lunes, mayo 30, 2011

UNA DE LEVRERO

Cree la gente, de modo casi unánime, que lo que a mí me interesa es escribir. Lo que me interesa es recordar, en el antiguo sentido de la palabra (=despertar). Ignoro si recordar tiene relación con el corazón, como la palabra cordial, pero me gustaría que fuera así.

La gente incluso suele decirme: "Ahí tiene un argumento para una de sus novelas", como si yo anduvier a la pesca de argumentos para novelas y no a la pesca de mí mismo. Si escribo es para recordar, para despertar el alma dormida, avivar el seso y descubrir su caminos secretos; mis narraciones son en su mayoría trozos de la memoria del alma y no invenciones.

El alma tiene su propia percepción y en ella viven cosas de nuestra vigilia pero también cosas particulares y exclusivas de ella, pues participa de un conocimiento universal de orden superior, al cual nuestra conciencia no tiene acceso en forma directa. De modo que la visión del alma, de las cosas que suceden dentro y fuera de nosotros, es mucho más completa que lo que puede percibir el yo, tan estrecho y limitado.
(...)

Claro que no sé hasta dónde mi alma es mía; más bien yo pertenezco al alma y esta alma no está, como señala más de un filósofo, necesariamente dentro de mí. Es simplemente algo que no conozco; el yo no es otra cosa que una parte modificada, en función de cierta conciencia práctica, de un vasto mas que me trasciende y sin duda no me pertenece; un especimen surgido, o emergente, de un vasto mar de ácidos nucleicos. Pero qué hay detrás, cuál es el impulso que se expresa mediante el ácido. Ese deseo, esa curiosidad, esas voracidad subyacente en las partículas materiales."

Mario Levrero
(Montevideo, 1940-2004)
El discurso vacío.
(2007)

domingo, mayo 22, 2011

MADRID

La última vez que estuve aquí por más de una semana fue en 1993, hace casi veinte años. Desde entonces he vuelto varias veces, casi siempre por pocos días, casi siempre para visitar amigos. Desde la primera vez, en el verano de 1985, me sentí a gusto en esta ciudad. Bueno, no es cierto, no es exáctamente así. Recuerdo que en aquél primer encuentro me sentí avasallado, humillado por la amplitud de algunas calles y la imponencia de cierta arquitectura. Más que la vieja arquitectura imperial de los Habsburgos, fue lo masivo de los edificios de Gran Vía y Alcalá lo que me apabuyó. Recuerdo particularmente -curiosa impresión, curioso también que el recuerdo permanezca intacto- que las verjas de esos edificios me resultaron ofensivas. Miraba los enormes trabajos de hierro en las ventanas del Banco de España, del edificio de Correos, de los viejos edificios del Paseo del Prado y de Castellana, y me decía con indisimulado reconcomio que toda esa riqueza era fruto de la expoliación colonial de América.




Regresé por mucho más tiempo en 1993 y entonces me familiaricé con la ciudad. Tuve la suerte de permanecer 9 meses aquí, becado por la AECI, para estudiar guión cinematográfico. Eran los estertores finales del gobierno de Felipe González. Tuve la dicha de vivir cerca del Retiro y me tocó en suerte que los becarios tuviésemos entonces entrada libre a los museos del Estado; por ello pude visitar tantas veces como quise El Prado. Lo mismo que con la música, son pocos los pintores con quienes se entabla un amor a primera vista, y es cierto que en general hay que desconfiar de esos amores. Yo me enamoré despacio, a fuerza de visitas reiteradas, de Velázquez y del Bosco, de la Anunciación de Fray Angélico y de las madonas de Rafaél.






Como cualquier becario en Madrid, hacíamos vida de estudiantes y la mayor parte de nuestra actividad nocturna se desarrollaba en Chueca y Lavapies. En mi curso éramos varios becarios provenientes de América Latina -Ecuador, Colombia, Venezuela y Costa Rica- y desde luego un número mayor de españoles. Afirmar que durante aquellos meses me sentí "madrileño" sería exagerado y quizás sea más justo decir que me sentí "como en casa".


Hace pocos días, le comentaba a un amigo haber visto entonces un batallón de jóvenes conscriptos haciendo sus prácticas de "la mili" en El Retiro, y registrar como algo especial y llamativo el hecho de que entre ellos hubiera un joven negro. Recuerdo también haber visto en alguna caminata nocturna a otro joven de evidente origen africano trabajando en la recolección municipal de la basura.




Tras estas semanas de estadía acá, lo que más ha llamado mi atención es sin duda el incremento de la presencia de migrantes de todo el mundo. Madrid está en trance de convertirse en una ciudad cosmopolita y multicultural. Lo más notorio son los chinos que se establecieron en Lavapies. Decenas, centenares de comercios chinos de ropa y de los productos más variados... Están también, desde luego, los rumanos y los búlgaros, los subsaharianos de diferentes orígenes, los latinoamericanos que entonces empezábamos a venir y los magrebíes y gitanos que ya estaban aquí. Los gitanos, que entonces constituían la nota dominante entre las poblaciones "foráneas", pasaron hoy, según me parece, a segundo o tercer plano, pero quizás estoy equivocado.




A propósito de todo esto, me decía hace algunos días Alfonso -un salonero de mediana edad, trato amable y voz dulce que trabaja en una cantina popular en la zona de Chueca-: "No estábamos preparados, simplemente no estábamos preparados para todo esto..." Lo decía casi como una disculpa, como una justificación, para convencerme de que no hay maldad ni xenofobia en la gente de acá sino más bien ignorancia e impotencia, y que estos procesos de asimilación e integración requieren tiempo y esfuerzos.




Creo, sinceramente, que Alfonso tiene razón y da en el clavo. Madrid -la gente de Madrid- no estaba preparada para la globalización y todos sus efectos.




¿Pero acaso lo estaba alguien?




No hay lugar del mundo que no haya sufrido los impactos del signo de los tiempos, aunque estos efectos sean diferentes según el lugar. ¿Acaso estaban preparados los chinos para lo que les cayó encima? ¿Acaso lo estaban los mexicanos, los hindúes o los costarricenses?




Aunque difieran las formas en que la llamada "globalización" afecta a los pueblos, naciones y culturas, todas tienen en común una exposición masiva, arrolladora, a lo otro, a lo extraño, a lo diferente... En los países del llamado "primer mundo" este contacto es presencial y se concreta mediante las migraciones; en el caso del resto de países, la exposición tiene lugar mediante la invasión de productos, costumbres y signos extraños, en virtud de la apertura de los mercados y la imposición de los medios de comunicación globalizados.




Para unos y para otros la "globalización" tiene un efecto "modernizador" -entiéndase, disolvente- en el sentido de arrasar con costumbres, referentes y tradiciones.




Y no, para eso nadie estaba preparado y con eso todos tenemos que lidiar.




-Alfonso, anda, pónme otro vermú...