A menudo se nos advierte del peligro de regresar a los viejos amores: mejor mantenerlos en el recuerdo, pues fue en el pasado donde tuvo lugar el encuentro que contribuyó a transformarnos en lo que somos hoy. Con la literatura ocurre lo mismo. Nuestra vida está marcada por una serie de lecturas que se superponen en el tiempo y nos van definiendo. Por ello no he querido volver a Miller y conservo intacto, en cambio, el recuerdo de la pasión que me produjo su lectura. Han pasado cerca de 25 años desde que devoré, uno tras otro, los dos Trópicos y los tres volúmenes de la Crucifixión Rosada. Además de intensa y relampagueante, la lectura de sus libros fue una pasión compartida con un grupo de amigos, algunos de los cuales éramos –o aspirábamos a ser– “jóvenes escritores”.
Ante un autor cuyos libros amamos, como ante el recuerdo de una antigua amante, cabe preguntarse qué fue lo que nos capturó, de dónde surgieron su influjo y su hechizo. Pero no se trata de diseccionar una pasión sino más bien de rendir homenaje a los dones recibidos.
En el caso de Miller, no tengo duda de que me sedujo de entrada el carácter testimonial de su obra, esa forma radical de colocarse como personaje central de sus libros. Esta “apelación a la sinceridad” sobre la que se erige su narrativa es, al mismo tiempo, engañosa y seductora. En un momento vital en el que se valoran los hechos por sobre todas las cosas, semejante recurso resulta fascinante. Desde este punto de vista Miller es lo opuesto de Borges, maestro de la fábula, la parábola y la elucubración.
Sin embargo, también entonces me resultaba evidente que las páginas de Miller abundan en mistificaciones, excesos y exageraciones. Así, parte de su originalidad acaso reside en la subversión de un código largamente asentado en la tradición occidental: lejos de proponerse recrear vidas ordinarias –aspiración última de todos los realismos– uno de los propósitos de sus libros es dotarse a sí mismo una vida fabulosa y extraordinaria. Hay, así, una cierta épica –épica nimia, épica de lo cotidiano, si cabe la expresión– en la narrativa de Miller, algo desmesurado y voraz que, sin embargo, tiene lugar en un mundo ordinario y reconocible.
Más precisamente, diría que Miller nos ofrece una picaresca en la que él mismo es el personaje central. Como toda picaresca, la suya tiene lugar en los “bajos fondos” de la sociedad, en su caso la sociedad parisina (y en Trópico de Capricornio, newyorkina) de la primera mitad del pasado siglo. Así surge un retrato de la vida de los suburbios y sus habitantes, un vasto mural en cuyo centro se encuentra siempre el propio Miller: un desgraciado que a menudo no tiene dinero para comer, un hombre “sin oficio ni beneficio” que, al promediar su vida, se encuentra en una intensa –y con frecuencia confusa– búsqueda de sí mismo; alguien para quien la escritura y la creación se anuncian constantemente como una promesa, pero que pasa la mayor parte de su tiempo “sableando” conocidos, divagando sobre temas variopintos o consumando hazañas sexuales a menudo exaltadas por su imaginación.
Si esto fuera todo, la obra de Miller ofrecería una picaresca pero no habría asomo de una épica. Así, más allá de las pequeñas aventuras y desventuras cotidianas, hay al menos dos cosas extraordinarias en este mundo. En primer lugar, existe una confianza casi ilimitada en el porvenir, una fuerza que empuja permanentemente al Miller-personaje hacia delante, por sobre todas las adversidades. Este optimismo tan vital, esta frescura irracional –en el sentido de contraria a toda razón– resultan poderosas y sobrecogedoras. En este sentido Miller es profundamente norteamericano y puede reivindicarse como heredero legítimo de Withman. Por más críticos que sean con su país, este acendrado “vitalismo” es palpable en la obra de otros grandes narradores norteamericanos de la época (Steinbeck, Faulkner, Hemingway, por ejemplo) y acaso traduzca el último resquicio donde anidó el sueño americano.
Emparentado con ese optimismo rabioso e instintivo, la obra de Miller está transida también por un profundo y desafiante anticonvencionalismo que va más allá, mucho más allá de la moral sexual: en sus páginas asoma a menudo una convicción insolente en el sentido del mundo, en el carácter sagrado de la vida y del cosmos. Esa búsqueda de lo “sagrado”, de lo “profundo”, de lo “verdaderamente real” se aparta de filosofías y religiones y asume un carácter personal, aunque a veces asome algún tufillo ocultista... Salvo por este último detalle, la obra de Miller también resuma en este aspecto un poderoso aliento withmaniano.
Así, la picaresca enmascara una suerte de épica trascendental, una búsqueda incesante del sentido manifiesto/oculto del mundo. Dicha búsqueda debe realizarse dentro o a partir de sí mismo, y por ello resulta natural que Miller se erija en personaje central de sus libros.
Para el Miller-personaje la liberación se anuncia como el encuentro y la asunción de su personalidad creadora. Puesto que sabemos que Miller es el autor de lo que estamos leyendo, a los lectores se nos revela desde el inicio el éxito de la épica milleriana. Así pues, la de Miller es, de entrada, una Crucifixión Rosada con resurrección feliz: el viaje a los infiernos del Miller-personaje, narrado en clave de picaresca, con la redención final profetizada y cumplida por las palabras del Miller-escritor...
Según ciertas versiones, el proyecto de los Trópicos contemplaba una tercera obra ambientada en Panamá, en la que Miller recreaba su estadía de algunos meses en esa ciudad, que tituló provisoriamente Trópico Húmedo. Luego, en su periplo francés, Miller extravió el manuscrito, aunque según versiones no confirmadas antes había enviado una copia a un amigo norteamericano que conoció allá... Este hombre, casado con una panameña, tuvo tres hijos, y hay quienes aseguran que el manuscrito aún anda por ahí, rodando de mano en mano...