miércoles, octubre 31, 2007

Un grafiti en San José

Como tantas ciudades del mundo, San José ha crecido caótica y sin planificación. Allá por los años 60, en medio del apogeo desarrollista, cuando el Estado se ufanaba de ser amo y señor de la vida nacional, se realizaron algunos esfuerzos significativos de planificación urbana. Así, el distrito de Pavas tiene un sector eminentemente industrial. A los costados de la línea del tren se edificaron numerosas fábricas; buena parte de los trabajadores y trabajadoras que laboran en ellas viven no muy lejos, en las populosas barriadas de Pavas.

A menudo me toca transitar por ahí. Hace meses descubrí en las inmediaciones de las plantas industriales, en uno de los muros que flanquean la vía férrea, un graffiti que desde el inicio atrapó mi imaginación.

Dice así:

Yolanda M. te amo
Tu esposo


Está escrito con pintura blanca y grandes letras de molde. A su lado hay otras leyendas de amor y, si no recuerdo mal, algunas de fútbol, otras de política y, desde luego, palabras obscenas.

Declaraciones públicas de amor abundan por toda la ciudad y en todas las ciudades, pero nadie dudará de que lo que distingue al graffiti en cuestión es su segunda línea: “Tu esposo”.

Se supone que uno hace estas cosas cuando está locamente enamorado, cuando pretende impresionar o seducir a la amada, cuando desea que el mundo entero se entere de su amor... Pero proclamar de esta manera el amor cuando el matrimonio se ha consumado es, por decir lo menos, original.

¿Lo escribiría un esposo enamorado para conmemorar un aniversario de bodas? Puede ser. Pero a mí me sugiere más bien un drama pasional. Adivino algo de ruego, de reclamo, de desesperación, en las palabras de alguien que primero afirma “te amo”, y luego suscribe “tu esposo”. No es difícil imaginar el drama, por lo demás demasiado frecuente en estas latitudes.

Aventuro que Yolanda M. trabaja o trabajaba en alguna de las fábricas cercanas y que discutió amargamente con su esposo. ¿La habrá golpeado el hombre? ¿Se habrá perdido varias noches tras embarcarse en una francachela heroica con sus compinches de siempre? No lo sabemos. En todo caso, es probable que ella lo expulsara de la casa con la policía o hiciera que los juzgados interpusieran medidas cautelares que le impedían a él acercarse. Ante esto, en un intento desesperado por reconciliarse con ella y reconquistar su amor, el hombre pidió a algún amigo que lo acompañara una noche de esas a escribir el graffiti cerca de la fábrica donde trabaja o trabajaba ella. No descuidó la ruta por la que su mujer solía acercarse al trabajo y escogió el sitio más visible, en lo alto del muro. Las letras grandes hablan de su resolución, quizás también de su arrepentimiento. Así estampó el testimonio de su amor y esa patética –y hermosa– forma de reafirmar el vínculo matrimonial que los unía o los une todavía.

Recuerdo aquella hermosa película francesa de los años setenta, “Madame Rosa”, en la que la protagonista, una vieja exprostituta interpretada magistralmente por Simone Signoret, cría a varios niños semiabandonados y los somete a una intensa educación sentimental. Las últimas palabras que la mujer dirige a uno de los jóvenes, poco antes de morir, son simples y elocuentes: “Hay que amar.” Con esa frase enorme termina la cinta.

El drama de la masculinidad en América Latina es antiguo y sus expresiones diversas y a menudo patéticas. Una de ellas es el machismo y la violencia sistemática contra las mujeres. La otra es el síndrome de la super-mamá, la madrecita, la jefecita, como la llaman en México, la patrona, en fin... Llámela como prefiera. “Hay que amar”, es cierto. Y cuánto urge, qué necesidad tan profunda existe de una “pedagogía del amor”, de una educación sentimental.
Y sin que pueda precisar por qué, el grafitti de Pavas me recuerda de golpe, cada vez que paso por ahí, todo este asunto.