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Cada vez que baje a la ciudad, Sylvia
aprovechará para visitar a Daniel Forester y compartir con él una taza de café
o una botella de vino, según corresponda, y, en cualquier caso, una buena
conversación. De no encontrar a Daniel timbrará donde su hermano, pero Tadeo no
siempre le abre: a veces por estar en compañía de una mujer –sospecha ella–,
otras, quizás, tan solo porque no le da la gana. En cualquier caso, las
conversaciones con Tadeo suelen ser más breves y tienen lugar en el recibidor
de la vieja casona de los Forester, dividida tras las muerte de los padres en
dos apartamentos amplios, de techos altos y paredes de madera cuya pintura se
resquebraja a vista y paciencia de sus moradores.
A sus treinta
y tres años cumplidos, sin hijos ni mayores compromisos, y con la seguridad de
recibir cada fin de mes un número variable de cheques por sus colaboraciones en
la revista Semana, Sylvia Morán
siente que disfruta de una serie de privilegios inmerecidos respecto de
los cuales no sabe muy bien cómo conducirse: rechazarlos o aprovecharse de
ellos, denunciarlos o sacarles partido... La estabilidad laboral, su creciente
prestigio en el medio periodístico, el apartamento, el carro, la colocan en una
posición en la que no termina de sentirse cómoda, como si, de un lado, todo lo
que ha hecho la condujera inexorablemente allá, pero del otro, ese sitio, esa
posición, ese prestigio, representaran aquello de lo que siempre ha huido,
aunque no sepa bien porqué.
Rara vez
aprovechará el viaje para ir donde su madre. Estas visitas están rigurosamente
programadas y Sylvia se cuida de anotarlas en su agenda para no olvidarlas,
como le ha ocurrido ya en alguna ocasión, alimentando los resentimientos de
doña Ileana, que advierte los esfuerzos que la mayor de sus hijas debe hacer
para visitarla. Sylvia determinó hace algunos años que dos visitas mensuales
son lo máximo que puede tolerar, de modo que al inicio de cada mes estudia su
agenda y ubica, de acuerdo con su disponibilidad, las fechas en que realizará
esa tarea. Un par de días antes, telefonea a su madre para preguntarle si
estará disponible, aunque sepa de antemano que ella rara vez tiene algo que
hacer. (De vez en cuándo recibe amigas en su casa, pero la diabetes y la
presión alta –y sobre todo, el no tener carro ni haber aprendido nunca a
manejar–, la limitan si la reunión se realiza en otro sitio.)
Desde muy
joven, incluso antes de comprar su primer carro, Sylvia comprendió que, de no
tomar distancia física, terminaría oficiando de chofer de su madre, de modo que
apenas tuvo ocasión de alquilar apartamento, lo buscó lo más lejos posible de
la casa familiar en Barrio Escalante. Centró su búsqueda en los cerros de
Escazú, que desde niña miró con avidez, como una promesa muda de que otros
mundos existían muy cerca del suyo. Aunque la casa familiar goza de una hermosa
vista al Volcán Irazú, Sylvia lanzaba
esquivas miradas hacia aquellos cerros, cuya cercanía y apariencia de
inexpugnables, la fascinaron siempre. Después, durante su adolescencia, si
alguno de sus compañeros birlaba o
conseguía prestado el carro de su padre y peregrinaban en grupo por la ciudad,
ella se las arreglaba para lograr que, tras abandonar la última fiesta, el
paseo final con el coche repleto de chicos y cervezas, se realizara por la
intrincada red de caminos que se hunden en los cerros.
Su
apartamento, de dos plantas, está en el extremo exterior de una calle privada,
en el fondo de la cual se alza la casa de los propietarios, dos viejos de
origen alemán, amantes de las orquídeas y de la música clásica, con quienes
Sylvia ha terminado por establecer una relación en la que se mezclan la
amistad, los sentimientos filiales y la solidaridad de vecinos -sin excluir,
desde luego, el estricto inquilinato-. Al principio Sylvia intentó resistir los
afanes maternales de doña Inge, temiendo que una relación demasiado estrecha
amenazaría su privacidad y terminaría por replicar el tipo de vínculo del que
ella huía. Pero nada de esto ocurrió. Los Severs hacen gala de una discreción
extrema, y ni siquiera en las épocas de confusión sentimental de Sylvia, cuando
sale con dos y tres tipos a la vez, se permiten una pregunta capciosa ni un
comentario irónico. Sylvia admira la suave solicitud de Inge, aquella forma de
hacer sentir su presencia sin imponerla, tan solo para que Sylvia sepa que
puede contar con ella, si llega a necesitarla. En ese aspecto, como en casi
todos, le resulta imposible pensar en dos personas más diferentes que Inge y su
madre, pues aún con la distancia física de por medio, doña Ileana no renuncia a
inmiscuirse en sus asuntos ofreciéndole ayuda en aquellas cosas en que
considera que Sylvia podría necesitarla.
Desde el
segundo piso, donde se encuentran su dormitorio y la habitación dispuesta como
estudio, el apartamento de Sylvia tiene una hermosa vista sobre el valle.
Sylvia terminó por habituarse a la visión de la ciudad tendida a sus pies, ya
sea en su imagen diurna, como un confuso hormigueo del que esporádicamente se
desprenden reflejos como relámpagos, o como una parpadeante alfombra luminosa,
por las noches. En cambio, cada vez que se da de bruces con las crestas
azuladas de las montañas de Heredia y del volcán Poás, en el costado opuesto
del Valle, la gana un sobresalto, pues la solidez y materialidad de las
montañas la hacen consciente de su propia realidad, instalándola en el momento
presente. Hasta su apartamento se eleva el rumor de la ciudad, un zumbido grave
como la circulación sanguínea de un enorme animal tumbado boca arriba.
La
acción de deslizarse calle abajo a lo
largo de varios kilómetros hasta llegar a San José, le produce a Sylvia un
extraño placer y una vaga aprehensión, como si el mundo de violencia,
impunidad, corrupción, injusticia y mentira con el que lidia a diario –“los
periodistas somos zopilotes que nos alimentamos de carroña”, suele decir don
Meco con su voz cavernosa, retirando momentáneamente el cigarro de su boca con
sus dedos amarillentos de fumador por más de cincuenta años–, como si ese mundo
estuviera física y simbólicamente separado
de este en el que vive ella, y pasar
de uno al otro requiriera de ese extenso recorrido descendente.
Desde luego
no es así, como lo demuestran las dos ocasiones en que se han metido a robar en
su apartamento, los condominios cada vez más fortificados que se construyen en
las faldas de la montaña, los testimonios de los campesinos que aún viven en la
zona sobre el descuartizamiento de sus reses en los potreros, y las verjas,
vigilantes privados y alarmas, omnipresentes en su vecindad y a lo largo de
todo el recorrido.