jueves, noviembre 24, 2005

Los signos aciagos


Cosas así pasan todos los días: un adicto ladronzuelo se mete una noche cualquiera a robar en un taller mecánico, con tan mala suerte de que el sitio es resguardado por una pareja de perros rot-wailer, que de inmediato lo olfatean, se lanzan contra él y lo muerden ferozmente. Hasta aquí todo bien. El vigilante del taller encuentra unos minutos después a los perros trenzados sobre el hombre y trata de apartarlos, pero no lo consigue. Hasta aquí todo bien. Llama a la policía para que vengan a recoger al tipo y, de paso, le ayuden a apartar a los perros, que yace en medio de un charco de sangre, con los perros prendidos de sus extremidades. Hasta aquí todo bien. Llega la policía, llega la Cruz Roja, llega la televisión, y el hombre se desangra a vista y paciencia de todo el mundo. Nadie dispara a los perros. Finalmente, al cabo de un par de horas, los bomberos consiguen apartar a los animales con agua a presión. El hombre muere antes de llegar al hospital. Su agonía ha sido un espectáculo público que complació la sed de sangre de los telespectadores.

La historia, rigurosamente verídica, ocurrió en Costa Rica en estos días.

El hombre era nicaragüense pero eso nadie lo sabía cuando agonizaba entre las mandíbulas de los perros. Sin embargo, para un buen porcentaje de la población del país, ese detalle pasa a ser lo primordial. Una especie de vindicación, de exorcismo de un creciente odio colectivo ante los emigrantes provenientes de ese país, encuentra entonces expresión. La vida de los perros es de pronto más importante que la de ese hombre.

En la prensa, algunos juristas justifican lo ocurrido argumentando que el tipo se hallaba dentro de una propiedad privada. Una encuesta de opinión revela que cerca del 70% de mis connacionales está conforme con el desenlace de la situación.

Yo me muero de rabia y de vergüenza. Anoto estas fechas como un eslabón más –tal vez el más significativo– en el extravío que sufre mi país. Y me preparo para lo peor.