Para Anne-Claire
Después de habernos dado
todo lo mucho que teníamos
para entregarnos
lo único
que aún podíamos darnos
era
la libertad
Y así lo hicimos
Fieles
hasta el final
Una bitácora del día a día, mes a mes, año a año, con textos incómodos o inconexos, de esos que no encuentran cabida en otro sitio, hasta que la muerte u otro bicho o alimaña se aparezca o nos separe... perecgeorges@gmail.com
Para Anne-Claire
Después de habernos dado
todo lo mucho que teníamos
para entregarnos
lo único
que aún podíamos darnos
era
la libertad
Y así lo hicimos
Fieles
hasta el final
Por vez primera vivo esto con un sentimiento de integridad, intenso e inclusive hermoso: tristeza sin desgarramiento, sin la amenaza oscura de lo desconocido ni la laceración de las heridas infantiles, de todo aquello no-dicho, no-asumido, gusano ciego que da coletazos locos agitándose como bestia herida, desgarrando y enturbiando a su paso todo. Esto es otra cosa: algo dolorosamente dulce, que como todo sentimiento auténtico –no fantasmático- nos conecta con la verdadera vida.
Lo bueno de lo malo es que nos desafía a apelar a lo mejor de nosotros mismos.
"… en vez de proceder a la manera de los rumiantes que mastican con método el mismo alimento desde el principio de la vida, he corrido por la jungla del arte, nutriéndome unos días con la miel de las flores y otros con el áspero jugo de las raíces. Gracias a una especie de doncellez del cerebro que ninguna cátedra me arrebató en la adolescencia, he logrado conservar siempre una frescura de sensaciones que me permite contemplar cada nuevo espectáculo cual un milagro inesperado."
Enrique Gómez Carrillo,
"Treinta años de mi vida" (1918)
Era el tipo de señora que, de encontrarse con Einstein o con Gandhi, les preguntaría de inmediato por la salud de sus madres, aunque nunca hubiera conocido a las dulces damas…
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Advertí cómo el joven esposo miraba con espanto, quizás por primera vez, a su mujer, que tan ostensiblemente hacía el ridículo y lucía cada vez más afectada, más fuera de lugar, tratando de decir siempre una frase inteligente a propósito de cualquier cosa que se hablase en la mesa.
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En su rostro se dibujaba la expresión precisa de quien comprendió que el futuro no le ofrecerá nada mejor que el presente, pero que también aceptó que el presente no le gusta para nada…
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X vivía "anclado a sus intestinos".
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...Cuando movía su cabeza, los grandes aretes se agitaban como torpes alas de metal...
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… tendida en la playa como una virgen azteca en el altar, aguardando que el puñal la penetrara.
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Se había sentado a esperar que las oportunidades pasaran delante de sus narices…
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Aquél tipo andaba estrecho dentro de su cuerpo…
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Vestida de pueblo, con qué entereza y dignidad pasea su vejez la señora.
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Sometido a la imparcialidad del espejo, su rostro no resultaba tan hermoso.
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Su cuerpo comenzaba a desbordarse por los costados…
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Esas horribles conductoras de la televisión hispana de Miami, que se dirigen a los televidentes como mamás regañonas…
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X se esmera en su trabajoso papel de macho.
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Llevaba en su rostro la bandera quemada de la angustia.
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Un anónimo rostro que lo mejor –lo único– que hizo en mi vida, fue silbar aquella canción aquella tarde.
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Era la clase de imbécil capaz de pensar que si derramar sal es mal augurio, derramar azúcar le traería buena suerte.
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Esa inmensa mujer vestida de blanco, con las uñas pintadas de morado, que escucha un radiecito portátil en la entrada de una cafetería de Los Angeles, resulta ser un ex-boxeador y excombatiente de Viet Nam, hoy indigente. Llama "ladies" a las mujeres que pasan por la acera, y cuando alguna le replica a regañadientes que no es una lady, ella le pregunta con repentino interés: "¿No me digas que ya te tiraste a la calle…?"
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El "chicherito", miserable alcohólico, rasgándose los brazos con trozos de vidrio frente al Hospital.
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Pasada la media noche, cuando los ánimos en la disco se han calentado, una chica trepa a la barra y baila frenéticamente mientras dos policías resguardan la entrada del local. El cuida-carros de la calle, un hombre sesentón, flacucho y arrugado, asoma por el ventanal sus ojos lascivos, asombrados, y cuando me descubre cruzamos una mirada de complicidad.
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En esa época lo poseía un temor inconfensable a la verdad y un apego testarudo a sus convicciones, que defendía con rencor.