, ella se las arreglaba para lograr que, tras abandonar la última fiesta, el paseo final con el coche repleto de chicos y cervezas, se realizara por la intrincada red de caminos que se hunden en los cerros.
         Su apartamento, de dos plantas, está en el extremo exterior de una calle privada, en el fondo de la cual se alza la casa de los propietarios, dos viejos de origen alemán, amantes de las orquídeas y de la música clásica, con quienes Sylvia ha terminado por establecer una relación en la que se mezclan la amistad, los sentimientos filiales y la solidaridad de vecinos -sin excluir, desde luego, el estricto inquilinato-. Al principio Sylvia intentó resistir los afanes maternales de doña Inge, temiendo que una relación demasiado estrecha amenazaría su privacidad y terminaría por replicar el tipo de vínculo del que ella huía. Pero nada de esto ocurrió. Los Severs hacen gala de una discreción extrema, y ni siquiera en las épocas de confusión sentimental de Sylvia, cuando sale con dos y tres tipos a la vez, se permiten una pregunta capciosa ni un comentario irónico. Sylvia admira la suave solicitud de Inge, aquella forma de hacer sentir su presencia sin imponerla, tan solo para que Sylvia sepa que puede contar con ella, si llega a necesitarla. En ese aspecto, como en casi todos, le resulta imposible pensar en dos personas más diferentes que Inge y su madre, pues aún con la distancia física de por medio, doña Ileana no renuncia a inmiscuirse en sus asuntos ofreciéndole ayuda en aquellas cosas en que considera que Sylvia podría necesitarla.
         Desde el segundo piso, donde se encuentran su dormitorio y la habitación dispuesta como estudio, el apartamento de Sylvia tiene una hermosa vista sobre el valle. Sylvia terminó por habituarse a la visión de la ciudad tendida a sus pies, ya sea en su imagen diurna, como un confuso hormigueo del que esporádicamente se desprenden reflejos como relámpagos, o como una parpadeante alfombra luminosa, por las noches. En cambio, cada vez que se da de bruces con las crestas azuladas de las montañas de Heredia y del volcán Poás, en el costado opuesto del Valle, la gana un sobresalto, pues la solidez y materialidad de las montañas la hacen consciente de su propia realidad, instalándola en el momento presente. Hasta su apartamento se eleva el rumor de la ciudad, un zumbido grave como la circulación sanguínea de un enorme animal tumbado boca arriba.
         La acción  de deslizarse calle abajo a lo largo de varios kilómetros hasta llegar a San José, le produce a Sylvia un extraño placer y una vaga aprehensión, como si el mundo de violencia, impunidad, corrupción, injusticia y mentira con el que lidia a diario –“los periodistas somos zopilotes que nos alimentamos de carroña”, suele decir don Meco con su voz cavernosa, retirando momentáneamente el cigarro de su boca con sus dedos amarillentos de fumador por más de cincuenta años–, como si ese mundo estuviera física y simbólicamente separado  de este en el que vive ella, y  pasar de uno al otro requiriera de ese extenso recorrido descendente.
         Desde luego no es así, como lo demuestran las dos ocasiones en que se han metido a robar en su apartamento, los condominios cada vez más fortificados que se construyen en las faldas de la montaña, los testimonios de los campesinos que aún viven en la zona sobre el descuartizamiento de sus reses en los potreros, y las verjas, vigilantes privados y alarmas, omnipresentes en su vecindad y a lo largo de todo el recorrido.