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De ordinario,
los periodistas free-lance solo eran convocados a las reuniones de la
redacción en ocasiones especiales, cuando surgían temas que requerían la
coordinación de todo el equipo o cuando tenía lugar un cambio importante en el
área gerencial, administrativa o directiva de la revista. Tan pronto como
Sylvia descubre en la silla junto a López a un hombre rubio, vestido con un
elegante traje azul y corbata roja a rayas, comprende que en esta ocasión se
trata de lo último. Mientras se desliza en su asiento y López la pone al tanto
con un par de frases –Carlos Claramunt era el nuevo gerente administrativo
desde la semana anterior, se implementaría una nueva política en este campo–,
el tipo individualiza a Sylvia con una mirada. Enseguida, López cede la palabra
a Claramunt, quien por un momento parece
titubear entre levantarse para hablar o hacerlo desde su asiento. Por fin se
incorpora y comienza a hablar con cierto nerviosismo.
Entonces es
el turno de Sylvia de mirarlo con atención: blanco, mucho más alto que López y
con bastante sobrepeso, hace gala de modales refinados y salpica su charla con
términos técnicos que nadie, ni siquiera López, parece comprender. Tras un
arranque más bien vacilante, encuentra la suficiencia y convicción que
distingue a los hijos de las clases poderosas, y sus palabras y sus gestos
confirman esa impresión. Sylvia calcula que no tendrá más de treinta años,
aunque la formalidad del traje y del peinado lo hacen parecer mayor. Claramunt
habla durante algunos minutos hasta caer en cuenta de que nadie comprende muy
bien su cháchara. Entonces se interrumpe de golpe y, a modo de conclusión,
agrega que los cambios serán graduales y se verán en la práctica, en cualquier
caso no quiere hacerles perder tiempo explicándoselos ahí, algo en lo que todos
coinciden y agradecen en silencio.
Finaliza diciendo que está a las órdenes para lo que pueda ser de
utilidad, que confía en que podrán trabajar de la mejor manera juntos, etc.
Cuando Claramunt se sienta hay un vago
murmullo entre los presentes, ese tipo de murmullos de donde sobresalen,
aisladas, palabras que nunca se sabe quién pronunció: “¡bienvenido!”,
“igualmente...”, “¡buena suerte!” y otras de ocasión.
Tras la
salida de Claramunt el ambiente se distiende y durante algunos minutos
germinan, simultáneas, varias conversaciones. López se ha puesto de pie como
para dirigirse al grupo, pero Goicoechea había llegado hasta él para decirle
algo. Sylvia intercambia un escueto saludo con Yolanda, sentada frente a ella,
y con Herrera, a su izquierda, y revisa en la pantalla de su teléfono si
recibió mensajes: no. Cuando alza de nuevo la vista, Goicoechea retorna a su
sitio y López se dispone a hablar. Sin necesidad de decir palabra, el Jefe de
Redacción impondrá silencio, luego llevará los anteojos hasta la punta de su
nariz, arqueará las cejas y fruncirá la boca, en un gesto de frustración que a
Sylvia le resultará cómico.
—Y... ¿qué le vamos a
hacer? —dice por
fin—. La misma
carajada de siempre...
Dedican el resto de la reunión a
ponerse al día sobre lo que están haciendo. Cuando le llega el turno a Sylvia –la última, a modo
de castigo por su llegada tardía, según dictaba la tradición–, ella refiere sus
dificultades para ahondar en la organización clandestina que, durante los
últimos meses, ha sembrado una creciente agitación en la provincia norteña,
reviviendo añejos sentimientos regionalistas y reivindicando la singularidad
del estatuto colonial de Guanacaste como fundamento para reclamar su
independencia. No es la primera vez que surgen movimientos de este tipo –todos,
menos Sylvia y Oscar, recordarán que a mediados de los años 80 del siglo XX
hubo un movimiento similar, que propugnaba la anexión de la provincia a los
Estados Unidos en calidad de “Estado Libre Asociado”; otros mencionarán a un
grupo de familias que, años después, pretendió fundar una “república” en una
estrecha franja limítrofe entre Costa Rica y Nicaragua–; lo particular, en este
caso, reside en la cantidad de recursos con los que el movimiento parece
disponer y que en varias ocasiones realizaron acciones de sabotaje y declararon
que no renunciaban al terrorismo como medio de lucha.
Tras una
desordenada discusión en la que varios opinan sobre el tema (de la cual Sylvia
no sacará nada en claro), López le pregunta cuánto tiempo más necesitará para
concluir su reportaje y como ella titubea y es incapaz de responder algo
concreto, López le pide conversar al finalizar la reunión.
—Llevás casi dos meses
metida en eso y necesito que me echés una mano con otras cosas —le dice López sin
preámbulos, cuando la reunión ha concluido y los otros conversan en la sala o
se alejan por los pasillos. Aunque jamás alzaba la voz, sus palabras emergían
comprimidas de la boca; siempre da la impresión de estar tenso.
—¡Jefe! Usted sabe que el
asunto es complicado... Necesito un poco más de tiempo, por favor...
Veinte años
mayor que Sylvia, bajito y con la tupida cabellera platinada, López enmascaraba
su timidez tras sus gruesos lentes y tras una dureza seca y aguerrida. Era un
periodista incómodo y maleducado, de esos que todos –pero en especial los
políticos–, temen y rehúyen. Fue profesor de Sylvia en la facultad y también
quien la acercó a la revista, solicitándole colaboraciones esporádicas al
inicio y ofreciéndole luego una relación más formal, aunque siempre en calidad
de colaboradora. “Vos sabés que, en época de neoliberalismo y de reformas del
mercado laboral, nadie quiere personal de planta ni se contrata a alguien
permanentemente. Ese privilegio se acabó con mi generación...”.
Durante años,
Sylvia admiró en él algo que solo se le ocurría llamar “su entereza”,
refiriéndose a cierta tozudez, a cierta terquedad para defender sus posiciones
a contrapelo de las conveniencias y los vientos de moda. Con los años, la luz
con que lo consideraba dejó de ser tan favorable y, con frecuencia, le
resultaba intransigente y arrogante, una suerte de jacobino adelantado a su
revolución, con opiniones definitivas sobre lo que ocurría, que juzgaba por
anticipado a las personas y se entregaba sin reparos a pronósticos y visiones
apocalípticas. Eso sí, Sylvia le agradece que nunca, durante los casi diez años
que tienen de conocerse, haya aventurado una insinuación de otra índole. Y es
que López –se decía Sylvia a veces– era una suerte de ser asexual, alguien para
quien el trabajo y sus otras dos pasiones –la política y, desafortunadamente
para ella, el fútbol– significaban todo. En alguna ocasión Sylvia conoció a uno
de sus hijos –un muchacho pálido y tímido, apenas unos años menor que ella– y
sabía (porque en la redacción siempre se sabía todo), que su mujer lo dejó tras
declarar y asumir su lesbianismo.
—Lo siento... Hay cosas
más urgentes... No tenés que abandonarlo definitivamente, pero necesito que me
echés una mano...
Sylvia sabe
que es inútil discutir, todo lo que hace es bajar la vista hacia su falda de
corduroy azul oscuro en la que brillan, impertinentes, algunas hebras de hilo
blanco que ella atrapará con sus dedos y con las que hará velozmente una
pelotita.
—Está bien, jefe... ¿Qué
le voy a decir? Si no hay más remedio... —Y colocando la pelotita de hilo entre el índice y el
pulgar derechos la catapulta hasta el centro de la mesa de reuniones—. ¿Qué es el asunto?
(En su mente
relampaguea la imagen de James Bond, citado por sus superiores para recibir la
encomienda de una nueva misión: el escritorio pulcrísimo del comisionado, las
enormes ventanas con vista al Támesis y el perfil brumoso de la ciudad de
Londres... Ese ambiente elegante e impenetrablemente masculino, en el que Bond
se conducía como pez en el agua... Así, apenas reclinado contra el escritorio
de su superior, Bond agradecía impávido la felicitación por el éxito de su
misión recién concluida y, antes de escuchar los pormenores de su nuevo
objetivo, tomaba, solicitándolo apenas con un gesto, un enorme habano de la
caja de madera que reposaba sobre el escritorio de su jefe... La evocación
estuvo a punto de desembocar en una sonrisa que, no obstante, Sylvia ahoga).
—Estamos preparando un
especial sobre el impacto del turismo en el país. Necesito algo sobre las amenazas
al turismo y ahí es donde entrás vos... ¿Recordás el caso de la holandesa que
asesinaron hace poco en Nosara? —López
no le dio oportunidad de responder—. El asunto de la inseguridad en las playas,
los robos a los turistas, la infraestructura vial, todo eso... Necesito que me
ayudés. Me gustaría que te le metás al caso de la holandesa, porque tuvo mucha
prensa afuera. Entiendo que los sospechosos ya cayeron. Sería cosa de ir a
verlos. En fin, vos sabrás. Pero lo necesito y rápido.
—Fue
en Sámara...
—¿Cómo?
—Que
fue en Sámara, no en Nosara...
—Sámara,
Nosara… alguna de esas playas, lo mismo da. ¿Qué te parece un borrador para el
fin de semana?
—¿El
fin de semana? ¡No bromee, jefe! (James Bond termina de desvanecerse en su
imaginación).
—No puedo darte más.
López se
incorpora y pone fin a la conversación. Sylvia permanece sentada unos momentos
y busca, en vano, la pelotita de hilo blanco en el caos de la mesa repleta de
tazas de café a medio vaciar y platitos con servilletas sucias y galletas mordisqueadas.