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La reunión
terminó hacia las cinco y media. Tras telefonear en vano a la casa de Daniel y
al celular de Nazira, decide acercarse donde los Forester, con la esperanza de
encontrar a Tadeo y esperar ahí a que llegara su hermano.
Esforzándose por controlar su malhumor
y la frustración que le produce tener que abandonar su investigación y
dedicarse a otro tema, se sumerge en la música de la radio que, en oleadas
sinfónicas, inunda la cabina de su destartalado Nissan Sentra. Para evadir la
congestión del centro, tomará la ruta de San Francisco de Guadalupe, pero aun
así demorará casi media hora para hacer el corto recorrido desde las oficinas
de Semana, en Barrio Tournón, hasta la casa de los Forester, en las
inmediaciones del Parque Bolívar.
Un desfile de
escolares avanza torpemente con faroles encendidos bajo la llovizna pertinaz de
setiembre, alimentando el caos vial que todos maldicen, lo que le recuerda que
es el día de la independencia. El redoble lejano de unos tambores, que se
impone por momentos a la música de la radio, se lo confirmará. Se pregunta
cuántos años de la independencia de España se conmemoran y, tras unos instantes
de vacilación, admite que no lo sabe. Jamás ha sido afecta a las fiestas
patrias por considerarlas alimento de un nacionalismo ramplón, pero ahora se
avergüenza de su ignorancia. Se suponía –¿pero quién lo suponía?– que
alguien como ella debía manejar esos datos al dedillo. Ella misma lo
suponía. Por lo demás, salvo para los estudiantes obligados a participar en los
desfiles y para el ministro de Educación de turno, obligado también a dar un
discurso con ese motivo, la independencia carecía desde hace mucho tiempo de
significado. ¡Qué destino el de estos países! Haber sido desde el inicio, y
continuar siendo hasta el día de hoy, botín en disputa, patio delantero,
lateral o trasero, finca bananera o paraíso turístico, de los poderosos y los
ricos... España, Inglaterra, Francia, Estados Unidos, después quizás vendrían
los chinos... ¿Qué más da? Siempre era, siempre había sido lo mismo... ¿Sería
siempre igual?
Era evidente
que la música no lograba arrancarla de esa oleada de frustración y, ahora
pesimismo, que se adueñó de ella tras la reunión. Opta por apagar la radio y,
puesto que apenas llovizna, baja la ventanilla para que el aire húmedo la
refresque. En ese momento rebasa el desfile de chiquillos que ocupa la mitad de
la calle. Uno de ellos se voltea para mirarla, sin disimular el orgullo que le
produce que su farolito, con una vela encendida adentro, resista los embates de
la llovizna y el viento.
—¡Bravo, campeón! —le dice Sylvia de manera
inesperada (incluso para ella) y el chiquillo le devuelve una sonrisa diáfana,
que surtirá efecto inmediato sobre su ánimo. Recuerda que, de niña, participó
como bastonera en varios desfiles de la independencia. Conserva un par de
fotografías de tales ocasiones: muy sonriente y orgullosa de su traje rojo, con
minifalda, capa y sombrero incluidos. Su madre y, alguna vez su padre, la
acompañaron a lo largo del recorrido y le compraron un helado al finalizar. A
diferencia de los desfiles de faroles, aquellos tenían lugar bajo el sol
candente de la mañana, antes que los aguaceros vespertinos descargaran su furia
sobre la ciudad. El hecho de que su padre entonces viviera teñía sus recuerdos
de un sabor dulce y melancólico.
Tan pronto
Sylvia emboque la calle a cuyo término se alza la casa de los Forester,
comprenderá que Daniel aún no regresa, pues las luces del segundo piso están
apagadas. Abajo, en cambio, hay algunas encendidas; quizás Tadeo esté de buen
humor y le abra. Estaciona frente a la casa y, protegiéndose de la llovizna con
su maletín, sube a grandes zancadas la escalera que, trazando un semicírculo,
desemboca en la puerta principal de la casona. Daniel identificaba el timbre de
su apartamento con su nombre y apellidos, el de Tadeo, en cambio, nada decía.
Lo pulsa una sola vez y, hasta donde se encuentra, llega un sonido metálico y
estridente. Poco después se abrirá la ventanilla de la puerta enmarcando el
rostro de Tadeo: su largo y enmarañado cabello castaño, la nariz recta y
prominente, las cejas tupidas y bien delineadas bajo la frente que se distiende
y los labios que, poco a poco, desplegarán algo semejante a una sonrisa. Al
tiempo que se cierre el rectángulo de la ventanilla, se abrirá la puerta:
vestido con ese pantalón holgado y esa camiseta desteñida con un motivo impreso
ilegible, Tadeo recupera algo del aire adolescente del que, al parecer, tanto
le está costando desprenderse.
A sus treinta
y siete años se las arregla para llevar una vida parecida a la de un estudiante
universitario: sin trabajo fijo, atiende a una clientela conformada sobre todo
por amigos y conocidos, brindando mantenimiento a sus computadoras y sacándolos
de apuros en todo lo relativo a ellas. Se saludarán con un beso en la mejilla y
avanzarán unos pasos hasta el antiguo recibidor de la casa, el sitio donde,
tras la remodelación, se dividen los dos apartamentos. La puerta del de Tadeo
está abierta, ofreciéndole a Sylvia una vista de la sala en desorden, adentro
suena una música que ella no identifica.
—Daniel debe de estar por
llegar, si querés pasar un rato y esperarlo.— A Tadeo ni siquiera se le ocurre pensar que lo
visite a él. A pesar de que la distancia que los separa en edad es menor que la
que la hay entre Sylvia y Daniel, la amistad con este último es más estrecha y
espontánea. Con Tadeo la mayoría de las conversaciones tienen lugar en el
recibidor o bien en el apartamento de Sylvia, mientras él trabaja en la
computadora de ella.
Sylvia acepta
agradecida y, con pasos tímidos, se adentra en la sala sumergida en una
penumbra agradable. La varita de incienso que arde inundando el ambiente de un
olor dulzón, no oculta por completo el aroma de la marihuana. Sylvia no tenía
claro en qué momento Tadeo se convirtió en ese hombre huraño y, hasta donde
ella sabe, más bien solitario. En sus recuerdos infantiles, Tadeo es un
muchacho alegre y desenfadado que juega al fútbol o corre por el patio de la
casa de Turrúcares, como los demás. Después, durante algunos años, lo dejó de
ver y cuando lo rencontró más adelante, mientras ella estudiaba en la
universidad, él ya había perfilado ese carácter impenetrable, o más bien
impredecible que, conforme pasan los años, no deja de acentuarse. Aun así,
Sylvia lo quería casi de la misma manera que a su hermano.
A veces Sylvia y Daniel repasaban el
vínculo de parentesco que los unía –el abuelo de los Forester por el lado
materno, fallecido décadas atrás y a quien Sylvia ni siquiera conoció, era
primo en segundo grado de la madre de Sylvia–, pero los tres sabían que la
fuerza de su afecto e incluso de su amor, el carácter cuasifamiliar e íntimo
del sentimiento que los unía, derivaba de la amistad que cultivaron sus padres
desde su juventud, acaso secretamente unidos por el remoto, y en el caso del
padre de Sylvia por completo olvidado, origen irlandés en común. El haber sido
compañeros en el Liceo de Costa Rica fue la piedra fundacional de aquella
amistad que se extendería durante el resto de sus vidas; más tarde, en época de
juventud, completaron juntos una épica caminata hasta San Salvador; hubo
también, recién casados ambos, una finca de cacao cerca de Matina que fracasó
por la epidemia de monilia que arrasó las plantaciones; más tarde compartieron
una lancha de recreo cuyos costos de mantenimiento se hicieron insostenibles;
por último, con otros amigos, compraron en sociedad la quinta de recreo en
Turrúcares, a la que la familia de Sylvia debió renunciar tras la inesperada y
prematura muerte del padre, a los 45 años, cuando ella estaba en plena
pubertad. Pero los lazos que se habían tendido eran tan sólidos que las
familias siguieron frecuentándose y Sylvia, su madre y sus hermanos, no dejaron
de visitar, invitados por los Forester, la quinta de Turrúcares, como si aún
fueran parte de la sociedad... Más adelante, conforme los muchachos crecían y
definían su camino, la quinta fue quedándose vacía, hasta que un año de tantos
los dueños se resignaron a venderla y la sociedad se disolvió. Aun así, los
padres de Daniel y Tadeo no abandonaron nunca a la madre de Sylvia y solo la
muerte de ambos –una seguidilla fatal en el curso de apenas dos años– los
separó en definitiva.
Tadeo le
ofrece un té y la invita a sentarse en un sofá amplio y cubierto con una tela
roja bastante raída, en uno de cuyos extremos dormita, plácida, su gata
Lirio. La casona, construida en el punto
donde inicia el barranco que desciende abruptamente hasta las aguas moribundas
del río Torres, tiene una vista estupenda de las montañas de Heredia. Tadeo
había colocado el sofá frente a un ventanal muy amplio que se daba el gusto de
mantener sin cortinas pues, debido al desnivel del terreno, la casa de enfrente
quedaba muy por debajo de la suya y no amenazaba su privacidad. Sylvia se
dejará caer sobre el sofá y despertará a Lirio que, tras desperezarse, se
acercará a ella con la esperanza de recibir mimos. Pero Sylvia no es amiga de
los gatos y se levantará para ir donde Tadeo vierte agua caliente en dos
tazones con bolsitas de té. Hablarán de
tonterías para ganar tiempo; Tadeo preguntará si los últimos programas que
instaló en su computador funcionan bien y también por su trabajo en la revista,
a todo lo cual responderá Sylvia sin entrar en detalles, dominada por la pereza
de alimentar una conversación que desde el inicio saben que no va a ninguna
parte. La puerta del apartamento de Tadeo se mantenía entreabierta y ambos
escuchan cuando se abre la que da a la calle. Enseguida irrumpe la voz ligera
de Beto que le dice algo a su padre y Sylvia siente en su interior un golpe de
alegría.
Daniel y Beto ya están dentro del
antiguo recibidor de la casa y, alertados por el carro estacionado afuera y por
la puerta entornada del apartamento de Tadeo, asoman al interior. Tan pronto
descubre a Sylvia, Beto corre hacia ella alargándole sus brazos, a pesar de sus
casi nueve años y de ser más bien alto, Sylvia consigue alzarlo a la altura de
su cara para besarlo en las mejillas, mientras los hermanos se saludan con esa
mezcla de familiaridad e indiferencia de los que han convivido mucho tiempo.
Sylvia apura lo que restaba de su té y se despide de Tadeo recordándole que la
próxima semana debe instalarle un programa y ciertos accesorios para telefonía
por Internet.
Tras abrir la puerta del apartamento
de Daniel, quedan frente a la escalera que, trazando un semicírculo que
prolonga el que sube desde la acera hasta la puerta principal, lleva al segundo
piso de la casona. Mientras ascienden,
Sylvia le adelanta a Daniel, con tono quejumbroso, que su jefe le ordenó posponer
la investigación sobre Guanacaste y escribir un reportaje sobre las amenazas al
turismo. A la respuesta distraída de Daniel, Sylvia replicará que, desde luego,
el independentismo también constituye una amenaza al turismo, pero ella no se
referirá al tema para no “quemarlo”.
La escalera
desemboca en la sala-comedor del apartamento de Daniel, amplia y amoblada con
los viejos sillones de los Forester. Sylvia los conoce desde su niñez –un sofá
triple y dos sillones tapizados de cuero negro, ahora muy resquebrajado– y por
ello le despiertan una grata sensación de familiaridad. Siempre que entra al
apartamento de Daniel, se sorprende de la abundancia y nitidez de los recuerdos
y las sensaciones que despiertan los objetos, algo que no experimenta en casa de
su madre, pues ella tiene la compulsión de reemplazar cada tanto el mobiliario
y los adornos y, con muy raras excepciones, los objetos de su infancia y
juventud sucumbieron a esa manía.
Daniel y su
hijo depositan sobre la mesa de cedro las bolsas que traían, enseguida Beto se
escabulle hacia su habitación, de donde regresará poco después con un cuaderno
y varios libros, para instalarse a realizar sus deberes escolares. Daniel
preguntará a Sylvia si comió y prometerá
unas pastas deliciosas mientras saca una botella de cabernet chileno del
armario que utiliza como depósito.
Como es su
costumbre, conversarán desordenadamente sobre varios temas sin atacar a fondo
ninguno, hasta que Sylvia recuerde que el objeto principal de la reunión de la
tarde fue presentar a Carlos Claramunt y le pregunte a Daniel si lo conoce.
—No —responde Daniel, tras
pensarlo unos momentos—,
pero conocí hace años a un tal Diego Claramunt que era un reverendo maricón. En
la de menos son parientes, porque no hay muchos Claramunt en el país.
—No se dice maricón, se
dice “gay” —interviene
Beto, abandonando por un momento su tarea. Daniel y Sylvia reirán la gracia y
el chiquillo volverá a sumergirse en sus decimales.
Para sus
nueve años, era espantosa su conciencia de lo políticamente correcto. ¿Serían
todos los niños de hoy así? Muchos de los hijos de sus amigos y amigas le
resultaban a Sylvia una fotografía en alto contraste de sus padres, de ella
misma, de su pequeño círculo. Al mirarse reflejada en ellos, Sylvia tomaba
conciencia de su desmesura, esa capacidad innata de sospechar de todo y de
ponerlo todo en entredicho, esa necesidad de ser siempre dueños de la última
palabra, de lucir más inteligentes y sagaces. Lo peor era que los padres se
enorgullecían y alardeaban de esas características en sus hijos, sin reparar en
su monstruosidad. No, se decía Sylvia, casi a su pesar: definitivamente ella no
tendría un hijo.
—¿Y qué pitos tocaba el
Diego ese?
—Fue alumno mío en la
universidad —Durante
años Daniel ejerció la docencia y aún lo hace esporádicamente—. En un curso creo que
de cálculo. Quería estudiar ingeniería, pero ahí le hicieron la vida imposible
y lo obligaron a salir. Su familia era rica, tenían fincas por el lado de
Cañas, si mal no recuerdo.
—¿Y qué fue de él?
—No sé... Le perdí la
pista. ¡Ah, no! Ya recuerdo, alguien me dijo que al final se fue a estudiar a
México.
—¡Puta! ¿Por qué se le
ocurriría meterse a ingeniería? A un gay le iría mejor en teatro o bellas artes... ¡Pero ingeniería!
Son poco más
de las ocho de la noche y Sylvia y Daniel ya doblaron el ecuador de la botella
de cabernet chileno que domina, como un dolmen, la vieja mesa de la sala. No
hay el menor indicio de la pasta prometida por Daniel y Sylvia sufrirá el
asedio de un apetito creciente. (“¿Qué había almorzado hoy?” –se pregunta
mientras paladea un sorbo de vino–. ¡Ah, sí! Doña Jovita le preparó una
ensalada con apio y pollo desmenuzado. Con razón estaba hambrienta, fue un
almuerzo liviano). Sin más rodeos, le pregunta a Daniel por la pasta; no habrá
terminado de decirlo, cuando su amigo se incorporará de la silla con la
expresión de quien ha cometido un error gravísimo. Por un momento, Beto y
Sylvia quedan en silencio mientras en la cocina se escucha el trajinar de
Daniel.
—La salsa está lista,
solo hay que cocinar la pasta —informa
él con tono a la vez urgente y conciliador.
En lugar de
responderle, Sylvia se dirige en voz baja al chiquillo.
—¿Y hoy te dio de
almorzar o también se le olvidó?
Beto levanta
su vista del cuaderno salpicado de números y puntitos rojos, endereza sus
anteojos sobre la nariz y le responde, asimismo, en voz baja:
—Comimos empanadas en una
soda.
—¿Y estaban ricas?
El chiquillo
hace un gesto para expresar que “más o menos”. Sylvia se propone regañar una
vez más a Daniel. El güevón vivía quejándose de que Irene le daba la mala vida
por la forma en que trataba al niño, pero él le brindaba abundantes motivos
para hacerlo. En estas situaciones es inevitable que Sylvia se solidarice con la
exmujer de su amigo, aunque por todo lo demás la deteste. (Era –pensaba en
ocasiones Daniel Forester, pero nunca se lo había dicho a Sylvia– como si ante
la crianza de un niño las mujeres desplegaran una suerte de solidaridad
secreta, inquebrantable y perversa, que las hacía estar siempre de acuerdo y
cerrar filas. ¿Qué sabían ellas de las necesidades de un niño varón? ¿No tenía
él, al menos, la ventaja de haber sido niño una vez? Pero no... Respecto a la
crianza de su hijo, siempre estaría en desventaja y su opinión carecería de
validez...).
Algo debió de
sospechar Daniel, pues desde la cocina levanta su voz:
—Hoy almorzamos rico...
¿Verdad, Beto?
El niño y
Sylvia cruzan una mirada de complicidad –Sylvia arquea sus cejas como
pidiéndole que por ningún motivo la delate– y luego, con un gruñido, el
chiquillo responde que sí.
La fama de
buen cocinero de Daniel era más que justificada, corrobora Sylvia pasadas las
nueve, cuando su amigo por fin sirve la pasta, pero la de que descuida la
alimentación de su hijo, también, porque Beto no quiso saber nada de la salsa
con alcachofas que las acompañaban y hubo de contentarse con el plato de cereal
y la rodaja de pan con mermelada que Daniel improvisó para él. Aun así, Beto se
fue a dormir contento, tras concluir su tarea y conversar un rato con ellos
acerca de uno de sus compañeros de escuela, cuyos padres se estaban separando.
Daniel e Irene se habían divorciado antes de que él cumpliera su primer año y
la sola idea de que los padres de su amiguito vivieran juntos, le resultaba
extraña.
Cuando Daniel
regrese a la sala, después de haber acostado a su hijo, Sylvia lavará los
platos en el fregadero. Por más que Daniel le pida que desista, ella se
empeñará en hacerlo, “si no me dejás hacer al menos esto, no voy a sentirme
libre de volver cuando quiera, entendé, es pura conveniencia...”, suele decir
Sylvia siempre que se presenta esta escena.
Su amistad
está cimentada en la repetición de una serie de rituales, de códigos secretos y
a la vez explícitos cuya reiteración a lo largo del tiempo reafirma en ambos la
certeza del vínculo y la sensación de familiaridad. Ahora que son adultos, los
años que los separan en edad perdieron relevancia, sin embargo, en algunos
recuerdos infantiles de Sylvia, Daniel aparece ya como un muchacho. A veces,
cuando comparaba al Daniel de sus recuerdos con ese de ahora –alto y delgado,
con el pelo lacio, corto y castaño oponiendo una resistencia inútil al avance
arrollador de la calvicie– le costaba
creer que se tratase de la misma persona. Quizás a él le sucedía lo mismo,
quizás por eso la reiteración de ciertos rituales era tan importante para ambos
y se hallaba en la base de su amistad.
Más tarde,
cuando conduzca de vuelta hacia su apartamento con la extraña sensación de
flotar en la espesa niebla aposentada sobre la ciudad, Sylvia se propondrá
averiguar si hay algún parentesco entre Carlos y Diego Claramunt e intentará,
sin éxito, esquivar los baches en las calles, mientras maldecirá porque uno de
los faros del carro se fundió, dificultando aún más la tarea de sobrevivir a la
ciudad de San José. Mañana tendrá que ir donde Calilo para que le cambie el
bombillo y, de paso, le eche un ojo al motor: de unos días para acá hace un
ruido extrañísimo, nunca antes lo había oído.
Adentrándose
en la niebla, juega con posibles títulos para su reportaje: Paraíso
amenazado, Paraíso sitiado, Espinas en el paraíso, ¿por qué demonios esa necedad con el paraíso?
¿De cuándo acá le daba por los símbolos bíblicos? Intenta por otro lado: Una
industria amenazada, insoportable, La gallina de los huevos de oro
amenazada, ridículo, risible –y la niebla tan espesa y quieta– y muy a su
pesar reverberan en su mente imágenes de una gallina degollada, ese recuerdo
infantil que la impresionó tantísimo, el bicho descabezado corriendo sin
dirección hasta caer tendido sobre el césped y doña Jovita –sí, desde siempre
doña Jovita– dando gritos tras ella porque, en el trance de sacrificarlo, el
animal se le escapó... Luego surgen Fin de fiesta –nada que ver–, Un
camino con ¿piedras?, ¿huecos?, ¿riesgos? y ninguno funciona, pero se dice
que tendrá que referirse al desastroso estado de las carreteras y de los
caminos, los turistas siempre se quejan y cada tanto hay accidentes a veces
fatales.