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El dios Tohil. Acuarela de Diego Rivera, 1931 |
La
Consagración de la Primavera y el ritual del sacrificio en El Señor Presidente de Miguel Ángel
Asturias
Si una palabra ha traído calamidades al Nuevo Mundo, esa es sin duda “modernización”. En nombre de sucesivas modernizaciones se han cometido entre nosotros todas las canalladas, todos los desmanes, todas las arbitrariedades: asesinatos, fusilamientos, encarcelamientos, revueltas, asonadas, revoluciones, reformas, golpes de estado, contrarrevoluciones, destierros, éxodos, purgas, expropiaciones, nacionalizaciones, privatizaciones, industrializaciones y súmele Ud. lo que se le ocurra. Probablemente sea lo mismo en otros mundos del Tercer Mundo, pero aquí hablo del Nuevo, que es el mío, el nuestro.
Modernizar
es traer a la modernidad algo que de suyo no es moderno. El descubrimiento, la conquista
y la colonización del Nuevo Mundo fueron hitos fundamentales de la modernidad europea,
es decir, del proceso de reconfiguración y expansión capitalista durante el “Renacimiento”
y después de él. ¿Cómo podríamos nosotros ser modernos si somos el resultado de
la modernidad de otros? Comedia fatal,
trabalenguas tragicómico de nuestro sino.
La “modernización”
ha sido para nosotros el espejismo de un oasis en el desierto de nuestras
ilusiones, la Tierra Prometida siempre un poco más lejos, siempre por alcanzar,
el canto de sirenas en pos del cual navegamos hacia nuestro siguiente fracaso.
Alguna vez,
la pintora guatemalteco-alemana Nan Cuz anotó que “cuanto más intensa es la
luz, más profundas las sombras que arroja.” Las Luces europeas proyectan sus
sombras sobre los mundos colonizados por ellos. Esas sombras somos nosotros.
Si la
modernidad es para nosotros esquiva e inalcanzable, ¿cómo dar cuenta de ella,
cómo expresarla o reflejarla en la literatura?
La lengua
es territorio común que compartimos colonizadores y colonizados. Darío
descubrió que era posible ser moderno siendo al mismo tiempo profundamente nicaragüense
y elegantemente afrancesado, pues en la lírica hispana “lo antiguo” estaba bien
definido, bien delimitado por varios siglos de tradición. En la novelística, en
cambio, los contornos de “lo antiguo” eran más imprecisos, pues ¿quién podría decir que Don Quijote de
la Mancha es antiguo si es tantas cosas a la vez?
Antes de
plantearse el problema de “lo moderno” y como expresarlo, nuestros novelistas tuvieron
que abordar la cuestión más básica de quiénes somos. Para responderla surgieron
criollismos y costumbrismos primero, naturalismos y realismos después, los grandes
estilos o abordajes narrativos que dominaron el siglo XIX, todos más o menos teñidos
por la exaltación romántica de un pasado noble y puro o por la insinuación de
atavismos bestiales.
Durante las
primeras décadas del siglo XX los artistas y los escritores de las metrópolis europeas
y las élites intelectuales del mundo entero tuvieron que abordar el desafío de cómo
dar forma en el lenguaje ‒en los lenguajes‒ a esa realidad explosiva, cambiante y profundamente contradictoria que les planteaba el horizonte del
Progreso sin fin ni retroceso, la electrificación deslumbrante y el maquinismo
creciente, el positivismo y el marxismo mesiánicos en medio del capitalismo
arrollador donde ”todo lo sólido se desvanece en el aire”, entre otros desafíos.
Rusia compartía
con los mundos colonizados por los europeos la condición de subordinación y marginalidad
respecto al capitalismo que emanaba de Europa y, cada vez más, también de los
Estados Unidos. Para responder a tal desafío los rusos habían alumbrado sus
vanguardias artísticas y pronto tendrían su Revolución de Octubre, seguida luego
por la implosión del terror estalinista.
En este
contexto Igor Stravinsky compone La Consagración de la Primavera para la
serie de los «Ballets Rusos» de Serguéi Diáguilev. Con
coreografía de Nijinski, el ballet se estrenó en París ‒¿dónde si no?‒ en mayo
de 1913. La obra lleva por subtítulo Imágenes de
la Rusia pagana en dos partes, la primera de las cuales es “Adoración de la Tierra”, y la segunda “El
Sacrificio”, pues el ballet escenifica el sacrificio de una doncella como culminación
del “rito de la primavera”.
Según explican los entendidos, la obra musical rompe con el posromanticismo reinante en la época e inaugura el modernismo en la música culta u orquestal europea, y se caracteriza por sus experimentaciones rítmicas, melódicas y armónicas, en las que roza por momentos la atonalidad a partir de ritmos ancestrales y melodías tradicionales rusas. El modernismo rupturista de la obra parte entonces de la elaboración de materiales propios de la cultura tradicional rusa, tal como haría Picasso en esos mismos años con la pintura africana.
El Señor Presidente y el baile de Tohil
Cuando Miguel Ángel Asturias
llegó a Paris por primera vez en 1923, la reputación de La Consagración de
la Primavera como obra capital de la música modernista estaba firmemente establecida,
y poca duda cabe de que él debió escucharla. Durante su estadía en Paris,
Asturias cursó estudios de Antropología en La Sorbona por medio de los cuales tuvo
su primer contacto con las cosmogonías americanas, particularmente con la maya.
También se relacionó con los círculos surrealistas, cuya influencia es
manifiesta desde las primeras páginas de su novela El Señor Presidente: “A
veces, el sollozar de una ciega que se soñaba cubierta de moscas, colgando de
un clavo, como la carne en las carnicerías.”
Aunque El
Señor Presidente no se publicó hasta 1946, la novela fue escrita entre 1922
y 1932. Según consigna el autor en la
última página de la obra, empezó a escribirla en Guatemala en 1922 y continuó
haciéndolo en París entre 1925 y 1932.
Recordemos brevemente
su argumento: anticipándose al llamado “efecto mariposa” de la teoría del caos,
la trama tiene como punto de partida un hecho fortuito, el asesinato del
coronel José Parrales a manos del Pelele, un mendigo deficiente mental. A
partir de ello van tejiéndose implicaciones que involucran poco a poco a los restantes
personajes, con consecuencias nefastas para casi todos ellos.
Si bien se trata
de una obra coral en la que no es posible señalar un personaje protagónico o
central, el rescate de Camila Canales ‒hija de un general del ejército caído en
desgracia‒ y su romance con Miguel Cara de Ángel ‒amigo
cercano y oscuro colaborador del Señor Presidente‒ se convierte poco a poco en el eje de la trama, aunque a menudo nos
asomamos al asunto por los ojos de otros personajes. Asimismo, poco a poco
descubrimos que detrás de todo cuanto ocurre está la mano omnipotente y siniestra
del Señor Presidente, “que todo lo sabe”, como repite varias a lo largo del
libro.
“El baile de Tohil”,
capítulo XXXVII de la obra, narra la última entrevista entre el Señor
Presidente y Miguel Cara de Ángel, próximo a caer en desgracia, quien ya intuye
la suerte que le aguarda. Al término de la entrevista, Cara de Ángel es
asaltado inesperadamente por la visión de un antiguo ritual: “Cuatro sombras
sacerdotales señalaban las esquinas del patio, las cuatro vestidas de musgo de
adivinaciones fluviales (…)” Enseguida irrumpen los retumbos de tambores
ancestrales “y muchos hombres untados de animales entraron saltando en filas de
maíz. (…) Los hombres bailaban para no quedar pegados a la tierra con el sonido
del tún, para no quedar pegados al viento con el sonido del tún, alimentando la
hoguera con la trementina de sus frentes.” Tohil, en efecto, es divinidad del fuego entre
los quichés, pero también está asociada con la guerra y con los sacrificios, el
mismo sacrificio en torno al cual gira La Consagración de la Primavera.
Entre los danzantes
emerge un hombrecillo (Asturias describe detalladamente su atuendo alucinante)
que devora una brasa encendida privando a la humanidad del fuego sagrado. “Un
grito se untó a la oscuridad que trepaba a los árboles y se oyeron cerca y
lejos las voces plañideras de las tribus que abandonadas en la selva, ciega de
nacimiento, luchaban con sus tripas ‒animales del hambre‒, con sus gargantas ‒pájaros
de la sed‒ y su miedo, y sus vascas, y sus necesidades corporales, reclamando a
Tohil, Dador del Fuego, que les devolviera el ocote encendido de la luz.”
Tohil acude en medio del re-tun-tun de los tambores y los retumbos bajo la
tierra y exige sacrificios a cambio de devolver el fuego a los hombres.
De esta forma se sella el
pacto entre Tohil y los hombres, obligados desde entonces a rendirle
sacrificios a la deidad a cambio del sagrado fuego:
“¡Estoy contento! Sobre hombres cazadores
de hombres puedo asentar mi gobierno. No habrá ni verdadera muerte ni verdadera
vida. ¡Que se me baile la jícara!
Y cada cazador-guerrero tomó una jícara, sin despegársela del aliento que
le repellaba la cara, al compás del tún, del retumbo y del tún de los tumbos y
del tún de las tumbas, que le bailaban los ojos a Tohil.”
En definitiva, en este punto
decisivo de la novela, Asturias pasa a narrar la escenificación de un ballet
que a su vez escenifica un ritual sacrifical, tal y como ocurre en La
Consagración de la Primavera.
Desde luego es imposible saber
con certeza si la música y el argumento de la obra de Stravinsky jugaron algún
papel en la concepción de esta reveladora y decisiva escena de la novela de
Asturias, pero las resonancias entre ellas son sugerentes, así como el hecho de
que en su búsqueda de la siempre elusiva modernidad, ambos creadores volvieran
sus ojos hacia cosmogonías y ritos ancestrales. Somos las Sombras de aquellas
Luces.