lunes, noviembre 14, 2011

Viajes (Los días y sus dones, 1980-2001)


Los aeropuertos son un limbo y en ellos todos somos "almas en pena": en tanto que lugares de paso, la identidad personal queda momentáneamente en suspenso, esperando la oportunidad de saltar como un muñeco de resorte tan pronto aparezca un pariente, un coterráneo, un conocido. Sólo quienes trabajan ahí y han integrado estos lugares a su vida, se comportan como personas, sobre todo en el trato que se dispensan entre sí, bastante menos cuando se dirigen a las "sombras" que pasan y con quienes tienen que tratar…
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El viajero y el suicida se dan cuenta de que lo que queda atrás, seguirá su curso sin ellos.
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El azul profundo del Mediterráneo en calma; el vibrante, intenso resplandor turquesa que escapaba de las olas, aquél día de mar gruesa.
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Los turistas vienen a las catedrales como a los restos de un gran dinosaurio. Circulan entre las costillas, toman fotos con flash  y desprecian el silencio. Atropellados, vienen y van, tratando de registrar detalles y rincones consignados en las guías. La idea de sentarse a respirar parece no existir para ellos: a lo sumo un descanso, unos minutos de reposo antes de seguir la marcha. Los lugares se visitan, no se habitan (aunque sea unos minutos o unas horas); se conocen pero no se viven.
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Los franceses venden vino, queso y palabras…
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Los franceses traen a la palabra lo que los italianos dicen con las manos.
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Horrible y lacerante certeza de que, de aquí en adelante, España será, como lo es ya, una nostalgia y un dolor encarnado.
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La Habana, con sólo mencionarla, sabe a poema.
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Una de las diferencias más palpables entre Madrid y París, es la presencia de lo que quizás impropiamente llamo “el barroco”. “Lo barroco”, tan determinante en Madrid, está casi ausente de París. El barroco: afirmación sensual y contorsión culpógena; afirmación y negación; contradicción, culpa … París, por su parte, es mucho más sobria y equilibrida; aún en sus delirios imperiales transmite un espíritu de sobriedad y de confianza en la razón.
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Dondequiera que voy encuentro dos ciudades superpuestas. Por un lado  la ciudad “globalizada” de los malls, la tv por cable y la Internet, odiosamente idéntica en todas partes (habitada, también hay que decirlo, por hombres y mujeres semejantes en cualquier país), y junto a ella, pero abandonada y en ruinas, “la otra ciudad”, la ciudad nacional de las clases medias y obreras.
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La dificultad, el desafío, estimulan la creatividad y obligan a que todo sea diferente. Por eso las ciudades fundadas en terrenos poco propicios, como San Francisco o Río de Janeiro, son las más bellas.
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A medio camino entre Macondo y Paris, Buenos Aires es una ciudad maravillosa. Caminando por sus calles, uno comprende  que aquí haya surgido una de las principales escuelas psicoanalíticas. Y es que ser porteño es ser conciente de que se es algo que no se es.
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“Venus” es el nombre de batalla de esa esbelta travestida que cada sábado se maquilla maravillosa, alucinantemente, para venir a exhibirse al boulevard donde nos paseamos los turistas. Ella sabe muy bien en donde está parada, pues constantemente grita: “Don´t take that picture, damn. This is America; nothing is for free.”
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Los indígenas de Panajachel, duchos en el arte de hacerse pasar por idiotas.
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Un poco por mi facha, y otro por las gotas de sangre anglosajona que cargo, me resulta fácil palpar el desprecio y el odio apenas disfrazado que sienten los guatemaltecos por los gringos.
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Guatemala City: en las cercanías del hospital, proliferan, prósperas, las funerarias…
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¡Qué dicha interminable la de Odiseo, que durante diez años viajó de regreso a casa!