jueves, octubre 11, 2012

EN LA OSCURANA


- 1 -


          Cada vez que baje a la ciudad, Sylvia aprovechará para visitar a Daniel Forester y compartir con él una taza de café o una botella de vino, según corresponda, y, en cualquier caso, una buena conversación. De no encontrar a Daniel timbrará donde su hermano, pero Tadeo no siempre le abre: a veces por estar en compañía de una mujer –sospecha ella–, otras, quizás, tan solo porque no le da la gana. En cualquier caso, las conversaciones con Tadeo suelen ser más breves y tienen lugar en el recibidor de la vieja casona de los Forester, dividida tras las muerte de los padres en dos apartamentos amplios, de techos altos y paredes de madera cuya pintura se resquebraja a vista y paciencia de sus moradores.
         Otras veces Sylvia visitará a Mirta Abreu o a Nazira, pero necesitará de mucha suerte para hallarlas en casa sin haber concertado cita con ellas. En cualquier caso, evitará  regresar a su apartamento en San Antonio de Escazú sin haber sacado el máximo provecho del viaje a San José: si no encontró a nadie, se detendrá en alguno de los cafés que proliferaron en la ciudad en los últimos años, donde tomará un capuchino o un mocca y mordisqueará, culposa, un par de chocolates amargos rellenos con mermelada de naranjas, o bien hará escala en un supermercado donde se paseará por los pasillos, paralizada por la duda entre dejarse seducir por los productos importados cada vez más abundantes, y cierto recato, cierta moderación heredada de sus valores de clase media.
         A sus treinta y tres años cumplidos, sin hijos ni mayores compromisos, y con la seguridad de recibir cada fin de mes un número variable de cheques por sus colaboraciones en la revista Semana, Sylvia Morán  siente que disfruta de una serie de privilegios inmerecidos respecto de los cuales no sabe muy bien cómo conducirse: rechazarlos o aprovecharse de ellos, denunciarlos o sacarles partido... La estabilidad laboral, su creciente prestigio en el medio periodístico, el apartamento, el carro, la colocan en una posición en la que no termina de sentirse cómoda, como si, de un lado, todo lo que ha hecho la condujera inexorablemente allá, pero del otro, ese sitio, esa posición, ese prestigio, representaran aquello de lo que siempre ha huido, aunque no sepa bien porqué.
         Rara vez aprovechará el viaje para ir donde su madre. Estas visitas están rigurosamente programadas y Sylvia se cuida de anotarlas en su agenda para no olvidarlas, como le ha ocurrido ya en alguna ocasión, alimentando los resentimientos de doña Ileana, que advierte los esfuerzos que la mayor de sus hijas debe hacer para visitarla. Sylvia determinó hace algunos años que dos visitas mensuales son lo máximo que puede tolerar, de modo que al inicio de cada mes estudia su agenda y ubica, de acuerdo con su disponibilidad, las fechas en que realizará esa tarea. Un par de días antes, telefonea a su madre para preguntarle si estará disponible, aunque sepa de antemano que ella rara vez tiene algo que hacer. (De vez en cuándo recibe amigas en su casa, pero la diabetes y la presión alta –y sobre todo, el no tener carro ni haber aprendido nunca a manejar–, la limitan si la reunión se realiza en otro sitio.)
         Desde muy joven, incluso antes de comprar su primer carro, Sylvia comprendió que, de no tomar distancia física, terminaría oficiando de chofer de su madre, de modo que apenas tuvo ocasión de alquilar apartamento, lo buscó lo más lejos posible de la casa familiar en Barrio Escalante. Centró su búsqueda en los cerros de Escazú, que desde niña miró con avidez, como una promesa muda de que otros mundos existían muy cerca del suyo. Aunque la casa familiar goza de una hermosa vista al Volcán Irazú,  Sylvia lanzaba esquivas miradas hacia aquellos cerros, cuya cercanía y apariencia de inexpugnables, la fascinaron siempre. Después, durante su adolescencia, si alguno de sus compañeros  birlaba o conseguía prestado el carro de su padre y peregrinaban en grupo por la ciudad, ella se las arreglaba para lograr que, tras abandonar la última fiesta, el paseo final con el coche repleto de chicos y cervezas, se realizara por la intrincada red de caminos que se hunden en los cerros.
         Su apartamento, de dos plantas, está en el extremo exterior de una calle privada, en el fondo de la cual se alza la casa de los propietarios, dos viejos de origen alemán, amantes de las orquídeas y de la música clásica, con quienes Sylvia ha terminado por establecer una relación en la que se mezclan la amistad, los sentimientos filiales y la solidaridad de vecinos -sin excluir, desde luego, el estricto inquilinato-. Al principio Sylvia intentó resistir los afanes maternales de doña Inge, temiendo que una relación demasiado estrecha amenazaría su privacidad y terminaría por replicar el tipo de vínculo del que ella huía. Pero nada de esto ocurrió. Los Severs hacen gala de una discreción extrema, y ni siquiera en las épocas de confusión sentimental de Sylvia, cuando sale con dos y tres tipos a la vez, se permiten una pregunta capciosa ni un comentario irónico. Sylvia admira la suave solicitud de Inge, aquella forma de hacer sentir su presencia sin imponerla, tan solo para que Sylvia sepa que puede contar con ella, si llega a necesitarla. En ese aspecto, como en casi todos, le resulta imposible pensar en dos personas más diferentes que Inge y su madre, pues aún con la distancia física de por medio, doña Ileana no renuncia a inmiscuirse en sus asuntos ofreciéndole ayuda en aquellas cosas en que considera que Sylvia podría necesitarla.
         Desde el segundo piso, donde se encuentran su dormitorio y la habitación dispuesta como estudio, el apartamento de Sylvia tiene una hermosa vista sobre el valle. Sylvia terminó por habituarse a la visión de la ciudad tendida a sus pies, ya sea en su imagen diurna, como un confuso hormigueo del que esporádicamente se desprenden reflejos como relámpagos, o como una parpadeante alfombra luminosa, por las noches. En cambio, cada vez que se da de bruces con las crestas azuladas de las montañas de Heredia y del volcán Poás, en el costado opuesto del Valle, la gana un sobresalto, pues la solidez y materialidad de las montañas la hacen consciente de su propia realidad, instalándola en el momento presente. Hasta su apartamento se eleva el rumor de la ciudad, un zumbido grave como la circulación sanguínea de un enorme animal tumbado boca arriba.
         La acción  de deslizarse calle abajo a lo largo de varios kilómetros hasta llegar a San José, le produce a Sylvia un extraño placer y una vaga aprehensión, como si el mundo de violencia, impunidad, corrupción, injusticia y mentira con el que lidia a diario –“los periodistas somos zopilotes que nos alimentamos de carroña”, suele decir don Meco con su voz cavernosa, retirando momentáneamente el cigarro de su boca con sus dedos amarillentos de fumador por más de cincuenta años–, como si ese mundo estuviera física y simbólicamente separado  de este en el que vive ella, y  pasar de uno al otro requiriera de ese extenso recorrido descendente.
         Desde luego no es así, como lo demuestran las dos ocasiones en que se han metido a robar en su apartamento, los condominios cada vez más fortificados que se construyen en las faldas de la montaña, los testimonios de los campesinos que aún viven en la zona sobre el descuartizamiento de sus reses en los potreros, y las verjas, vigilantes privados y alarmas, omnipresentes en su vecindad y a lo largo de todo el recorrido.