De la palabra “ánima” ÷que recordemos, significa “alma”÷ derivan
otras como “ánimo”, “animar”, “animación” e incluso “animé.” “Animado” significa
hoy “alegre”, “entretenido”, “vivaz”, pero originalmente significaba “dotado de
alma”. La palabra “animal” también deriva de “ánima”. Los animales son seres
animados, es decir, dotados de alma.
Cualquiera que en su niñez haya mirado a los ojos a un perro,
a un gato, a una vaca, a un cerdo o a un caballo, sabe sin asomo de dudas que
los animales tienen alma. Entre mis páginas favoritas de Kundera, están
aquellas de “La insoportable levedad del Ser” donde relata la enfermedad y
muerte “Karenin”, el pastor alemán de Tomás y Teresa, y reconstruye la forma en
que los animales fueron despojados de su alma por la filosofía europea a partir
del siglo XVII.
La enajenación y el desarraigo del hombre moderno inicia ahí,
cuando en Europa el pensamiento cartesiano establece una separación tajante entre
el ser humano y el resto del mundo, al reducir el “alma” (aunque no la llame
así) a la facultad del pensamiento racional y abstracto.
Para los animales silvestres, los humanos somos “naturaleza”
y una ciudad o un campo de cultivo es parte de la “naturaleza”, aunque
naturaleza inhóspita. Para ellos no hay separación entre el mundo natural y el
mundo humanizado. Solo nosotros nos
concebimos distintos.
Para el cristianismo, todas las criaturas fueron creadas por
Dios y en consecuencia tenemos algo en común con ellas. Baste recordar a
Francisco de Asís y su “hermano lobo”, pero también, su “hermano sol” y su
“hermana luna.”
De la misma manera, todos los pueblos para los que la cacería
es un recurso vital, piden permiso o rinden tributo al “espíritu del bosque”
antes de arrebatarle lo que le pertenece, es decir, la vida de los animales cazados.
Cuando las antiguas tribus hebreas sacrificaban en holocausto
a Yavé decenas de miles de palomas, cabritos y corderos, no le ofrendaban sus
cuerpos, sino sus almas. Lo mismo puede decirse de los sacrificios humanos: lo
que se ofrece no es el cuerpo, sino el alma. A mayor grandeza y poder de la
deidad, mayor su avidez de almas.
Puesto que los insectos y los crustáceos son animales, también
debemos preguntarnos si tienen alma. Buda, maestro de la Compasión Universal,
responde sin chistar que sí. ¿Y los microorganismos y las algas?
Quien haya leído la extraordinaria novela de Clarice
Linspector “La Pasión según G. H.”, tendrá que preguntarse lo mismo. La
protagonista, esa mujer sitiada por el sol y poseída por el vértigo, en el
trance de comerse una cucaracha para consumar su comunión con la vida, ¿está
demente y delira o es lúcida como una santa?
El epígrafe de “Memorias de Adriano”, la maravillosa novela de
Marguerite Yourcenar, es también la primera línea de un poema fúnebre atribuido
al emperador romano, personaje central de la obra: “Animula, vagula,
blandula.” El verso se traduce: "pequeña alma, blanda y errante." Blanda
y errante: aletea aquí la antigua idea de la transmigración de las almas.
Si “alma” es la capacidad de percibir y reaccionar a los
estímulos del entorno, debemos preguntarnos entonces si el alma evoluciona como
lo hace la vida, o quizás mejor, junto con la vida.
También la materia inerte reacciona a los estímulos que la
afectan. Tal es el proceso cosmológico, en
el que la energía y la materia se despliegan desde las primeras radiaciones, partículas,
átomos y moléculas, hacia una diversidad y complejidad crecientes.
¿Tiene “alma” la materia inerte, o el fenómeno “vida”
establece una frontera infranqueable y solo a partir de ella es posible hablar
con propiedad de “alma”?
“Dondequiera que existan condiciones para que aparezca la
vida, esta surgirá, si dispone de suficiente tiempo para ello.” (Alexánder
Skutch.) Así lo afirma contemporáneamente la biología y así se demuestra en
pruebas de laboratorio, en las que bajo condiciones controladas surgen moléculas
orgánicas complejas, antesala de los organismos vivos, a partir de unos pocos elementos
simples.
¿Puede decirse entonces que está “animada” la materia, en
tanto propende hacia su diversificación y hacia la complejidad y, de encontrar condiciones
propicias, hacia el fenómeno “vida”?
Nos asomamos así a la antigua noción del “anima mundi”, “el
alma del mundo”, cuyos orígenes conocidos se remontan al lejano oriente (la
India, China), al Mediterráneo antiguo (Grecia, Alejandría) y, más adelante, a
Europa occidental, para luego ser sofocada por la Iglesia Católica y por el
racionalismo moderno.
“Anima mundi”. No se trata de un elemento común a cuanto
existe, sino más bien del principio o la fuerza que lo anima, lo organiza
y lo orienta: de lo uno, a lo diverso; de lo más simple, a lo crecientemente complejo;
de lo inerte a lo animado; de lo reactivo e instintivo, a lo consciente y lo
autoconsciente, el alma evoluciona en el mundo, o mejor aun, con el
mundo.
Conforme la materia se diversifica y se hace más pesada y compleja,
el “ánima mundi” genera o desarrolla en ella nuevas facultades, nuevas y
crecientemente sofisticadas capacidades sensibles y de respuesta creativa al entorno.
Hay más de 60 elementos químicos en el cuerpo humano, muchos de los cuales requieren
de uno o varios colapsos estelares para producirse.
Algunos lo llaman “azar”, otros “necesidad”. En la antigua noción
del “anima mundi” la oposición entre ellos desaparece y en su lugar emerge una refulgente,
caótica y maravillosa unidad de la que también nosotros somos parte. Parte y no
aparte.