Construirse escritor es inventar un interlocutor al que uno habla, al que uno escribe. En mi caso, una interlocutora. Es, en fin, eso: ir, progresivamente, desvelando e inventando a ese/a que escucha, esa que atiende, “que no es otra cosa que otra dimensión de uno mismo” (sentencia el analista, el museógrafo, el estudioso a secas.) Para Ella me desboco, para Ella hablo a solas, para Ella me desvivo: para Ella me hago puto, playo, travestido. No hay límites en esta entrega, no hay condiciones. Me desdoblo y arremeto, trabajo escarbando en mis detritus, en la nada que me habita. Al final todo es un juego de palabras que destellan y echan chispas. Todo es abandonarse al lodo primigenio. Y mascar carbón con la esperanza de que sea diamante para alguien.
Lo maravilloso es que cuando le hablo a Ella yo mismo me descubro, yo mismo me sorprendo. Desnudo me abandono al fluido, al espejismo fiel de las palabras.
Y en esa entrega emerge algo y burbujea.
(No comprendo lo que digo y sin embargo estoy de acuerdo. La gracia es esa. Creo.)