¿Por qué resistimos tan tenazmente la evidencia de que lo catastrófico y lo milagroso –el azar y el infortunio- son inherentes al universo? Más allá de lo amenazante o aterrador que hay en ello, nuestro rechazo nace del hecho de que admitirlo nos llevaría, inevitablemente, a poner en entredicho la omnipotencia divina. Si lo imprevisto y lo azaroso son inherentes al universo, Dios no está fuera ni lo controla todo, sino que Él mismo –caso de existir– tiene límites y existen dimensiones que escapan a su control. Dios –vocación, anhelo de vida presente en la materia, Principio Organizador de lo manifiesto– no lo conoce ni lo controla todo, y puede decirse que está como nosotros (aunque de diferente manera), contenido, "cautivo", "preso" en el universo. Desde esta perspectiva Dios es más demiurgo que creador, como lo era para los antiguos griegos.