viernes, abril 16, 2010

BIENES E INDUSTRIAS CULTURALES EN COSTA RICA

Sin la pintura que la engalana, la carreta típica costarricense sería tan solo otra carreta más… con algunas particularidades técnicas, pero tan solo otra carreta más. Valoramos un grabado de Amighetti por las emociones, ideas y asociaciones que produce en nosotros, y no tanto por las horas de trabajo o los materiales que invirtió el pintor para hacerlo. La riqueza de Gentes y gentecillas radica en la representación que nos ofrece de la sociedad costarricense de mediados del siglo pasado y no en el movimiento económico producido por las ediciones que se han hecho de la novela de CALUFA. La Casona de Santa Rosa tiene para nosotros valor como vestigio arquitectónico de una época y por lo que representa en la historia del país.

Más allá de su utilidad práctica y de su valor monetario, la importancia de ciertos objetos la determina lo que representan y lo que generan en nosotros. A esto llamamos el valor cultural de ciertos objetos, a los que llamamos a su vez “bienes culturales.” Si por las leyes del mercado fuera, la Casona de Santa Rosa habría sido demolida hace mucho y en su lugar se alzaría un hotel. Existen, además, bienes culturales inmateriales, como tradiciones y costumbres.

Los “bienes culturales” son aquellos productos de la actividad humana que valoramos ante todo por las representaciones del mundo que ofrecen y por los valores estéticos y éticos que transmiten o producen.. Desde luego, los bienes culturales además suelen tener utilidad práctica y valor monetario, pero ni una ni otro constituyen la razón primordial de nuestro aprecio. La frontera que separa los bienes culturales de otros bienes es dinámica. Los fusiles y cañones de la Campaña Nacional tienen para nosotros valor cultural aunque originalmente fueran producidos con la muy práctica finalidad de matar.

Cuando afirmamos que algo tiene valor porque nos representa o por lo que nos produce, decimos algo acerca de nosotros mismos, afirmamos algo acerca de lo que somos y de quiénes somos. Cuando hablamos del valor cultural de un objeto, necesariamente hay alguien, “un sujeto social” que concede tal valor a ese objeto y no a otros. En los siglos XV y XVI los españoles convirtieron en lingotes de oro toneladas de la más fina orfebrería indígena, mientras que hace pocos años el Talibán dinamitó en Afganistán dos antiquísimas esculturas budistas. Y, para no ir tan lejos, es probable que muchas de las más apreciadas poesías bribrís nos dejen indiferentes a casi todos los costarricenses no indígenas, por carecer los elementos necesarios para comprenderlas y apreciarlas. Los bienes culturales son materializaciones de nuestra identidad y contribuyen a afirmarla y a definirla.

Lo cierto es que somos, al mismo tiempo, guanacastecos (o limonenses, o josefinos) y costarricenses, centroamericanos y ciudadanos del mundo, y estos planos a menudo entran en contradicción. Así, por ejemplo, la representación o la idea de lo que es “ser costarricense” muchas veces excluye o riñe con la representación que un limonense o una guanacasteca tienen acerca de lo que es ser limonense o ser guanacasteca. De la misma forma, la idea que un joven herediano criado en la era del Ipod y de la Internet tiene acerca del país y el mundo, con seguridad difiere de la de un campesino de la zona norte.

A diferencia de una sociedad regida por el poder teocrático o por cualquier otro poder centralizado –en donde toda desviación de la representación única u oficial del mundo es severamente sancionada–, la sociedad democrática moderna parte del reconocimiento de la diversidad de sujetos, visiones, historias e intereses que conforman cualquier comunidad humana.

Partiendo de este principio, las políticas culturales del Estado –y en general toda acción cultural suya–, tiene como finalidad incidir en la producción, conservación, distribución y circulación de los bienes culturales en el territorio de un país. Ello supone articular los planos de lo local, de lo nacional y de lo global en una misma política: aquellos bienes culturales representativos de lo nacional deben existir y circular en el espacio local, de la misma forma como lo bienes culturales representativos de lo local deben existir y circular en el espacio nacional. Asimismo, lo global o internacional debe de existir y circular en el espacio local y en el espacio nacional y, por último, lo nacional y lo local deben de circular también en el espacio global.

En cualquier caso las identidades son dinámicas, se recrean incesantemente pues, de permanecer fijas mirando tan solo hacia el pasado, corren peligro de convertirse en quebradizas estatuas de sal que el flujo del tiempo disolverá inexorablemente. Parafraseando al poeta y músico Jaime Gamboa, es indispensable mirar para atrás, pero ante todo para saber de dónde venimos. No tanto para saber quiénes somos, sino de dónde venimos.

Industrias culturales.

Desde el siglo XIX, pero sobre todo a partir del siglo pasado, existen bienes culturales cuya producción se realiza industrialmente. Las llamadas industrias culturales –audiovisual, editorial, discográfica y, más recientemente, la de los videojuegos–, son cada vez más importantes por su poder mediático, por su alcance y difusión masivos. Y, desde luego, por la magnitud de la actividad económica que generan. Los productos de estas industrias son, de un lado, mercancías como cualquier otra –producidas bajo un régimen industrial y masivo que requiere de grandes inversiones de capital y de capital humano muy especializado–, y del otro comparten con otros bienes culturales la condición de ser, ante todo, representaciones de la realidad.

Los países industrializados y post industrializados tienen enormes ventajas en lo que respecta a estas industrias. Si naciones como la nuestra llegaron tarde y sin ninguna posibilidad de éxito al régimen industrial en sentido amplio, esto es doblemente cierto en lo que respecta a las industrias culturales: más sofisticadas, más especializadas y cuyos productos distan de ser de primera necesidad. Aún países como China y Francia imponen restricciones a la circulación de los productos extranjeros de estas industrias en sus territorios, argumentando que, de otra forma, se debilitaría su sentido de identidad como naciones, aunque sin duda también para proteger sus propias industrias. Este es el famoso argumento de la “excepción cultural” levantado por Francia a la apertura comercial. Además, tal y como ocurrió con los proyectos de industrialización impulsados en Centroamérica en las décadas de los años 50 y 60 del siglo pasado, el análisis más elemental revela que existe una limitación casi insalvable en cuanto a la escala de los mercados. Ello pensando en Centroamérica como región, no digamos ya en Costa Rica como nación.

Las políticas de apertura comercial y atracción de inversiones impulsadas en las últimas décadas por los gobiernos del país resultaron exitosas en diversos campos, incluyendo las industrias de alta tecnología. Los empeños por atraer inversiones en el campo de las industrias culturales no han sido tan consistentes ni sus resultados comparables a aquellos. Aún suponiendo que los esfuerzos en este campo podrían ser más exitosos y derivar en beneficios para la economía del país, el Estado costarricense debe plantearse el asunto de las industrias culturales no solo desde el punto de vista de la atracción de empresas e inversiones extranjeras, sino también de la producción local o, al menos, con referentes y contenidos relacionados con la realidad del país.

¿Es razonable plantearnos como nación producir bienes culturales a escala industrial?¿Qué significa –si significa algo– la frase “plantearnos como nación”, en un contexto en el que la producción de casi todas las mercancías tiene características cada vez más internacionales? Asumiendo que tenemos la capacidad creativa y técnica para producirlos –y que accedemos a los capitales para hacerlo–, ¿para quién o para quiénes vamos a producir? ¿Cómo competir por mercados? ¿Con quiénes aliarnos y en qué términos hacerlo?

Los vínculos históricos, idiomáticos y culturales que nos unen con Hispanoamérica son poderosos y sin duda abren un camino con posibilidades. No obstante, salvo en el caso de la industria editorial –en donde, por razones obvias, existe un mercado cautivo- Hispanoamérica entera como región tiene una posición marginal y constituye un mercado franco para las naciones con industrias culturales más poderosas –señaladamente los Estados Unidos-, que además mantienen el control sobre aspectos estratégicos del negocio como la distribución, la comercialización, derechos de autoría, etc. Además, en la región existen naciones que nos aventajan por décadas en experiencia en este campo y, más allá de los discursos y de algún gesto político, cada quién se esfuerza por levantar cabeza y defender lo suyo, como lo demuestra la industria editorial española. (No es casual que no exista ninguna iniciativa comparable al programa Ibermedia para la industria editorial.)

Al lado de los aspectos puramente comerciales –que, como hemos visto, plantean ya retos importantes– deben de considerarse también los aspectos políticos y estratégicos del asunto. A diferencia de lo que ocurre con otros sectores (como el vestido o los calzado), la renuncia a la producción y circulación nacional de bienes culturales industriales tiene implicaciones para la cohesión y el sentido de comunidad histórica necesarios para seguir siendo una nación: si no nos miramos, si no nos escuchamos, si no nos leemos, peligramos de olvidar de dónde venimos y quiénes somos, aunque ese “ser” sea histórico y dinámico.

En la última década, el país ha experimentado un crecimiento notable –cuantitativo y cualitativo- en el aspecto técnico y creativo –es decir, en el capital humano– necesario para las llamadas industrias culturales. Así lo demuestran experiencias musicales y audiovisuales de creadores costarricenses en el extranjero, así como el testimonio de productores extranjeros que han sacado provecho del talento nacional.

La atracción de inversiones extranjeras –particularmente estadounidenses–, podría contribuir a financiar la producción local dirigida a la comunidad histórico-lingüística hispanoamericana. De esta forma, Costa Rica sacaría partido de su exitosa experiencia reciente en la atracción de inversiones y de sus excelentes relaciones con los Estados Unidos, sin renunciar a producir localmente y buscando colocar sus producciones en los mercados hispanoamericanos –que en cuanto a bienes culturales son nuestro mercado natural– y fortaleciendo, de paso, su sentido de identidad como nación. Una vez más, se trata de jugar inteligente, de sacar partido de nuestras ventajas históricas y estratégicas. Algo así como nadar entre dos aguas, entre mares y entre continentes: enlace y sinergia.

Esto requiere de una firme decisión política y de la acción concertada de diversos sectores sociales y agencias gubernamentales. Resta averiguar si los tiempos están maduros para una empresa de esta envergadura y con estas características.