Otra mañana
de cielo plomizo me levanto muy temprano con la ilusión de asistir a la
escuela; me alejo de casa con una merienda que alguien, quizás mi madre, quizás
María, la empleada doméstica que trabajaba entonces en casa, me preparó a modo
de guiño, a sabiendas de que aún faltaba un año antes que asistiera a la
escuela preparatoria. Vívidamente evoco aquella emoción, la ilusión de saber
que pronto asistiría a la escuela –aunque un año parecía entonces infinito—,
como mi hermano mayor.
Examino emocionado
las fotografías que publican los diarios sobre el viaje del Apolo 11; memorizo
los pormenores, los nombres de los astronautas, y asisto somnoliento a la
transmisión televisiva del alunizaje, los primeros pasos, la bandera, la
sensación de irrealidad. (Sospecho que mi abuela materna estaba con nosotros;
sospecho que yo experimentaba cierta condescendencia hacia ella a causa de su
incredulidad y estupor…)
Se trata de
imágenes de una definición irreal, excesiva, como en esos paisajes de Giorgio
de Chirico en donde los objetos aparecen sobrenaturalmente nítidos, atenazados
por un silencio que grita, y donde diversos
elementos comparten el espacio del lienzo pero nos transmiten la sensación de
pertenecer, cada uno, a universos distintos.
Veo también
el perfil azulado, el señorío asombroso de los volcanes de Guatemala, donde
vivíamos entonces. Viajo en el asiento trasero del carro de unos vecinos y, por
la ventanilla, admiro la cresta coronada de nieve del Volcán de Fuego. ¿Era
nieve? ¿De veras era nieve? Recuerdo haberlo preguntado a la hermosa mujer que
conducía, nuestra vecina, pero en cambio no recuerdo lo que me respondió.
Y las
zompopas, las hormigas eternas y obstinadas, que encerraba por decenas en frascos
de vidrio para luego contemplarlas durante horas, extasiado. Aún escucho el
sonido quebradizo de su agitación dentro del frasco, y percibo el olor penetrante
que se desprendía de sus cuerpos, acaso una suerte de alarma química que
secretaban ante el peligro…
En el lago
de Amatitlán, con el agua a la cintura, diviso no muy lejos de mí un pez: tiene
el tamaño de mis dos manos extendidas, me acerco despacio y constato que no
huye (acaso enfermo o herido, pensaría después.) Me prepongo capturarlo y,
contra mis propias expectativas, lo consigo… Orgulloso, salgo del agua con mi
presa y la muestro a los adultos y a los otros niños que comen o corretean por ahí.
Los adultos me miran con estupor y los niños con envidia, y yo tengo la
sensación de haber logrado una proeza que recordaré y recuerdo hasta hoy…
¿De qué me
hablan, qué se empeñan en decirme estas imágenes? Las contemplo, las examino y
constato que de ellas se desprende, cuando mucho, el aroma de un tiempo, de una
época, pero nada dicen, nada explican de esto que soy ahora, ¿o sí?
Mi abuela
Mima: la piel cuarteada de su rostro y de sus brazos (el asombro que esto me
producía), sus largos cabellos canos ligeramente ondulados… De pronto se yergue
sobre su cabeza en una postura de yoga. En mis horas malas, de adulto, he
acudido a su nombre, a su recuerdo, en busca de consuelo, y a su amparo, al calor
de su abrazo, he vencido la angustia y el miedo.
Los
villancicos que cantábamos durante las Navidades, en las “posadas” que nos
llevaban, cada noche, de casa en casa por el vecindario… “En el nombre del
cielo, os pedimos posada, pues no puede andar, mi amada…” Cantábamos en el porche
de las casas y, cada vez, un vecino distinto acogía a los demás para compartir
palabras, calor, bebida y alimentos…
Y la
atmósfera difusa del terror, en los años de la lucha guerrillera en Guatemala.
Los aviones de la Fuerza Aérea sobrevuelan la casa (viejos DC3, también
escuadrillas de cazas a reacción cuyo modelo, vaya ironía, recuerdo a la
perfección: T-33)… Abundan los retenes policiales y, por las noches, mi padre
está obligado a conducir el auto con una linterna iluminándole el rostro… Hasta
mis oídos llegan noticias confusas de atentados, de asesinatos, de secuestros…
Cerca de nuestra casa vive un político
prominente y a menudo merodean por ahí soldados y escoltas armados con metralletas… Yo admiro sus
armas y fantaseo con la guerra.
Bailábamos,
sí, escuchábamos rock´n roll: los Credence, los Monkeys, los Kinks, mientras sobre
cartulinas blancas dibujábamos paneles de control (botones, palancas, lucecitas
de colores) que luego pegaríamos a una pared para desde ahí conducir las naves que
nos llevaban al espacio exterior. Mi madre insiste en que mi hermano y yo los acompañemos
al cine a ver 2001 Odisea del Espacio
pero, tras la proyección, admito humillado que no entendí nada de la película… Perdidos en el Espacio, Mi Marciano Favorito…
Y allá, anclado en lo más profundo de mi inconciencia, brilla como una mandala
la imagen muda del “patrón de ajuste” que proyectaban los televisores antes de
iniciar su transmisión: un intrincado diseño de imágenes geométricas en negros,
blancos y grises…
El olor amable
y la textura de los elotes, el maíz bañado con mantequilla que comprábamos en
las calles de Antigua Guatemala: la suavidad porosa de la carne en contraste con la superficie tensa y lisa de la
piel, el ollejo; el placer de reducir, poco a poco, la superficie poblada de
granos hasta dejar la tuza limpia. Y el olor ácido y penetrante del membrillo,
la dureza victoriosa de esa fruta que solo muchos años después, en Madrid, volvería
a gustar.
Antigua
Guatemala: sus iglesias ruinosas, sus calles empedradas, los oscuros pasadizos de
los monasterios derruidos… Jugábamos a las escondidas y nos escabullíamos por
los pasillos, explorando de pasada los rudimentarios sistemas de comunicación ideados
por los monjes y los constructores españoles para conducir las voces de un
aposento a otro, por ductos secretos.
Durante
muchos años, soñé con esos pasillos, con esos pasadizos:
SOLO EN SUEÑOS
Sólo en sueños vuelvo
a los oscuros laberintos
a los antiguos monasterios y a la plaza
de la Catedral en suspenso
Sólo en sueños las empedradas callejas
las cruces y las fuentes
de Santiago de los Caballeros
Sólo en sueños regreso
a la ciudad donde mis siete años
crecieron
Sólo
en sueños
la encuentro
Y el
terror, el espanto que me producía el sonido de la motocicleta del hombre que
venía a casa a inyectarme cuando enfermaba: Salvador, era su nombre. Parece un
chiste. Tan pronto escuchaba el sonido de la moto, rompía a llorar y corría a
esconderme bajo la cama…
Mi hermano
mayor reproduce a la perfección la risa desquiciada del Pájaro Loco, o bien
hace sonidos extraños con su boca o realiza pequeñas proezas con sus manos: dedos
que se doblan y parecen multiplicarse, trucos que me dejan estupefacto, todo lo
cual me esfuerzo por imitar…
Y los trajes
coloridos de los indígenas guatemaltecos, los diseños en el límite entre lo
figurativo y lo geométrico… En esos colores, en esos diseños, me contemplo y me
sueño…
¿Pero qué pretendo,
qué sentido tiene engarzar aquí una imagen tras otra, como las cuentas de un
rosario? ¿Qué se supone que dice esta amalgama de recuerdos? ¿O acaso sería más
justo cederle la voz a la razón, para que sea ella quien relate, organice e
interprete lo que ocurrió?
El pasado
es tan incierto e impenetrable como el futuro, y tan predecible como él.